Bajo un sol de justicia en pleno mes de julio que hace retorcerse al mismo asfalto, el templete de la estación de Gran Vía se erige como una puerta de entrada que da la bienvenida a la ciudad, una réplica del que construyó en 1917 el arquitecto Antonio Palacios y que se mantiene fiel a sus proporciones originales. Está hecho de un granito tan limpio, sin mácula, que parece hasta de cartón piedra. La parada de metro la ha inaugurado este jueves la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, tras casi tres años de larga espera por la demora en las obras. Pero hasta las seis de la mañana de este viernes no se ha abierto para los 66.000 viajeros diarios que se esperan gracias a la nueva conexión establecida con Cercanías Renfe y Metro en Sol, a través de una pasarela que comunica subterráneamente ambas zonas. No fue hasta ayer cuando se terminó la semana de pruebas de todos los equipos que hace Metro, según un portavoz.

Además, cuatro nuevos ascensores,13 escaleras mecánicas, reconocimiento de voz en las máquinas expendedoras de billetes y un espacio museístico con pequeños tesoros encontrados durante las excavaciones de los restos hallados durante los trabajos, resumen la nueva imagen de una de las estaciones más concurridas de la capital.
Las ganas de los madrileños porque se reabriera Gran Vía pueden compararse a lo que sentirán los catalanes cuando se termine la Sagrada Familia. Tres amigos, compañeros de clase de interpretación, están paseando con un refresco en la mano y se paran en seco. “¡Hala! No la había visto terminada. Con las obras parecía mucho más pequeña la acera. Me parece elegante y señorial”, dice Demi Ferrá, la más entusiasmada. “¡Es un milagro! Ya era hora. No entiendo cómo han tardado tanto”, prosigue Ana Megía. El que falta por pronunciarse, Joseba Goyeneche, añade: “Es como de la Warner. Da una sombra estupenda y para la lluvia también nos sirve. Ahora solo falta saber cuánto tardarán con la Plaza de España…”. Ante esa frase final, el trío se hincha a reír.

Una vez se toman las escaleras mecánicas, lo primero que salta a la vista es una pantalla gigante colgada de una pared que se usará para publicidad. Después, los nuevos tornos de la estación, son 17, más estrechos y más largos para que quepan más, adentran al pasajero en una escena propia de Blade Runner. Los colores fosforitos como si fuesen espadas láser brotan de las compuertas que dan acceso a los andenes. Cuando se iluminan de azul eléctrico indican al usuario que debe posar su tarjeta de transporte, el rojo es que algo ha fallado y el verde, vía libre.
A la hora de sacar un billete, una especie de tabletas enormes sustituyen a las máquinas antiguas. Son táctiles y pueden manejarse con la voz. Tecnología 4.0 y modernidad futurista para una estación clave en el corazón de Madrid, con una inversión de 10,7 millones de euros. La sensación de amplitud también es notable: la superficie útil se ha incrementado de 900 a 2.000 metros cuadrados.
El segundo nivel intermedio aloja un pequeño museo con los restos arqueológicos aparecidos durante las obras de excavación y ampliación de la estación. Carlos Zorita, responsable de infraestructura de Metro, explica que tenían documentado que el ascensor de Antonio Palacios podía encontrarse en algún momento. Así fue. Pero no solo eso, hallaron un escudo original de Madrid, con el oso y el madroño, hecho de azulejos con acabados metálicos, que se encuentra expuesto. El arquitecto siempre quiso dotar al suburbano de un aire noble y por eso cuidaba sus creaciones. También se encontraron con una bodega y pueden verse las vasijas rotas rescatadas o monedas de la época. Incluso la publicidad que antes se colocaba en el tabique de los escalones. Una de ellas reza: “Jabón Bicarbonatado Torres Muñoz”.

Para muchos madrileños el fin de las obras es también el de un gran quebradero de cabeza. Es el caso de Nacho Segovia, de 32 años, que trabaja en el Mcdonald’s que rodea la estación. Asegura que el ruido ha sido insoportable: “Y no veas el polvo que entraba. De hecho sigue saliendo porque ayer cortaron baldosas”. De inmediato pasa un dedo sobre la superficie de la puerta como si fuese la prueba del algodón. Él vive en Aluche y tenía línea directa a Gran Vía. La opción que le quedaba era bajarse en Tribunal o en Sol. Antes tardaba mucho menos en llegar, apunta.
La terraza del restaurante de comida rápida se tuvo que quitar, lo que disminuyó la afluencia de gente dispuesta a disfrutar de su Big Mac, afirma Segovia. Ha podido comprobar con sus ojos la evolución de las obras y, para no desesperarse, preguntaba a los obreros que se acercaban a comer algo. “Nos avisaban de que iban a tardar más de lo normal. Vi que las escaleras mecánicas, en vez de meterlas de una porque eran enormes y muy largas, las tuvieron que trocear y pasar por el socavón donde está ahora el ascensor”, declara, mientras apura el último cigarro antes de comenzar su jornada laboral.
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