El piso está impoluto. No para ser un piso de estudiantes, sino en general. El parqué brillante, la nevera llena. Nada encima de la mesita del salón. Todo en su sitio en los cuartos de baño. “Ya hay bastante ansiedad en esta casa, el orden da cierta calma, somos los tres muy así”, dirá luego Isis S. Goberna, de 23 años. Ahora, en esta mañana destemplada de finales de junio en la que transcurre el encuentro, dentro del piso compartido de Moratalaz, un barrio de la periferia madrileña, no conviene hablar de la ansiedad. Isis presenta su trabajo de fin de grado. Con el tefegé (TFG) termina Periodismo, la carrera de la que se sabía las asignaturas desde que tenía 12 años: “Siempre lo tuve clarísimo, y ahora, de pronto, no sé qué hacer”.
En la pantalla dos profesores y otras cuatro alumnas tienen la charla protocolaria de toda clase por Zoom: “¿Me oyes?”, “no te veo”, “tienes el micro apagado”. El ordenador de Isis está bajo la cama alta, junto a un micrófono con el que hace podcast. En la pared hay un póster de Jaws, fotos en un corcho, post-it con citas en inglés. En las estanterías, todo Harry Potter, Scott Fitzgerald, Neil Gaiman, una guía zombi. También: un patinete, un balón de rugby, una guitarra con una correa de arcoíris. El TFG de Isis es una revista monográfica en papel, a la Jot Down, sobre inteligencia artificial. En la portada aparece una réplica del origami de unicornio clave en el ambiguo final de Blade Runner. Se titula ¿Sueñan los humanos con futuros eléctricos?
Los sueños de Isis han cortocircuitado. En el audio que envió a EL PAÍS respondiendo a la pregunta ¿cómo es ser joven en 2021? suena triste y tranquila. Su voz aparenta muchos más años de los que tiene: “Llevo trabajando desde los 16 y pensaba que uno acababa quemado con el trabajo a los 50, pero aquí estoy con una baja por estrés y ansiedad, intentando hacer malabares para acabar la carrera, pagar el alquiler y cuidar de mi salud mental, sin ninguna perspectiva de trabajar de lo mío, ni llegar a tener la vida que quiero”.
Hace un mes los malabares se le desparramaron por el suelo. Isis trabaja a media jornada en una cadena de cafeterías multinacional. Durante el confinamiento estuvo de ERTE porque tienen un contrato “decente”, según ella, de seis euros la hora por 18 horas semanales. Con eso, su pensión de orfandad (su madre murió cuando tenía 18) y lo que le pasa su padre de la pensión de viudedad suma cerca de 800 euros y va tirando. Paga 350 por la habitación en el piso de Moratalaz que comparte con sus amigos Jaime, al que conoce desde el colegio, y Paula, de la carrera. Antes trabajaba de tramoyista en un teatro. Le gustaba más, pero no llegaba a fin de mes. “La cafetería me dio cierta estabilidad económica, pero me quitó la emocional. Te sientes inútil todo el rato, no solo porque no es lo que quieres hacer, ni por trabajar, que estoy acostumbrada… Es la sensación de no tener ningún feedback positivo, de cumplir un millón de normas absurdas, de que nada de lo que haces tiene valor, ni va a ningún lado; no supe gestionarlo”. Lo dice con más pena que rencor. Tras el confinamiento, concentrada en su proyecto de fin de grado, volver a poner lattes pudo con ella. Ya acudía a un psicólogo de la Seguridad Social: una sesión de 20 minutos cada tres meses (”te dan consejos como que hagas yoga, no da tiempo a mucho más”). Un día, después de un turno en la cafetería en el que dos personas hicieron el trabajo de cinco, Isis volvió al piso sin aire. Taquicardia, mareos… cuando empezó a sentir que se le dormía la espalda se fue a urgencias. Diagnóstico: parestesia y una baja de 90 días por estrés y ansiedad. La derivaron a psiquiatría, donde le recetaron Sertralina, un antidepresivo en dosis bajas. “Parece que la solución es medicarte y devolverte al sistema lo antes posible”, dice Isis que aun así lo prefiere a las benzodiazepinas (ansiolíticos en la base de medicamentos como Orfidal, Trankimazin o Lexatin).
