Dinamitar el Popo, matar a Zapata; memoria aciaga de 1919

“… es lícito imaginar que la erupción de 1919… fueran el preludio de la misión encomendada al general Guajardo: abrir fuego sobre Zapata y sus acompañantes en la hacienda de Chinameca, situada en las faldas largas del magnífico cono”.

Aurelio Fernández Fuentes

Hace cien años, en 1919, ocurrieron en México dos acontecimientos de enorme relevancia: el asesinato de Emiliano Zapata y el inicio de un importante periodo eruptivo del Popocatépetl. El uno, conmemorado y lamentado durante todo el siglo, sucedió el 10 de abril; el otro, prácticamente desconocido para el amplio público, se habría iniciado el 19 de febrero. Hay quienes juegan a relacionar hechos naturales de relevancia con sucesos históricos. No pertenezco a ese selecto club, aunque esta resulta ser una coincidencia, al menos, muy peculiar, pero es lícito imaginar que la erupción de 1919, o los fragmentos incandescentes de magma y las espectaculares columnas de vapores y ceniza expulsados por el volcán que fueran el preludio de la misión encomendada al general Guajardo: abrir fuego sobre Zapata y sus acompañantes en la hacienda de Chinameca, situada en las faldas largas del magnífico cono.

Licencias poéticas aparte, aquel año tuvo lugar un hecho que puede considerarse increíble. Con bases muy consistentes, descritas por testigos y analizadas por especialistas, se puede afirmar que el inicio de aquel periodo eruptivo del Popo se debió a la acción humana. En otras palabras, constituye la única erupción volcánica producida por el hombre.

La icónica estampa de Zapata mantiene su fama internacional y aún pervive el recuerdo de tierra y libertad y la tierra es de quien la trabaja, frases de factura rusa, campesina y ácrata, que arraigaron por méritos propios en la historia de la rebeldía mundial ligadas para siempre a Emiliano, el de Anenecuilco. Aquella erupción de 1919 se identifica, en cambio, con las narraciones, los ensayos, los cuentos y las pinturas de Gerardo Murillo, el Dr. Atl, incomparable fanático de los volcanes y, muy especialmente, del Popocatépetl. Sinfonía de los volcanes, Cuentos bárbaros y de todos colores, y, sobre todo, La actividad del Popocatépetl, nos brindan datos naturales y poéticos sobre la prodigiosa elevación y sus manifestaciones físicas. No puedo omitir lo narrado en el primero de los textos citados, en especial cuando el autor describe unas esferas verdes con resplandores rojos que se estrellaban sobre los peñascos y a las que ofreció su cuerpo para sentir en su piel ese impacto extraordinario del magnetismo volcánico, cuyas manifestaciones sirven hoy en día para advertir a los científicos de la actividad magmática, o para ilustrar la presencia de ovnis saliendo del cráter, tal cual perciben Jaime Maussan y sus corresponsales.

Lo más peculiar del aquel episodio eruptivo, periodizado por algunos expertos entre la erupción de 1919 y los años 1928-29, ampliado por Murillo hasta 1938, es que su comienzo fue precedido, o detonado, por la explosión de 28 cartuchos de dinamita en la base del cráter, consecuencia de las órdenes de un capataz de talante modernizador, cuyo propósito era atesorar la mayor cantidad de azufre para su venta a gran escala. Este evento desató una larga serie de actividades propiamente eruptivas que comenzaron en cada una de las horadaciones creadas por los estallidos.

Azufre del volcán; quimera de conquistadores

En el origen de este episodio está el propósito de obtener el azufre localizado en la base cratérica, materia prima que llegó a venderse a un precio superior al procedente de otros lugares, gracias a su elevada calidad. Cuenta Gaspar Sánchez Ochoa que este elemento natural era extraído del interior del cráter y llevado a la hacienda de Tlamacas, donde se colocaba en “alambiques para la elaboración del ácido sulfúrico, por lo que es muy estimado en la química: y en cualquier mercado donde se presente tendrá siempre la preferencia. En el comercio de México es preferido al de Sicilia y en general al de toda Italia, valiendo siempre un peso más por quintal que el de cualquiera otra parte”.

La historia del uso de azufre procedente de este manantial data, al menos, de la primera expedición realizada por soldados de Hernán Cortés en 1521, con el propósito de obtener un componente esencial para la fabricación de la pólvora requerida para sus cañones y arcabuces, las bélicas herramientas que promovieron la Conquista de América. Bernal Díaz del Castillo, el más conocido de los cronistas, narra que “el volcán echaba mucho fuego y a un capitán de los nuestros, que se decía Diego de Ordás, tomole codicia de ir a ver qué cosa era, y demandó licencia a nuestro general para subir en él, la cual licencia le dio y aún de hecho se lo mandó; y llevó consigo dos de nuestros soldados y ciertos indios principales”.

