Despiadadas vacaciones en el mar

Laura Dern dijo en su momento que la única razón por la que su personaje en Iluminada ha sido de lejos el más querido que ha interpretado desde Ellie Sattler (la paleontóloga de Jurassic Park) tiene que ver con que Amy “llama a las cosas por su nombre”. Y eso mismo podría decirse de la siguiente ficción, dolorosamente absurda, de Mike White. En este The White Lotus (HBO), la serie más veraniega de la historia, con permiso de la adorable y titánica Vacaciones en el mar, más contenedor de historias que historia en sí misma, blande la espada de sus diálogos salvajes contra el deshumanizado y desesperado universo del rico. Y, al hacerlo, da un repaso al primer mundo, que obvia e ignora, cruelmente, todo aquello que no tiene que ver con él.

Porque sí, The White Lotus, el resort donde se instala el festín de personajes propuesto por White —un banquete de despiadados y a veces, simplemente, perdidos neuróticos— es un espejo de un mundo, el nuestro, en el que unos sirven— y tratan de ser meros instrumentos “intercambiables”, como apunta el maestro de ceremonias, o capitán de barco en tierra, Armond (un excelente Murray Bartlett)— y otros exigen ser servidos, como “hijos únicos” mimados en exceso. Cuando se enfadan, dice Armond, “hay que recordarles las cosas que ya tienen, porque son todos niños, niños pequeños, y su padre es este sitio, que los considera a todos especiales”. Pensemos en Shane Patton. Es enormemente rico. Acababa de casarse con una periodista preciosa, pero la habitación donde los han instalado no es la que vio en su visita virtual. Y ya todo le parece horrible.

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Como Vacaciones en el mar, la serie de White comienza con la recepción de los vips. Aunque antes hemos visto una escena de aeropuerto que anticipa el fin, a la manera de Big Little Lies, protagonizada por Shane (Jake Lacy), quien provoca una antipatía instantánea. Una impertinente y desconsiderada pareja de, también, ricos se interesa por él en la sala de embarque del aeropuerto. ¿Vuelve a casa? Sí. ¿En qué hotel estuvo? El White Lotus. ¿No fue ahí donde hubo un asesinato? Ajá. Oh, vaya. Espero que lo pasara bien de todas formas, dice uno de ellos. Era mi luna de miel. ¿Y dónde está su mujer? Silencio, y luego una frase que podría haber pronunciado el personaje de Dern en Iluminada: “Déjenme en paz”. Es decir, sabemos desde el principio, que vamos camino de un sofisticado noir. Pero eso, por fortuna, es lo de menos.

Lo de más es la radiografía de una sociedad enferma de ego, un yo estratosférico que impide ver al otro, incluso cuando el otro está rompiendo aguas en pleno hall de ese lugar donde nadie ve a otro en realidad, porque ni siquiera se ve a sí mismo, solo un montón de cosas y, como dice el entrañable, enamoradizo y obsesivo personaje de Jennifer Coolidge, su propio y enorme “vacío”. Los verdaderos problemas —el más que posible cáncer de un anulado padre de familia, por ejemplo— no importan nada porque solo vale el momento. Puede que vuelvan loco a quien los sufre, pero a nadie más, porque nadie piensa en nadie más que en sí mismo. White actualiza sabiamente la familia disfuncional, la pareja disfuncional y hasta la amistad disfuncional y, con todo ello, actualiza el mundo de la ficción en la que la víctima (Alexandra Daddario) es la propia idea de lo humano.

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