Julio Moguel
I
El 20 o 21 de junio, todos lo sabemos, se inicia al verano en todo el hemisferio norte del enorme globo en el que habitamos. En México, para este 2021, el momento estelar de ese cambio estacional fue el pasado 20 de junio, con un ciclo que se extenderá hasta el 22 de septiembre, para pasar al otoño.
Como lo señala la información que cualquier astrólogo conoce, el referido 20 de junio fue el día más largo del año, y, al mediodía, el Sol estuvo “en el punto más alto del cielo”, lanzando hacia nosotros sus rayos de manera directa y agresiva, de tal forma que la delicada piel de los animales humanos de nuestro país tuvo que cuidarse, si lo hizo, de no exponerse demasiado a esa descarga que le llegó del Astro Rey de nuestros cielos.
II
Invisibilizado en muchos sentidos por el tráfago de la vida planetaria y de una cierta modernidad que ya no gusta saber de lunas ni de estrellas, el fenómeno tiene, sin embargo, una marca universal de emblemática presencia: es el momento en el que en una buena parte del mundo se lleva a cabo la “Fiesta de la música” (Fête de la musique, en su connotación mundialmente más conocida, pues en Francia el acontecimiento es una tradición muy asentada), día en el que millones de seres humanos salen a las calles a escuchar sin costo alguno la música que legos o profesionales del arte les ofrecen –en algunos países o ciudades prácticamente en cada barrio o área en la que habitan (en París el fenómeno es notable)–, logrando lo que parecería un contrasentido radical en este mundo mercantilizado: la música queda literalmente fuera de cualquier circuito de intercambio monetario, de tal forma que, así tenga la brevedad de un día, se genera un proceso global de transformación de la mencionada música en un simple y llano “bien común”, perteneciente naturalmente o “de suyo” a los seres humanos.
Pero al tener esta característica se produce un fenómeno general no menos extraordinario: los seres humanos alcanzan con ello su máximo nivel de comunalidad y de libertad individualizada, alejándose o separándose “del ruido” o “de los ruidos” cotidianos para adentrarse en campos acústicos que los unen e identifican en un sentido que pudiera ubicarse como tema clave de una lectura ontológica, o de una lectura que marque los signos de lo que significa o pueda significar, hacia el futuro, una condición básica de la “humanidad liberada”.
III
Pero ¿qué tiene que ver la música con el solsticio de verano y con su capacidad para generar esa comunalidad o esa máxima posibilidad de introspección individual que es capaz de desmercantilizar en un día completo lo que a todas luces tendría que considerarse como un “bien común”, libre de costos monetarios como el viento o como los sonidos que surgen del simple aleteo de las aves?
Demos un pequeño rodeo para aterrizar este punto. Dice el poeta senegalés Léopold Senghor:
El ritmo es la arquitectura del ser, el dinamismo interno que le da forma; es la expresión pura de la fuerza vital. El ritmo es el choque que produce la vibración, es la fuerza que a través de los sentidos nos conmueve en la raíz misma del ser. El ritmo se expresa con los medios más materiales; con líneas, colores, superficies y formas en la arquitectura, en la escultura y la pintura; con acentos en la poesía y en la música, con movimientos en la danza. Al hacer esto remonta todo lo espiritual. El ritmo ilumina el espíritu en la medida en que se manifiesta sensiblemente […] Es el ritmo el que le da a la palabra la plenitud eficaz; es la palabra de Dios, es decir, la palabra rítmica, la que creó el mundo.
Y si la música es esencialmente ritmo, vibración, cadencia o sonoridad palpitante entonces podríamos entender que el Ser-en-el-mundo (el Dasein, en la formulación de Heidegger) tiene, antes que nada, un basamento rítmico o tonal, deconstruyendo así todo lo que pudiera pretender ubicarse en una perspectiva “racionalista” del Ser y dándole al oído y no al ojo el lugar preeminente de la propia constitutividad del Ser.
Dicho en otros términos y para emplear la fértil perspectiva morfológica de Gaston Bachelard, no de otra forma es posible entender por qué el Ser es esencialmente “redondo”, o, en la perspectiva planteada por Peter Sloterdijk, el por qué el estar-en-el-mundo del Ser tiene que pensarse básicamente desde su condición de formar parte de una “esfera”.
La música no remite a una relación de “escucha en exterioridad”, sino que fija al Ser en un campo acústico determinado que lo “internaliza” y lo libera in situ y de manera individual o colectiva de “los ruidos exteriores”, permitiendo así el despliegue más amplio posible de su propia subjetividad y, de suyo, de su ser parte indisociable de un determinado colectivo o comunidad. Generando así cierta condición inmunológica que le ayuda a relanzarse al mundo día con día para ampliar o alimentar su condición anímica y vital.
Ello puede explicar el sentido y la fuerza del vínculo-puente que existe o puede existir entre el Ser que “aún no lo es a cabalidad” por estar cobijado aún en el vientre materno con su “llegada” posterior al “mundo” (Peter Sloterdijk desarrolla este tema con significativa magistralidad), pues moldea sus primeros sentidos de Ser justo a partir de la voz y de los latidos rítmicos del corazón de su madre; pero puede explicar también fenómenos tan disímbolos como la magia envolvente de una serenata, o el por qué los trabajadores del camión de la basura que pasa todos los días por mi casa a las siete o siete y media de la mañana recoge los residuos sólidos correspondientes con grabaciones musicales de gran estridencia o sonoridad, generalmente –en este caso– con magníficas piezas de salsa (género de música que, al mismo tiempo que “envuelve”, invita naturalmente a bailar).
IV
La consideración aquí planteada sobre el sentido del Ser impacta por supuesto de manera inmediata la connotación que podamos dar al lenguaje que domina hoy por hoy al mundo occidental. Pensado en su basamento meramente racional el lenguaje se prostituye con sus formulaciones abstractas, marcando una distancia intransitable hacia sus vínculos con sus condiciones fundantes prelógicas, rítmicas o de sonoridad. Lo que le impide ver, por ejemplo, su íntima vinculación con “las realidades de entorno”, sea ésta “naturaleza” o, para establecer aquí, de ésta, una particularidad, la relación del “lenguaje” o del “diálogo” que existe o pueda existir entre los animales humanos y los animales no humanos. Entre estos dos tipos de animales existe un vínculo “más que humano”, basado justamente en el ritmo, la danza, el temple, o en una simple sonoridad.
Por ello cabe alegrarse de que exista en el mundo el solsticio de verano, y, con éste, la extraordinaria vivencia de la ya mencionada Fête de la musique.
¿No valdría la pena adoptarla en México con toda su fuerza y posibilidad?
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