Algunos historiadores han dicho que este soldado fue “el primer alpinista que subió al Popocatépetl”, pero ni era alpinista ni fue el primero. Julio Glockner nos recuerda que, según las Relaciones Originales de Chalco-Amaquemecan, hacia mediados del siglo XIII, cuando el cono volcánico aún recibía el nombre de Xaliquéhuac, o arenas que vuelan, un sabio tecuanipa de nombre Chalchihuitzin, o señor de la esmeralda, “se trepó arriba… buscando propiciar la lluvia, porque entonces el sol y la sequía habían cobrado fuerza y había hambre y necesidad”. Cierto es que aquellos chichimecas buscaban que lloviera sobre sus campos de cultivo y no anhelaban el codiciado azufre de los conquistadores.

Por su parte, y sin mencionar a Ordás, conocido también como Ordaz, narra Hernán Cortés a los reyes de España que “para el azufre, ya a vuestra majestad he hecho mención de una sierra que está en esta provincia, que sale mucho humo; y de allí, entrando un español setenta u ochenta brazas, atado a la boca abajo, se ha sacado con que hasta ahora nos habemos sostenido”. Otra versión de este hecho llegó, en fechas posteriores, a través de Francisco de Montano, el también citado Montaño, quien describe cómo la tropa de Cortés se quedó sin pólvora durante el asedio a Tenochtitlan. Sería este soldado quien habría descendido al fondo del cráter para obtener ocho arrobas de azufre, unos 90 kilos, con los que las tropas invasoras reabastecieron su potencia de fuego. Gerardo Murillo recupera en su libro los dichos de Cervantes de Salazar, narrador de este episodio dramático pues “la necesidad de pólvora crecía” y Cortés llamó a los soldados Montaño y Mesa para que hicieran “la proeza” de entrar al cráter y recolectar materia prima para elaborar el explosivo.

Ellos bajaron “cuatro costales de anejo aforrados en cuero de venado curtido en que trajesen el azufre”. Durante la ascensión se morían de frío, pero se encontraron por el camino “una piedra encendida del tamaño de una botija la que pareció enviraselas dios”, con la cual se calentaron un poco. Esto documenta claramente que el volcán se encontraba en una fase eruptiva, explosiva, y el milagro real fue que no murieran acribillados, aplastados o quemados por alguno de los proyectiles que, de vez en cuando, eran expulsados desde el cráter. “A hora de las diez del dia llegaron a lo alto del volcán desde lo alto de la boca del cual descubrieron el suelo que estaba ardiendo a manera de fuego natural, cosa bien espantosa de ver”, pero, a pesar de ello, Montaño entró siete veces y pudo extraer “cerca de ocho arrobas y media de azufre”. Llegó el momento en que decidieron no seguir bajando porque, dice Cervantes, “era cosa espantosa volver los ojos hacia abaxo, porque allende de la gran profundidad que desvanecía la cabeza, espantaba el fuego y la humareda que con piedras encendidas de rato en rato, aquel fuego infernal despedía, y con esto, al que entraba, para aumento de su temor le parecía que o los de arriba se habían de descuidar, o quebrarse la guindalesa, o caer del balso u otros sinestros casos que siempre trae consigo el demasiado temor”. Este libro, cuenta el Dr. Atl, “es el documento escrito más antiguo y más verídico sobre la actividad fumarólica del Popocatépetl”. Los hecho habrían ocurrido en octubre de 1521.

No sé si durante el periódo colonial se planteó la posibilidad de extraer azufre del Popocatépetl. Lo que tenemos son referencias del siglo XIX, importantes relatos de los viajeros que recorrieron el país durante aquellos años, así como de la gente interesada en el territorio. El más relevante de todos ellos es el de Gaspar Sánchez Ochoa, personaje celebre por haber sido, además, propietario de la mayor parte de las tierras que configuran el cono volcánico. Este general, quien participó en la Batalla del 5 de mayo de 1862 y fue gobernador de Sinaloa, nos cuenta que Alejandro Humboldt midió la altura del Popocatépetl, describió algunas de sus características, y “también manifestó después en sus obras las inmensas riquezas azufreras que encerraba en su seno aquel Volcán”. El general Sánchez Ochoa describe igualmente las apreciaciones de diversos visitantes, científicos en especial, que no dejaban de resaltar las enormes riquezas azufreras contenidas en el coloso. En 1895, el informe de una comisión gubernamental resaltó la virginidad del Popo y promovió las virtudes de la explotación azufrera. Sin embargo, para 1902, cuando este libro se publica, ya había una pequeña actividad extractiva de azufre en el cráter, que se beneficiaba en la Hacienda de Tlamacas.