La mención de las “benzos” abrirá luego un debate en el ordenado salón. Los tres chavales comentan con conocimiento sus efectos secundarios, el enganche que producen, su inutilidad a largo plazo. Jaime, como muchos de sus amigos, las ha probado, automedicándose con el botiquín de sus padres. Él ha tenido una forma de psoriasis nerviosa que le provocaba pequeñas necrosis de la piel de las manos. Paula somatiza sus “pensamientos negativos y paralizantes” en forma de dolor de estómago. “No solo charlas con tus colegas de música o películas, también de esto, nos apoyamos, nos salvamos unos a otros… Hablar de salud mental en nuestra generación está totalmente normalizado”, dice Paula, afirmando que de sus siete íntimos “como cinco van a terapia”. A ella le acaban de pasar el contacto de un psicólogo que cobra 50 euros la hora. Isis no encuentra nada por menos de 45 y no se lo puede permitir, los de la Complutense cobran 30, pero están “totalmente colapsados, no tienen un hueco hasta octubre”, cuenta. En una larga charla sobre unos espaguetis carbonara, los amigos teorizarán sobre el tiempo que les ha tocado vivir. Posibles citas para poner en post-it:
— “Con la salud mental ha pasado como con el feminismo, antes se pensaba que era un problema de puertas adentro, pero cuando se empieza a compartir, ves que le pasa a todo el mundo: el problema no eres tú, es el sistema”.
— “Tenemos una exigencia brutal para completar unos estudios que solo ofrecen un futuro incierto, te sientes como Sísifo cargando la roca montaña arriba una y otra vez”.
— “¿Generación de cristal? Es terrible que se nos critique por ser sensibles, claro que nos han criado en la atención y el mimo más que en la autoridad, ¿cómo puede eso ser malo?”.
Pero eso será luego. Ahora Isis tiene que presentar su TFG. Sus amigos le enseñan los pulgares y la tranquilizan (”disfrútalo”, “es el mejor trabajo de esa facultad”), sobre todo porque los profesores han machacado a sus dos compañeras anteriores. “Prrrrr, prrrrrrr”. Isis hace ejercicios vocales aprendidos del teatro mientras se frota nerviosa los muslos. Respira, abre el micro y empieza a explicar su trabajo con humildad, pasión y una calma prodigiosa.
“Es muy madura; su vida ha sido una partida en modo experto”, dirá luego su amigo Jaime, dueño de la Nintendo Switch que adorna el frugal salón. Isis la cuenta sin tapujos: su familia tenía dinero hasta que dejó de tenerlo, su padre ha trabajado un poco de todo y su madre, que falleció de cáncer cuando ella empezaba la carrera, fue cantante y llegó a Eurovisión (con el grupo Trigo Limpio). Luego hubo momentos difíciles, incluidos dos desahucios de niña. Tras el segundo, sumado a episodios de bullying por ser “distinta”, Isis sufrió una depresión no diagnosticada (“me la comí solita en mi cuarto…”). “Me he criado siendo consciente de la precariedad, quizás por eso ahora me gustaría tener todo más atadito”, dice. Y también, mirando a sus amigos: “No tengo un sitio donde volver, esta es mi casa casa”. Aun así, se queda con lo bueno: una “relación fantástica” con sus padres, los amigos que encontró por el camino, el deporte, la lectura. Al futuro tampoco mira con rabia. Sí con desesperanza: “Acumulo cansancio, me siento mayor”. Quería haberse ido a Londres o a Berlín (”a ser un rato joven”) pero el Brexit y la covid lo frustraron, la única vía a medio plazo para seguir adelante es apuntarse a un máster a media jornada y que la bequen. “Con eso y un trabajillo, ir tirando”. Tiene “muchas ideas, formatos, proyectos periodísticos”. Y un pero: “Los tendré que ir haciendo por mi cuenta, los grandes medios son una élite inaccesible para alguien como yo, incluso si consigues una beca para hacer un máster profesional te piden dedicación completa, ese ‘darlo todo’ es solo para quien tiene un respaldo económico”.
Su ambición es otra: “Estar sana y tener cerca a la gente que quiero”. “Lo punki ahora es cuidarse y cuidar de quienes te rodean”, dice. “En un sistema que solo quiere que produzcas, el amor es revolucionario”. ¿Y laboralmente? “Trabajar de algo que no me dé ganas de saltar por el balcón… Y en plan muy ambiciosa, poder escribir historias”.
Las que ha escrito para su TFG tienen recompensa. Los profesores se deshacen en elogios: “Hay periodismo y esmero”, “es una mirada original”, “ningún expediente académico se compara a presentar esto en una empresa”, “es un ejemplo palmario de lo que debe ser un trabajo de fin de grado”. Palmario. “Aquí huele a matrícula”, susurran sus compañeros de piso, sujetándose las ganas de abrazarla. Isis mantiene el tipo, farfulla un abrumado “Jopé, muchísimas gracias” y cuelga. Solo entonces exhala un enorme suspiro, doblándose sobre sí misma en la silla y se deja achuchar por los suyos.
“Me he sentido útil, que valgo para algo”, dirá luego, “todo lo contrario a lo que sentía en la cafetería”. Pero es un final agridulce, abre la puerta de un gigantesco “¿Y ahora qué?”. Ella ha cumplido su parte. El mundo, de momento, no acompaña. En una vitrina del impoluto salón, el unicornio de origami se sujeta delicado y complejo sobre sus patitas de papel.
Capítulo 6. Estado de ánimo
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