Cuando Alondra de la Parra (Nueva York, 1980) acudía de niña a conciertos con sus padres, se fijaba en el director de orquesta. En esos tiempos, sus referentes eran masculinos. No se consideraba un oficio de mujeres. Pero se conoce que Alondra, ya en aquella época, aplicaba a la vida su filosofía basada en una pregunta: ¿y qué tal si…? Entonces ella quería ser como Carlos Kleiber, como Claudio Abbado, Simon Rattle o Daniel Barenboim… Lo logró. Y hoy existen muchas niñas que sueñan con convertirse en Alondra de la Parra.
Ella lo deseó desde muy chica. “Sí, podía ser otras muchas cosas, pero la dirección es la que más feliz me iba a hacer, aunque tuviera la sensación de que sería complicado. No tenía ninguna imagen de nadie que lo hubiera logrado a mi alrededor, pero sí buen oído”. El miedo lo conocía. Era una niña insegura que sigue dudando todo el tiempo. Pero fue Charles Dutoit, que fue marido de la pianista Martha Argerich, quien se lo quitó de golpe cuando con 19 años la puso delante de una orquesta. “Aparte del oído, lo que sí me empujaba era la imaginación y la fantasía que me provocaba la música”.
Su norma ha sido abrir brecha. “Muchas en mi generación ya podemos proporcionar ese espejo: así ha sido y así es”, asegura De la Parra. Ella no se dio cuenta entonces. Pero al mirar atrás, sí. “¿Cuáles han sido las barreras? ¡Todas! Pero ya me volví resistente como parte del ecosistema. A mis 40 años me hice experta en eso. Va incluido en mi sueldo de cada concierto. Soy afortunada de haber aprendido desde muy niña que eso que parece imposible no lo es, que soy capaz de dar la vuelta a lo que no existe y construirlo, hacerlo posible. Lo he logrado tantas veces… No hay puerta, busco al otro lado, me imagino la salida. No me lo planteo siquiera en términos negativos: ¿Por qué no? Le doy la vuelta ¿Y qué tal sí?”.
Qué tal entonces si en México, donde se crio, formaba parte de la hornada refrescante de directores de orquesta latinos que han conquistado el mundo desde Venezuela, con sus amigos del Sistema de Orquestas creado por José Antonio Abreu, como Gustavo Dudamel, Christian Vásquez o Diego Matheuz. O batutas de Colombia, Perú y Argentina con edades similares y nombres como Andrés Orozco-Estrada, Harth-Bedoya y Alejo Pérez. Una generación que destaca. Qué tal si todos ellos han sabido tejer una red de audacias y talento contagioso que les ha abierto las puertas de los grandes auditorios, teatros de ópera y festivales del mundo…
Alondra es un valor seguro en ese panorama. La llaman de la Staatsoper en Berlín, donde Barenboim la invitó a dirigir La flauta mágica, y ha cumplido su sueño, a través de su paisano Rolando Villazón, de trabajar con La Fura dels Baus en un espectáculo consagrado a Mozart como fue T.H.A.M.O.S.
Pero es ella quien aporta la iniciativa que le hace brillar. No se suele quedar de brazos cruzados esperando la llamada de un agente. Provoca el acontecimiento. Busca, prueba. Como le ha ocurrido en la pandemia. Un parón que dio al traste con su agenda habitual de más de 50 conciertos en unos meses no la frenó. “Me sirvió para meterme en proyectos que tenía en el tintero. Uno es escénico: Silence of Sound, se titula, en el que llevo cinco años, con música de Prokófiev, Debussy, Stravinski…”.
Además del festival de música y ballet de la Riviera Maya o lo que ha denominado la Orquesta Imposible. “Con eso comencé hace un año, muy preocupada por el tema de la violencia contra niños y mujeres en México; se mezcla esa inquietud con el qué hacemos, no podemos quedar anulados, silenciados ni aparte de lo que sucede en el mundo”. Por eso se planteó configurar una formación con 30 músicos de 14 nacionalidades distintas. A eso se sumó una coreografía de Christopher Wildon para la bailarina mexicana Elisa Carrillo, estrella de la Staatsoper berlinesa. “Logramos dos millones de visitas y recaudamos 400.000 euros que han ido a parar a dos fundaciones: Save the Children y Fondo Semillas”.