Nefi de Aquino es un hombre que se define a sí mismo como cuidador del volcán. Ha tomado cientos o miles de fotos y muchos videos sobre la actividad del Popo iniciada el 21 de diciembre de 1994. Alguien del gobierno poblano le consiguió un empleo en el departamento de tránsito estatal por ahí del año 1997, y desde entonces, porta uniforme azul. Sabe historias del volcán y es conocido por todos aquellos, locales y fuereños, que trabajamos en el Popo. Durante una visita para observar algo que él consideró una manifestación novedosa del coloso, salió el tema de que en otro tiempo se obtenía azufre de su interior. “A mi abuelo, que se llamaba Julián de Aquino, lo vinieron a contratar para que hiciera obras para sacar el azufre”, asegura, “y fue quien construyó caminos y el malacate con el que se bajaba a los peones y se sacaba el material”. Él calcula, haciendo cuentas, que tal cosa habría ocurrido después de 1895. No creo que sea mucho el error de sus cálculos acerca de cuándo dio inicio esa empresa.

En el informe que aparece tras la introducción de libro, escrita por Sánchez Ochoa, se describe la forma en que se procedía para extraer el material:

“En los labios del cráter se desciende hasta veinte metros sobre la nieve, para llegar á una gran roca de basalto negro que se ha labrado y tiene la figura plana de mesa volada hácia el precipicio del cráter: allí se encuentra establecido en la actualidad, un torno de fierro y madera, que mueven cuatro á seis trabajadores y en el que se lia ó enreda el cable con el cual bajan los operarios para los trabajos en los respiraderos ó sulfataras del cráter: sirviendo al mismo tiempo, para la extracción del azufre, el que una vez en los labios ó boca de dicho cráter, lo deslizan los trabajadores por la superficie de la nieve, hasta llegar á la zona de las lavas y arenas que es donde termina la región nevada; desde ese punto a la Hacienda de Tlamacas, donde se benefician los azufres, lo conducen en hombros los operarios: la distancia que así recorren es de cuatro kilómetros, menos doscientos metros el total descenso desde la cúspide del Volcán Popocatepetl, hasta la Hacienda de Tlamacas: por lo expuesto se verá el gran costo que tiene la extracción y conducción del azufre, y para simplificar estas operaciones y trabajos, es para lo que se han formado los adjuntos planos que representan los proyectos que se han hecho para la fácil y económica extracción del azufre”.

En el mismo informe y en relación a las pretensiones de industrializar masivamente el azufre, se señala que “el primer proyecto que formó el propietario del Volcán, General Don Gaspar Sánchez Ochoa en unión de otros ingenieros mecánicos y de Mr. Stewart, corresponsal de la Compañía Cablegráfica de California” consistía en un cable de alambre “aéreo-paralelo, movido por fuerza de gravitación hasta Amecameca”, pero encontraron muchas resistencias, pues “los viajeros que fueran a visitar aquella maravilla de la naturaleza al descender de la cúspide del Popocatepetl hasta Tlamacas, traerían una velocidad vertiginosa, que naturalmente, les infundiría temores”. Contra todo sentido común, el proyecto se fue sofisticando al grado de añadir una locomotora “de una fuerza de veinte caballos” que debería regular la velocidad de descenso.

Consideraba este informe varias dificultades anexas, sobre todo en la parte de descenso al fondo de cráter y en la subida del material, las cuales pensaban resolver mediante la construcción de un túnel. El reporte mostraba conocimientos sobre la geología del cono y ofrecía soluciones para cada inconveniente. “El túnel tendrá dos metros de altura, desde sus bóvedas hasta el lecho, y una anchura de un metro y medio, la que está calculada como suficiente para el curso de los carros, cuyo ferrocarril debe ser de un solo riel movido por gravitación.” Se trataba de lo que hoy llamarían un proyecto ejecutivo, que incluía la construcción de una planta de fabricación de ácido sulfúrico en Tlamacas, y cuyo total sería de 600 mil pesos plata mexicana. Según sus estimaciones financieras, puras ganancias extraordinarias tendría la empresa, y sus productos llegarían sin muchos problemas a la Unión Americana.

Siempre según este informe, en la República Mexicana se consumían en aquellos años más de 100 mil quintales de azufre puro y sublimado, y como suponían que el cráter del Popo abastecería por sí mismo toda la demanda, la ganancia esperada sería de 200 mil pesos al año. También hablaban, con igual optimismo, de los beneficios que obtendrían en Estados Unidos. Todo esto se publicó en el año 1902, pero el general propietario del Popocatépetl falleció en 1908. Nunca vio esta obra realizada. Ni él ni nadie, pero la extracción de azufre siguió llevándose a cabo, modestamente y con grandes penurias, hasta el 18 de febrero de 1919, un día antes de que un atrevido capataz decidiera poner dinamita en la base del recipiente volcánico. Ahí acabó aquella fantasía y se puso punto y final al negocio de la extracción de azufre.

