Protestas en Cuba: las cosas por su nombre

Una patrulla volcada en mitad de la calle, dos jóvenes negros encima. Parecen gritar algo que llevan susurrando toda la vida. La garganta convierte al individuo en ciudadano, es el lugar en que confluyen la idea y el cuerpo, el músculo sonoro. La palabra de la protesta explota en la garganta, no llega a la boca ni a la lengua y convierte a la eufonía en la principal categoría ideológica del discurso cívico.

En la foto, el joven de la izquierda extiende una bandera cubana, manchada de rojo en una de sus franjas blancas. Hay destrucción alrededor, fachadas cubiertas de hollín, ladrillos, objetos y gente pobre en la calle. El semáforo está en verde, lo que acaso explica por qué la imagen sigue en movimiento conciencia abajo, atravesando las carreteras del asombro y la furia nacional, convirtiéndose en el emblema de las manifestaciones multitudinarias que este 11 de julio se sucedieron en toda Cuba, casi en cada municipio y ciudad, o al menos en más municipios y ciudades que las que puede recordar cualquiera que haya vivido y fenecido bajo la larga sombra del castrismo.

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La gente no sabía bien qué exigía, pero tampoco necesitaban averiguarlo. Lo que la gente comprobaba era algo más sencillo y potente, algo que quiebra la cápsula política del autoritarismo y vuelve múltiple lo real, como un precipitado de hechos largamente contenidos: que podían hacer lo que desde siempre les han dicho que no se puede hacer.

Esa intervención en el espacio público ubica al lenguaje en su lugar. “El pueblo unido jamás será vencido”, gritaban muchos que no tenían tiempo para lanzar un nuevo lema, y que operaban así sobre el pasado, el único territorio de la invención. “La calle es de los revolucionarios”, decían los funcionarios del oficialismo, pero la palabra en el aire no tiene dueño. No es de quien la dice, sino de quien la merece, y una idea históricamente excluyente, de consecuencias fascistas, encontró por primera vez a esa criatura en tantas ocasiones invocada y pocas veces vista, el pueblo.

El presidente Miguel Díaz-Canel, en transmisión nacional, llamó a la guerra civil. “La orden de combate está dada. A la calle los revolucionarios”, y dio un golpe pusilánime en la mesa, sin mucha convicción.

¿Qué ha provocado todo esto? Hay catalizadores que actúan sobre una estructura de administración de la vida social ampliamente deformada: la ausencia de liderazgo político, la crisis sanitaria y el aumento de muertes por el coronavirus, la escasez galopante, la represión, el encarcelamiento y la vigilancia constante a disidentes y artistas cada vez más conocidos fuera de sus círculos laborales o afectivos, pero, sobre todo, la presencia de un Estado que actúa como una corporación y la pérdida de valor del salario en un país dolarizado, donde el trabajo se paga en una moneda que no sirve para nada.

En Sobre el gobierno privado indirecto, el filósofo camerunés Achille Mbembe dice: “El fin del salario en tanto que modalidad por excelencia de la clientelización de la sociedad y su reemplazo por ‘pagos ocasionales’ transforma, en efecto, las bases sobre las cuales se convertían hasta el presente los derechos, los traspasos y las obligaciones y, por tanto, las definiciones mismas de la ciudadanía postcolonial. Ciudadano es ahora aquel o aquella que pueda tener acceso a las redes de la economía sumergida y subsistir a través de esta economía”.

Ese es el punto ciego del conflicto cubano, lo que nos permite subvertir la lógica mediática de los rejuegos políticos gubernamentales. La propaganda estatal acusa a los manifestantes de mercenarios, una tropa de élite equipada con piedras y palos, vestida con ropas raídas, y en la cara la expresión seca y rabiosa del hambre. Mientras, el alcalde de Miami, Francis Suárez, pide estúpidamente una intervención militar en Cuba. Finge preocupación por quienes protestan, hace política interna y le regala al régimen de La Habana un argumento lo suficientemente jugoso para sostener un poco más el castillo de naipes de la Guerra Fría. Esa intervención inexistente, y la baza del embargo económico —estrategia que mucho condenamos no solo por ilegítima, sino también por ineficiente— son las piedras de toque de la retórica oficial.

Díaz-Canel, este lunes en la mañana, pareció por momentos presa del miedo. Volvió a pedir el fin del embargo, y el vocabulario típico del funcionariado burócrata no le alcanzó para nombrar sin remilgos ni solemnidades a Mia Khalifa, la exestrella del porno que en días anteriores había tuiteado sobre la situación sanitaria en la isla. “Y hay que ver aquí cómo, en toda esta campaña, acudieron a todos los youtubers y a todos los influencers que pudieron en redes sociales, incluyendo una determinada artista con determinadas características que empezó apoyando el bloqueo y parece que después la presionaron, y terminó… ehhh… diciendo que yo soy un tirano y algunas de esas… ehhh… ehhh… algunos de esos epítetos”, dijo el presidente, trastabillando, su moral comunista mancillada.

Sabiendo, además, que la gente que se tiró a la calle es la misma que ve el televisor, y que no puede seguir acusando de mercenarios y financiados a quienes tienen los bolsillos vacíos (algo que todo el mundo en Cuba cree del otro, hasta que te acusan a ti), Díaz-Canel rebajó el tono: “En ningún momento hemos querido molestarlos, querido pueblo”, dijo. Si así fuera, lo han disimulado bastante. Las protestas no solo se abalanzaron contra el cuerpo policial del castrismo y sedes del Partido Comunista o el Poder Popular, sino que también saquearon esas parroquias capitalistas diseminadas por cada pueblo: las tiendas en divisas a la que pueden acceder quienes reciben remesas del extranjero y que fijan muy claramente quién es quién en Cuba, y a qué clase pertenece.

Los batallones del orden se disfrazaron de civil y salieron a dar palos. Esta estrategia, una copia de los métodos paracos utilizados en Colombia para sofocar o manipular protestas populares como las que hubo recientemente contra la reforma tributaria del Gobierno de Iván Duque, bastaría por sí sola para revelar cuál es el verdadero signo político de la casta militar cubana. En el socialismo real la aristocracia se rige a partir de contratos ideológicos que esconden la desigualdad estructural y disfrazan la vigencia de las leyes del capital bajo un manto épico-mesiánico que muchos, en otras partes, están dispuestos todavía a comprar.

La información ahora es poca y confusa, llena de especulaciones. El internet ha sido cortado. Necesitamos, ciertamente, que Cuba no esté contada solo por los cubanos. Que las experiencias afectivas que los extranjeros han tenido con la historia de la isla se sometan a juicio crítico, y que también sometan a escrutinio nuestra falsa excepcionalidad. Sin embargo, ningún altar personal ni sueño utópico íntimo vale más que cualquiera de los cuerpos que a esta hora han desaparecido, están presos o, incluso, baleados.

La reacción no es más que la insistencia en una idea abandonada por los hechos. Brecht decía que la política es el arte de pensar en la cabeza de los otros, pero yo creo que es más bien el oficio de sentir en el corazón ajeno.

Carlos Manuel Álvarez es un escritor y periodista cubano.

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