Ser latino en la música clásica implica para ella una responsabilidad. “Vivimos especialmente concienciados”. Alondra sigue la senda de uno de sus referentes: el músico Silvestre Revueltas, muerto en México en 1940. Cómplice, amigo y compañero en diversos proyectos culturales y agitadores de Federico García Lorca. “Lo he tenido muy presente durante todo este tiempo; con ejemplos así, sentía la necesidad de no quedarme parada en casa”. Quizá también para ahuyentar el miedo a desaparecer de pronto: “Me preguntaba: si no puedo dirigir, ¿acaso existo? La conciencia ya la tenía, pero ahora me he involucrado más. Cuando ocurre algo así, se cierran los teatros y todos los artistas se van a su casa, se impone el absurdo, aunque entiendas la lógica del asunto. Nuestro deber es acompañar a la gente, sostenerla en su sufrimiento, en sus retos, levantar sus espíritus”.
Pero el parón ha convertido el rito de acudir a un teatro en algo hondo. “Adentro sentimos con más fuerza la ceremonia, el ritual. El hecho de estar juntos cobra más fuerza si cabe, más desde que la pandemia nos privó del abrazo. Al fin y al cabo, ¿qué es una orquesta? Es eso, un resumen de la sociedad. Juntos creando, simultáneamente, de una manera análoga, sin un solo cable por medio, sin un aparato, centrados en lo que podemos hacer con las manos, la voz, con nuestro cuerpo, a merced del genio y el error humanos”.
Esta reflexión la ha llevado a formular su propia teoría. “¿Qué ha pasado con la historia de la música en los últimos años?”, plantea De la Parra. “Hubo un tiempo, hace siglos, en el que la música que hoy consideramos clásica era entendida como un fenómeno popular, con una dimensión muy humana. Después llega la tecnología, la amplificación del sonido que posibilita que a un solo cantante lo puedan escuchar 100.000 personas. Entramos en otra dimensión y se vuelve algo lejano porque implica que hacen falta superhombres para ello”.
La dimensión humana, palpable, medida, desaparece. “Y, al mismo tiempo, el mundo de la música clásica queda en manos de unos pocos escogidos que poco a poco van haciéndolo exclusivo y casi otorgan derecho de entrada para iniciados. El elitismo afecta en términos desagradables, no es amable ir a un concierto si te hacen sentir mal”.
A eso se une una competencia en desventaja con otras formas de espectáculo: “La convivencia con otras propuestas en un espacio donde todos están invitados, donde puedes hablar, comer y bailar para ver a un superhombre en el escenario, gana la partida y aporta elementos con los que un violín o una flauta no pueden competir”. Si esto fuera poco, en el siglo XXI todo se vuelve más extremo, dice la directora. “Llega lo electrónico, los disc-jockeys, gente que reproduce la música y ni siquiera la está haciendo. No digo que no sea válido, ni que no requiera destreza, pero es otra cosa, y mientras, nosotros, que lo ejecutamos con el cuerpo, somos víctimas de muy malos marqueteos”.
Lo que ha ocurrido en estos últimos dos años va a cambiar el panorama, dice. “Lo mismo pasa con la comida, antes la gente se alimentaba con lo que había en su pueblo, pero llega la locura. A mí me decían: ‘¿Quieres un rábano feo, torcido, cultivado en el huerto de detrás de tu casa, o un helado delicioso de fábrica?’. Elegíamos lo segundo, y ahorita yo prefiero el rábano, lo orgánico, lo real, y no tanta coca-cola o tanto sushi”.
Según Alondra de la Parra, ya estamos regresando a lo más próximo. “Y pienso que lo mismo va a ocurrir con la música, que la gente se va a hartar de superhombres y de máquinas y va a elegir disfrutar de quienes vuelcan todo su ser en extraer el sonido de un instrumento de verdad, ante nuestros ojos y oídos. Van a elegir entrar a un teatro para que nos regalen una obra de arte efímera. Una obra que en el momento en que se ejecuta desaparece y que es solo para ti: la cosa más hermosa que puede suceder”.
Por tanto, la directora lo tiene claro. “En cuanto acabe esta pandemia viene un boom de la música en vivo a nuestra medida. Estamos en un momento muy interesante porque lo que más necesita ahora el ser humano es lo que nosotros hacemos, a escala humana, regresar a la pureza de lo que interpretamos porque viene del cariño a otros, de un esfuerzo común y una disciplina propia, sin ayuda de ninguna máquina, sin amplificación ni exageración, pendientes del error: es el rábano torcido, tan auténtico, sin empaquetar y regado por ti”.
Diríamos que se encuentra presa de una euforia contagiosa y nada desencaminada a juzgar por cómo el público ha regresado a los teatros. “Vivimos una especie de trance: un momento de conexión humana, de apertura, que es hermoso. Al director, en inglés, le dicen conductor, y es un término muy atinado porque somos un cable. Tenemos una fuente, que es el compositor. Un receptor, que son los músicos que lo reproducen; un ciclo bello, parte de un sistema que traspasa todo en una plena corriente de energía. El punto final es el público. Los públicos activos pueden cambiar el sonido, su papel es determinante, sin duda”.
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