De cómo provocaron la erupción de 1919

Gerardo Murillo le llama “la Iztaccíhuatl”. Él sí sabía. Es una mujer respetable. Así la siguen llamando los campesinos que habitan sus faldas: la volcana que se aparece, con su larga cabellera, a tallar su ropa en los lavaderos que tiene a un costado de su vientre. Pero, como bien afirmaba el Dr. Atl, el Popocatépetl es otra cosa y “me obliga a considerarlo aisladamente”. No creo que este extraordinario y controversial hombre haya tenido mayor fascinación en la vida. Los volcanes rebasaron la belleza y el talento de Nahui Ollin, que ya es mucho decir. Subió a la cumbre del Popo en pleno proceso eruptivo, aún con muletas, cuando ya había perdido una pierna, y nos dejó una información insuperable sobre este volcán, el mejor testimonio del periodo eruptivo que, a su entender, duró entre 1919 y 1938. Su amor y fascinación por los volcanes se virtió también en el nacimiento del Paricutín, dejando imágenes artísticas sin iguales.

La Actividad del Popocatépetl contiene una extensa discusión de los estudios científicos sobre el volcán realizados hasta ese momento, y establece una conclusiones de presunta autoridad que el paso de los años, y los resultados de las investigaciones geofísicas y sociales, terminaron por desmentir en buena medida, pero en aquel momento eran de los más avanzado.

Registra este libro la intención del general Sánchez Ochoa de aprovechar el azufre del interior del cráter mediante la construcción de un túnel que facilitara el proceso y permitiera la obtención de pingües ganancias, pero menciona Murillo que “el proyecto no se llevó a cabo y el azufre siguió explotándose en pequeña escala hasta febrero de 1919”.

Sobre las erupciones reportadas por diferentes personas, el Dr. Atl aseguraba que “el Popocatépetl no ha podido hacer erupciones verdaderas desde que se obturó su chimenea hace millares de años, porque ha carecido de un aparato volcánico dentro de su viejo cráter”. Luego, sostenía que, tras de las erupciones ocurridas miles de años atrás, “el volcán, por primera vez… ha presentado un fenómeno eruptivo completo por medio de un nuevo aparato nacido en 1919 y por el cual hansalido enormes explosiones de vapor de cenizas y de gases pero sin derramamientos lávicos de ninguna especie”.

Gerardo Murillo se equivocaba en las medidas que ya se conocían en sus tiempos. Define la altura del Popo en 5 mil 656 metros sobre el nivel del mar, cuando ya Humboldt había calculado con acierto su altitud: 5 mil 450. Sin embargo, ambos se equivocaron en un cálculo mayor: el Popocatépetl no es la altura máxima de México, sino el Citlaltépetl, con 5 mil 600 msnm. Murillo afirmaba que al pico más alto del Popo él lo había bautizado como “Punta de Anáhuac, por ser el punto más elevado de la República”. No hay nada que perdonar.

Este científico natural describe cómo se llegaba al fondo del cráter, ruta que empezaba por atravesar la llamada Brecha de Siliceo para bajar a una plataforma de rocas, un descenso de 25 metros durante el cual se encontraba el malacate que habría construido, entre otros, don Julian de Aquino. Con este sistema de cuerdas y poleas, denominado con el nombre náhuatl de Malacatl, era posible bajar hasta el piso mediante una escala de unos 190 metros en total. El autor añade que “gran parte del año el fondo del cráter estaba cubierto por una lámina de agua de muy escaso espesor, que se evaporaba de diciembre a marzo”. Creo que esta “lámina” fue descrita por algunos alpinistas como un lago interior, pero desapareció con la erupción que empezó el 21 de diciembre de 1994.

Más que transcribir las observaciones completas que el Dr. Atl, lo que aquí nos interesa es su relato de la erupción que iniciara en febrero de 1919, la cual, afirma, “adquiere una importancia de primer orden en la historia de la Geología, por ser el resultado directo de una acción puramente artificial: la apertura y conmoción de la chimenea central se debieron a una fuerte explosión de dinamita que provocó un verdadero sismo y la aparición de la actividad explosiva, paralizada durante milenios”. Cuenta que, antes de la erupción, él bajó “muchas veces al fondo de este gran pozo y pude explorarlo punto por punto sin encontrar el más leve rastro de un aparato volcánico moderno.”

