Julio Moguel
I
El pasado 10 el julio Doña Amalia Solórzano de Cárdenas cumplió 110 años de haber llegado a este mundo. Murió el 12 de diciembre de 2008, a los 97 años. Mujer extraordinaria y ejemplar de todo tiempo y época de México, acompañó al General Lázaro Cárdenas desde aquel entrañable momento en que, siendo ella aún una jovencita –y estando el general en campaña para la gubernatura del estado de Michoacán– se conocieron y empezaron a verse y a cartearse cuando ella vivía aún en el singular y maravilloso pueblo de Tacámbaro.
La conocí en 1988, cuando Cuauhtémoc Cárdenas contendió por primera vez en los procesos electorales en lucha por la presidencia del país. A principios de los años 90, puedo decir, no sin orgullo, que ella y yo tejimos una relación personal que con el tiempo se convirtió, al menos para mí, en una amistad entrañable.
En los años noventa confeccionamos y publicamos juntos un libro que lleva como título Estampas para el recuerdo, y en medio de esa tarea fue creciendo otro libro que lo he archivado para darle ahora los últimos toques y publicarlo, con el título de Buenos días, General.
En homenaje a sus 110 años de vida eterna, integro aquí ahora un breve fragmento del libro que, si Dios y el coronavirus nos dan licencia, saldrá a la luz en 2022, con el sello editorial de Juan Pablos Editor.
Sólo queda agregar, en esta breve introducción –para que el lector conozca en contexto de lo que aquí se escribe–, que el General Lázaro Cárdenas supo, en enero de 1970, que tenía un cáncer que lo haría morir en algún día cualquiera de los meses siguientes.
II
Eclipse
Doña Amalia no cree en premoniciones, ni en señales o designios divinos, pero últimamente no ha dejado de pensar que el eclipse que viene y que desde hace varios días se anuncia por todos los medios de comunicación algo tiene que ver con la vida del General. ¿Bueno o malo? Para ella es ahora imposible descifrar lo que no proviene en realidad de la bóveda celeste sino de su propio corazón, de las acumuladas angustias generadas por la enfermedad reciente de su esposo que, todo mundo le dice y le repite, es pasajera, afección controlable, nada. Pero la opresión del pecho no deja de existir porque alguien diga, los insomnios se repiten sin piedad y las dudas caminan por la mente entre las horas, y es por ello que el sábado 7 de marzo de 1970, en la mañana, en espera del eclipse, ella piensa que tal vez los astros algo quieran decir, y algo le digan.
Los que saben de esas cosas informaron a los medios que la Luna llegaría puntual a su cita con el Sol a las once horas, veintinueve minutos, dos segundos. En la mañana muy temprano el doctor Agustín Arroyo les hizo llegar unos lentes especiales, que para que no se les quemara la retina. ¿Lo observarán desde el jardín de la casa de Andes? Es una tentación reforzada por los que allí laboran, quienes ya se hicieron de unos vidrios ahumados para observar la comunión astral. Pero Lázaro y Amalia deciden verlo por televisión, pues los nietos se encuentran de visita desde un día anterior y no es cuestión de arriesgarlos a que vivan la experiencia sin la protección prescrita. Les interesa, además, escuchar los comentarios sobre el tema, de cómo se verá el eclipse en otras partes del planeta, y saber si se parece o distingue de otros eclipses del pasado.
Son las once en punto cuando la exaltada voz del locutor informa que éste será el tercer eclipse total de Sol del siglo XX que se contemple en México. Que el primero fue en 1900 y el segundo en 1923. Y dice también que otro día de marzo, pero éste de 1951, los mexicanos disfrutaron uno parcial que fue visible en todos los rincones de nuestra geografía.
¿Cuál será el radio de visibilidad del eclipse? Un mapa se muestra en las pantallas televisivas: se observará en su fase total desde una zona que empieza en el Océano Pacífico, muy cerca del Ecuador, atravesará México por los estados de Veracruz y Oaxaca, cruzará el Golfo de México para penetrar hacia el norte por Florida y Georgia, bordeará la región costera de Carolina del Sur y del Norte, continuará por Nueva Escocia y Terranova y terminará aproximadamente al sur de Islandia.
