Serena y Federer, dos leyendas que se apagan


Federer duda, Federer falla, Federer sufre. Sencillamente, le cuesta reconocerse. Durante dos horas y media, por la mente del campeón de 20 grandes circula a toda pastilla un torbellino endemoniado que tiene forma de interrogante. ¿Qué me ocurre? ¿Por qué no me sigue el cuerpo ni me obedece la bola? ¿Será este el maldito momento en que…? La tarde se convierte en un agitado retorno con un angustioso trasfondo existencialista para él. Piensa el suizo en quién es, de dónde viene y adónde va; en qué supondría perder en una fecha tan señalada como esta y en un sitio así, de regreso en su jardín 715 días después de que diera el último pelotazo en su Catedral. Todo se ha torcido. Va por detrás en el marcador, dos sets a uno, declinante. Hasta que la desgracia de Adrian Mannarino, la fortuna para él, le rescata de un desenlace que hubiera resultado dramático. Federer se salva, pero Federer no está.

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Es la historia de una resurrección. El de Basilea, la leyenda, al amo y señor de ese césped que tantas y tantas veces le ha visto triunfar, ya 102, continúa en el torneo, pero el relato probablemente hubiera sido diferente de no haberse patinado el francés y haberse lastimado la rodilla derecha. Porque, hasta ese instante, Federer es un hervidero por dentro. Arranca con tres bolas de break en contra, no toca la bola limpia y su derecha, el violín, chirría como no lo ha hecho nunca; aún así salva el primer parcial, pero cede el segundo con cuatro errores y comienza a sumergirse en un pozo mucho más profundo de lo deseado. Se desordena, se repiten las cañas y su gestualidad preocupa a la grada, que masculla entre punto y punto y se hace exactamente las mismas preguntas que el genio: ¿Será este el principio del fin? ¿Hasta aquí ha llegado el idílico viaje del suizo?

Con 39 años y 337 días, tras dos cursos sin apenas competir –solo ha jugado ocho partidos desde que desfilara por las semifinales del Open de Australia de 2019, con tres derrotas en la ficha– y después de haber pasado dos veces por el quirófano para tratar de reengancharse al deporte que tanto ama, Federer transita sobre un finísimo alambre que más pronto que tarde se romperá. Lo sabe él mejor que nadie, lo expresa su rostro y lo dicen los hechos. No es nada fácil que Federer vuelva a ser Federer. Y llegará el adiós, ni más ni menos, cuando no se vea capaz de competir a su verdadero nivel. Mientras tanto, su orgullo se rebela. Insiste e insiste, se prueba e intenta sumar kilómetros para en un momento u otro volver a identificarse y poder brindar un último baile en condiciones. De momento, sigue en pie, que no es poco.

Porque la historia se le puso más que fea, hasta que le tiró un contrapié a Mannarino –que solo le había ganado un set en los seis enfrentamientos previos– y la rodilla del galo se torció en la rectificación: ”Escuché un gran crack”. Para entonces, Federer se había corregido un poco, 15-15 y 4-2 a su favor, pero las sensaciones seguían sin ser buenas. Funambulismo puro y duro. En cualquier caso, el francés ni siquiera podía servir, así que terminó renunciando después de soñar con la victoria que hubiera contado a sus nietos. Federer gana tiempo y evitó un tropiezo de consecuencias incalculables, y se las verá en la segunda ronda con Richard Gasquet.

“No, no pensaba particularmente en que pudiera estar jugando uno de mis últimos partidos en los Grand Slams”, respondió a un periodista. “Quizá vosotros podáis pensarlo… pero nadie lo sabe, yo no lo sé. Simplemente me lo he tomado como un partido de primera ronda y ahí siempre hay presión, no quieres perder”, añadió. “Ha sido un final terrible, un bajón, sobre todo por todo lo que he pasado yo con la rodilla. Espero que [Mannarino] no esté mucho tiempo fuera”, lamentó.

Si a él le rescató la desdicha del rival, Serena Williams la sufrió de pleno. La estadounidense, que también cumplirá 40 años, solo un mes más tarde que Federer, sufrió un resbalón cuando contaba con un break de ventaja ante Aliaksandra Sasnovich y pese a sus intentos por continuar en la pista, se vio obligada a retirarse. Tan solo habían transcurrido seis juegos, 3-3, y la norteamericana –que ya había irrumpido en la central con un aparatoso vendaje en el muslo derecho– se arrodilló sobre la hierba antes de abandonar entre lágrimas, vítores y cojenado, dolida porque perdió otra bala para tratar de atrapar el récord histórico de la australiana Margaret Court, 24 grandes.

Son ya 13 intentos baldíos desde que ganar su último cetro, el Open de Australia de 2017. Desde entonces, cuatro finales de Grand Slam –la última en el US Open de 2019–, muchos sinsabores y el reloj corriendo cada vez más rápido en su contra. El tiempo vuela y, ley de vida, las leyendas se apagan.

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