Entonces, la intervención humana sería la causa de la explosión de 1919. Y ofrece el autor otro dato. Recuerda que a fines de 1918 se había formado una pequeña compañía con el objeto de explotar el azufre del cráter “que según algunos volcaneros afluía cada día con mayor abundancia”. El capataz encargado de la explotación organizó una cuadrilla de 25 hombres y los trabajos empezaron con bastante rapidez, para lo cual se instaló un malacate en el labio inferior de la boca. Hasta que…

“Alguien aconsejó al capataz que podía aumentarse considerablemente la producción de azufre dinamitando determinados puntos, y siguiendo el consejo este bárbaro colocó 28 cartuchos de dinamita en diversos lugares, principalmente en torno de la antigua chimenea, y después de medio día se hicieron explotar. Estos datos y los que siguen me han sido proporcionados, en parte, por el único superviviente de la catástrofe, José Mendoza, y en parte, por Leonardo Santos, que fue el encargado de organizar el servicio a las víctimas, que eran casi todas, gente de Amecameca.

He aquí lo que me ha referido José Mendoza, y que transcribo literalmente:

“Yo estaba parado junto a uno de los humeros, cuando de repente oí un tronidazo y sentí que las paredes del cráter y el suelo se movían como en un temblor. Las paredes tronaban como si hubieran sido de madera. Corrí a buscar refugio, y yo y todos mis compañeros, que éramos 18, nos pusimos debajo de unas peñas. De donde pusieron los cuetes salieron chorros de piedras que subieron muy alto en el aire, se desparramaron y cayeron por todos lados. Lo que a mi me dio más miedo fue ver cómo temblaron las paredes, y los chorros de piedras que caían de todas ellas.

“Al poco rato empezó a soplar un viento muy fuerte que venía de arriba y que hacía remolinos tan fuertes en todo el cráter que no nos dejaba andar, y el cielo comenzó a nublarse y el cráter se llenó en unos cuantos momentos de una niebla muy espesa y empezó a nevar como yo no había visto nunca en toda mi vida de volcanero.

“Nos habíamos quedado sin tortillas, y cuando llegó la noche nos comimos lo que había quedado del almuerzo, que era muy poco. Tratamos de llamar al malacatero con el cable, pero este malvado ya se había marchado dejándonos enterrados. Algunos trataron de subir por las paredes pero no pudieron porque estaban atascadas de nieve. Ya cuando se hizo de noche, nos arrimamos junto a los peñascos y nos apretamos los unos con los otros, esperando que amaneciera; pero cuando amaneció el temporal siguió más violento y en medio de la nevada nos decidimos a escalar las paredes del cráter, pero ninguno lo consiguió porque como están cortadas a pico y son altísimas y además estaban tapadas de nieve, no podíamos agarrarnos de ninguna parte. El cable es muy largo: tiene 90 metros a plomo y se había engrosado mucho con la nevada.

“Todo el día 20 siguió nevando tupido, tupido. La nieve había subido más de dos metros en el fondo del cráter y tuvimos que treparnos a las peñas más altas. Ese día solo comimos algunos pedazos de tortillas todos mojados, y fue nuestra última comida.

“Nosotros esperábamos el auxilio a cada instante, a pesar de comprender la imposibilidad de que la gente de Amecameca pudiera auxiliarnos en medio de aquella tempestad tan terrible.

“El día 21 algunos compañeros empezaron a sufrir por el hambre y el frío, pero se aguantaron. Nos pasábamos todo el día y toda la noche sacudiéndonos la nieve y a veces nos amontonábamos seis o siete para poder calentarnos un poco.

“El 22, después de tres días de no comer y de estar todos mojados, varios empezaron a sentir vómitos y dolores en todo el cuerpo. El 23 el temporal calmó un poco, salió el sol y nos calentamos, nos parecía revivir. Secamos nuestras ropas y nuestras cobijas. Con esta pequeña calma y el calorcito que nos reconfortó, tratamos de ver por dónde salíamos, pero no pudimos lograrlo. La nieve de las paredes se derretía con el calor del sol y por todos lados caían grandes montones, uno de los cuales sepultó a dos de nuestros compañeros, que con muchos trabajos sacamos, ya enteramente helados y muertos del golpazo que recibieron. Por la noche de ese día el cielo estuvo despejado y la luna iluminó nuestro triste campamento, pero hizo un viento tan helado que otros dos muchachos no pudieron resistir el frío y murieron congelados. Qué noche, señor, qué noche!… El aire nos destrozaba hasta los huesos y teníamos helada hasta la lengua. Se nos hizo eterna y ya al amenecer empezó a nevar de nuevo. Ahora estábamos sobre grandes témpanos de hielo, con un frío terrible. Apenas hablábamos. Ya entrada la mañana uno de mis compañeros, que estaba muy pegado a mi, me dijo con voz muy triste: José, me siento muy mal, me duele mucho la espalda, a ver si me la puedes frotar. Yo me levanté con muchos trabajo, lo arranqué del suelo donde estaba pegado con costras de hielo, lo voltié boca abajo, le sobé el pulmón, y al voltearlo boca arriba se puso pálido, pálido, y arrojó por la boca un chorro de sangre que tiñó toda la nieve que estaba a su alrrededor. Lo tendí sobre el hielo, lo tapé con la cobija y encomendé su alma al Señor. Este esfuerzo, y el dolor que sentí por la muerte de mi compañero me dejaron aniquilado.