En la isla de Cuba también existe una notable expectación, pues allí se verá parcial, pero en un ochenta y cinco por ciento en la Habana, siendo el eclipse más importante por su magnitud en los últimos cuarenta y siete años. Por ello, ni tardos ni perezosos, los gobiernos de la URSS y de Alemania del Este ya han enviado a la tierra de Castro sendas expediciones científicas para observar el fenómeno, contando para tal efecto con el extraordinario radiotelescopio que los soviéticos donaron en 1969 al Instituto de Astronomía, de la Academia de Ciencias de la isla, así como con equipos de radiosondas y ozonosondas y un espectrofotómetro.
A las once y quince aparecen en la pantalla electrónica imágenes de gente apretujada en las esquinas, balcones y azoteas, enlazados todos por el único interés de ver lo que pase allá en el cielo, de observar la maravillosa fusión de Luna y Sol, de Sol y Luna –poder de las ensoñaciones asociadas, hermoso coito del milagro andrógino–, algunos de ellos con sus binoculares de cartón y vidrio de fondo de botella, otros con gafas precarias hechas con películas veladas, de esas que la Secretaría de Educación Pública recomendó “sólo si se superpusieran cinco de ellas”, sin faltar los que lograron proveerse con caretas para soldadura, esperando el momento, cuando llega al fin la hora y el minuto y el segundo, y en el vitral televisivo se observa cómo la Luna se desliza majestuosamente en su piragua de nubes para abrazar al disco incandescente.
La estampa se vuelve suprema cuando la Luna oculta al Sol en forma plena y corona su redondez con una hermosa cabellera dorada. La atmósfera enfría entonces ligeramente mientras informes sombras caprichosas envuelven objetos, personas, animales, y sutiles rumores envuelven el ambiente. Los faros de los coches se iluminan de improviso y los claxones estallan, cuando en algún lugar del ámbito terrestre las aves marinas confunden sus quehaceres y vuelan en parvadas para buscar refugio, y en el zoológico de Chapultepec los animales enloquecen.
En el punto geográfico de mayor visibilidad de ese milagro natural, un Miahuatlán convertido desde días atrás en la capital científica del mundo, además de astrólogos, antropólogos, etnólogos, físicos y esotéricos, se concentran: turistas de toda laya y color, extranjeros y nacionales; hippies veinteañeros en búsqueda de aventuras o de la energía sideral; marxistas, leninistas o maoístas trasnochados y de los otros; militantes y propagandizadores activos del sexo libre; activos de la iglesia de los santos de los últimos días, católicos (los más) y protestantes; plutócratas disfrazados de gente común, con su tropel de chóferes, empleados de cuello blanco y sirvientes; profetas del fin del mundo o de la resurrección total; psicólogos y médicos a modo, para lo que se ofrezca en el momento del éxtasis global; pintores abstractos o costumbristas, en búsqueda de alguna próxima inspiración; practicantes del budismo zen y aprendices de brujo; amantes de los hongos y del peyote; cantantes, artistas espontáneos o labrados y filósofos de por sí o por aprendizaje sedimentado en aulas, cafeterías, bares y cantinas; cronistas, periodistas, reporteros, poetas, locos y desahuciados. Y todos ellos rezuman una extraña calidez extática.
El próximo eclipse de Sol que se verá en México, sabe Doña Amalia, será el 11 de julio de 1991, con una duración de más de seis minutos, y el último eclipse total del siglo XX que se observará en algunos puntos del planeta será el 11 de agosto de 1999, en una franja que se extenderá desde la Gran Bretaña hasta la India.
Estos últimos podrán verlos los nietos, murmura doña Amalia, mientras Lázaro piensa sin mover un solo músculo de la cara que él no contemplará ninguno.
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