“Cerca de mi, otros pobres se habían acurrucado metiendo la cabeza entre las rodillas, cubriéndosela con los brazos. No se movían y la nieve les cayó encima hasta que los tapó completamente. Yo oía salir de aquellos montones de nieve fuertes ronquidos y desesperado, traté de arañar los témpanos hasta sangrarme los dedos, pero me faltaron las fuerzas. Entonces con uno de mis pies empujé aquel bulto, lo sacudí con furia, pero tardé mucho en moverlo y al final logré despegarlo del suelo, y a gatas me acerqué a él y vi que el hombre estaba ya muerto y lleno de sangre. Y allí se quedó, como una fruta cubierta.

“De repente vi que dos desesperados, como locos, arañando las paredes lograron escalarlas. Yo no sé cómo lo hicieron.

“Ya el día del 24 por la noche, los cuatro que quedábamos vivos nos empezamos a mirar de un modo muy extraño, pero sin poder hablar. Ya teníamos cinco días sin comer, soportando aquel frío, señor, que nos llegaba a los huesos y la nieve que caía sin reposo, nos tenía mojados hasta el alma. Frente a mi uno de los cuatro compañeros se quejaba muy quedito y me levanté a auxiliarlo. Lo quité la nieve que tenía encima y me dijo: me siento mal; tócame aquí – y le toqué el estómago – lo tenía duro como una piedra. Se murió en mis brazos, poniendo los ojos en blanco, pero antes de morir se sonrió. Nunca podré olvidarlo.

“La noche del 24 quedábamos tres vivos, yo tenía un pie helado y empecé a sentir frío en el estómago. Comprendí que si me quedaba quieto me moriría y procuré ponerme de pie y moverme en un solo sitio como si le estuviera bailando al Señor de Sacromonte. Y así pasé la noche hasta que amaneció el día 25, medio nublado pero sin nevar. Yo confiaba que ese día moriría. Estaba recargado junto a una peña y mirando pasar las nubes pesadas sobre el cráter, como en un sueño, y el sol de asomaba de vez en cuando. De repente oí gritos en el labio inferior junto al malacate. Eran los muchachos de Amecameca que nos venían a auxiliar. Y nos sacaron, a los vivos y a los muertos, con muchos trabajos.”

Las conclusiones del Dr. Atl

Luego de esta dramática descripción, Gerardo Murillo establece lo que, a su juicio, es la revelación de “las consecuencias telúricas de la explosión”. Así lo expone el sobreviviente José Mendoza:

A pesar del estado tan débil en el que yo me encontraba, podía darme cuenta de lo que estaba pasando en el cráter: en los lugares donde habían puesto los cuetes de dinamita, había remolinos de nieve que se levantaban y volvían a caer en el mismo lugar. A veces salían delgados chorros de vapor. Luego me bajaron y me llevaron hasta mi casa donde volví a la vida.

La subsecuente actividad del Popo se desprende de aquella erupción de 1919, tal y como lo narró Leonardo Santos, “viejo compañero de excursiones por el Popocatépetl”, quien cuenta al Dr. Atl detalles del rescate de heridos y muertos, operación que él coordinó y cuya historia recoje pasajes muy dramáticos. Dice el testigo que, aunque los parientes de los muertos traían sus cajas para sepultarlos, algunos propusieron colgarlos de los árboles, “porque hedían muy fuerte”. Al punto que “había que oír por la noche el aulladero de los coyotes que ventearon la carne, y de los que tuvimos que defendernos a pedradas y a palos… Las mujeres y los parientes de los difuntos se la pasaron llorando y maldiciendo al capataz y al malacatero que fueron la causa de que aquellas pobres gentes no hubieran podido salir del cráter”.

También menciona Santos a aquellos muchachos que lograron escalar la pared del foso volcánico para sorpresa de José Mendoza. No la libraron. Al llegar al borde, “los arrastró el ventarrón tan fuerte que soplaba. Venían amarrados en un mecate y cuando yo llegué al labio inferior vi el rastro de la cuerda y siguiéndolo encontré los dos cadáveres como 100 metros más abajo. El aire los agarró, los levantó y se estrellaron contra unos peñascos.” Dos jóvenes más, refugiados en la hacienda de Tlamacas, también murieron. Los encontraron “helados, morados como camotes”.

Pero el pintor quería saber más del proceso eruptivo y le preguntó a Santos si había visto alguna de sus manifestaciones durante su acercamiento al cráter.

“—Sí, señor –le respondió… por entre el lodazal blanco salían grandes borbotones de aire, y gruesos chorros de vapor. Seguramente la dinamita abrió el volcán y por las hendiduras empezó a salir otra vez el fuego de adentro.”

Poco tiempo después, escribe Murillo, ya hacia finales de marzo, Leonardo Santos, José Mendoza y otros volcaneros subieron al cráter. Toda la nieve se había fundido y “sobre la chimenea, que era el lugar donde habían puesto los cartuchos, había un gran montón de piedras en medio del cual aparecían rayas de lumbre entre las qu salían con mucha violencia chorros de humo. En diciembre de ese mismo año, el montón de piedras, según gráfica expresión de Leonardo, se había convertido en una cazuela volteada boca abajo”.

Al escribidor le parece esta es la mejor ilustración verbal de lo que hoy conocemos como el domo del cráter. Cazuela volteada boca abajo es una descripción precisa, gráfica e insuperable.

La aportación de Gerardo Murillo sobre la erupción de 1919 del Popo se resume en los siguientes puntos:

“1º.- La explosión de dinamita produjo un verdadero sismo en la cima del volcán, haciendo oscilar las paredes del cráter, produciendo derrumbes y tronidos y abriendo la antigua chimenea. 2o.- La violenta conmoción de las capas atmosféricas dentro de la boca y en su parte exterior, produjo, inmediatamente después del estallido de los cartuchos una violentísima tempestad que duró seis días, originando ventiscas como nunca se había visto ni se ha vuelto a ver en la cima del volcán. 3º.- La explosión de los cartuchos produjo a los dos o tres días, violentas explosiones de vapor que salían por uno de los costados de la antigua chimenea. 4º.- Un mes después había sobre la chimenea un montón de escorias que poco a poco fue tomando el aspecto de una bóveda agrietada, y en esas grietas se percibía fuego que avibava cuando el aire soplaba del interior de la chimenea”.

Con estas conclusiones, el escritor determina que “en marzo de 1919 se había empezado a formar un aparato volcánico sobre la antigua chimenea del volcán por el cual se iniciaron violentas manifestaciones fumarólicas”.

Cuenta el Dr. Atl que el célebre Dr. Waiz, un vulcanólogo que luego fundó el Observatorio Vesubiano, visitó el cráter en actividad, y determinó la existencia de un “tapón” en su centro. El naturalista mexicano, por su parte, retoma su discurso conclusivo y señala la evidencia en tono determinante: “No cabe duda que estamos ante un fenómeno volcánico producido por una fuerza artificial con todas las características de un fenómeno natural”.

Y siguió el desarrollo eruptivo todo lo cerca que le fue posible hasta diciembre de 1938, la fecha en la cual él considera finalizado el periodo de actividad del Popocatépetl que se inició en 1919. Su seguimiento fue constante y lo hizo desde el mismo borde del crater o aún bajando a su fondo o en las proximidades de la boca. Entre “el 11 y el 14 de noviembre de 1920, permanecí en observación en los labios y en el interior del cráter” y llegó a contar 180 violentas emisiones de vapor.

Gracias a sus prolongadas visitas al Popo, abundan sus descripciones de cómo se desenvolvía un fenómeno que se parece mucho al observado en nuestros días. Claro que hoy se hacen estos registros con los aparatos disponibles por sismólogos y geofísicos:

“Primero se oía un rumor interior, bajo el piso del cráter, semenjante al que produce una locomotora en marcha; inmediatamente después aparecían en la abertura central de la cúpula pequeñas y apretadas nubes de humo semejantes al que se desprende de un manojo de paja húmedo cuando empieza a arder; en seguida se oían los agudos silbidos de una corriente de vapor invisible que surgía entre las fracturas y que empujaba el humo violentamente. Todo este proceso se verificaba en el espacio de 30 o 40 segundos, apareciendo inmediatamente después una densa columna de humo, a veces cargado de cenizas, esto muy raramente. Las grandes nubes de ceniza aparecieron solo 10 o 12 veces en el espacio de 14 años, y ese material, extremadamente fino, producto seguramente de una tremenda pulverización, pude encontrarlo a centenares de kilómetros, en las costas de Guerrero y en las montañas de Michoacán”.

Este párrafo puede considerarse un ejemplo perfecto del tipo de descripción que realizaba Gerardo Murillo, y define un espíritu investigativo excepcional. Desde luego, no puede compararse esta metodología empírica con los mecanismos que se emplean hoy en día para el seguimiento del comportamiento eruptivo del Popocactépetl y otros volcanes; pero su disciplina y su arrojo quizá superan al de cualquier investigador contemporáneo.

En marzo de 1921, este personaje aceptó el patrocinio del diario Excelsior para llevar a cabo una excursión nada menos que al interior del cráter del Popo. Aunque aquello tuvo un carácter “puramente deportivo”, el Dr. Atl presume que pudieron hacer observaciones “mucho más exactas que las que verificaron los ingenieros del Instituto Geológico y de otros científicos”. Uno de sus objetivos era que los asistentes a la expedición bajaran al interior del cráter, una ruta que preparó el propio Murillo. Pero no fue posible en la fecha programada porque el grupo encargado de poner los cables, poblano, bajo el mando del señor Taboada, tuvo graves problemas logísticos: “dos peones habían sido heridos por las piedras de una erupción y tuvieron miedo de bajar al malacate”.

 

Uno de los integrantes de la avanzada describió a Atl que, que el día que fueron, cerca de la boca del cráter, “salió una fumarola grandísima que nos tapó el sol, y cuando el viento la hizo a un lado vimos que caían muchos puntitos blancos como palomitas que nos caían encima”. Desde luego, digo y aseguro yo, eran fragmentos de pómez como los que se han visto en el período actual. Aquel relator, de nombre Ignacio, aseguró que algunas de estas le “cayeron en la espalda rosándome (sic) el sarape, pero a Anastacio, otro mozo, lo hirieron en la pantorrilla y a otro le quemaron un pie. Esto no lo habíamos visto nunca. El volcán nunca había echado piedras.” El Dr. Atl corrobora esta información porque curó a uno de los quemados, “que se encontraba seriamente lesionado en un pie, el cual perdió”.

Pero eso no arredró ni a Murillo ni a su grupo de veinte patrocinados, en el que se encontraban excursionistas como “las señoritas Carmen Foncerrada y Ángela y María Lourdes Alfaro”. Hasta que, al llegar al borde del cráter, ocurrió otra “formidable erupción”, que, por suerte para ellos, llevó una dirección diferente a la suya. Sin embargo, “un mozo que se desvió hacia el Oriente –dirección de la explosión—fue herido en la cabeza por un proyectil grande como el puño de una mano, y, al bajarlo hacia Tlamacas, murió”. Los datos eruptivos que aporta este investigador son abundantes y detallados. Constituyen una lectura obligada para los geofísicos y estudiosos de este tipo de fenómenos naturales y de los episodios sociales relacionados con la vida del coloso. Resalto, en especial, las críticas del Dr. Atl a la falta de coincidencia entre las explosiones y los registros sísmicos que se hacían en Atlixco y San Nicolás de los Ranchos. Nunca creyó el pintor que la erupción de 1919 representara un peligro para las poblaciones cercanas.

Gerardo Murillo Cornado, autodenominado Dr. Atl, decretó el final de este periodo eruptivo en diciembre de 1938. O, por lo menos, no volvió a escribir sobre el tema. Destacados vulcanólogos consideran que esta fase de actividad se originó en las explosiones del 19 de febrero de 1919. Claro que tal cosa no habría ocurrido si el ascenso magmático no hubiese estado presente. Cabe suponer que, por un lado, el estallido de los 28 cartuchos de dinamita destapó los conductos por los cuales salió, luego, la energía volcánica; pero, por otro lado, el evento alteró el frágil equilibrio del cráter y contribuyo a eliminar obstáculos más estructurales que un simple tapón. Tal vez aquello que Murillo llamó el “aparato volcánico” se creó con las explosiones de dinamita. Lo cierto es que no puede dejar de relacionarse la explosión artificial con la erupción natural. Partiendo de este supuesto, se abre paso una poderosa y perturbadora imagen de nuestro pasado: la única erupción volcánica provocada por la acción humana. “Sólo en México se nos ocurre hacer algo así”, sentenciaba un buen amigo.

A cien años de aquel suceso inaudito, podemos relacionar el retorno del volcán dormido con la tragedia que sucedió cincuenta días después de la explosión de los cartuchos de dinamita, cuando el 10 de abril de 2019 fue asesinado Emiliano Zapata. Mientras se desplegaba la intensidad eruptiva del Popocatépetl, el dirigente campesino recibía las balas de los traidores. Sin asomo de demagogia, podemos afirmar que aquella muerte fue, a la vez, su renacimiento. Cenizas de lealtad que se posaron en la conciencia de generaciones entrelazando, para siempre, el rugir de un volcán milenario y la memoria del sur rebelde.




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