Ivan Krastev (Lukovit, Bulgaria, 1965) se ha convertido en una voz fundamental para entender qué ocurre en Europa. El pensador habla y reflexiona desde su óptica liberal muy abierta, deudora de quien fue su maestro en Oxford, Ralf Dahrendorf. Con él se formó en el Saint Anthony’s College como uno de esos jóvenes que salieron de sus países hacia Occidente con ganas de beber de posiciones poco dogmatizadas y regar sus lugares de procedencia del pluralismo y las libertades que habían arrebatado a sus padres. Regresó, formó el laboratorio de ideas Centro de Estrategias Liberales y, en vez de meterse en política, se dedicó a la escritura y la reflexión. En Europa después de Europa (Universidad de Valencia) o La luz que se apaga (Taurus), escrito junto a Stephen Holmes, afrontó con crudeza una más que probable caída del continente, una posición que se ha abierto a un mayor optimismo en ¿Ya es mañana? Como la pandemia cambiará el mundo (Taurus), su ensayo sobre cómo la crisis actual ha afectado a nuestras mentalidades colectivas.
Pregunta. ¿Cree que Polonia y Hungría tienen suficiente fuerza como para poner los palos en la rueda de la UE que solía colocar antes el Reino Unido?
Respuesta. Lo hacen de manera simbólica. Acuden a las reuniones a veces con fuerza. En diciembre pasado, por ejemplo, creo que influyó en su posición la derrota de Trump, demostraron un ansia por aparentar que su debilidad no debía hacerles perder fortaleza ni ser marginados. Viktor Orbán ha jugado con la UE al gato y al ratón y ha hecho del farol su estrategia. Más cuando se han debatido asuntos fundamentales, como el reparto de los fondos, la negociación del Brexit… Y así ha ido probando a ver si aguanta hasta unas nuevas elecciones en su país.
P. Sin embargo, ha visto cómo ahora se aplica en serio la defensa de derechos fundamentales para que los socios obtengan partidas concretas a cambio. ¿Ha perjudicado eso su estrategia?
R. Eso ha hecho que de la estrategia del gato y el ratón Orbán haya tenido que pasar a un combate de sumo. Ahora les reta con que hay que echarlo del ring. La fuerza de esa posición en varios países se ha convertido en fundamental. No puedes explicar a la opinión pública que aportas fondos a según quiénes sin que respeten normas básicas en cuestión de libertades y derechos. Ahí, tanto a los polacos como a los húngaros les ha caído una buena. Se equivocarían de seguir por el camino que van. Lo tratan como un asunto de soberanía, sobre todo en los temas de derechos homosexuales. Pero, como ha dicho Merkel, claro, podemos mantener diferencias sobre cómo manejamos ciertos asuntos internamente, pero no sobre cómo repartimos el dinero. Si soy capaz de meterme en su cabeza, creo que ella está convencida respecto a Orbán de una cosa: que si en 2017 él era una opción contagiosa de riesgo, ahora no es más que una patología controlada.
P. De hecho, le han enseñado la puerta.
R. Sí, y ese farol no lo va a soportar.
P. Esta crisis de la covid ha permitido a Merkel cambiar radicalmente respecto a su postura en 2008. Ella entonces se aferró a una posición que casi aniquila el proyecto europeo. Pero ha sido capaz de verlo y actuar ahora de manera contraria.
R. Así es. A ella no le ha importado cambiar su manera de ver las cosas. Y no solo eso, sino que ha intentado crear un nuevo consenso basándose en esa nueva posición en Alemania. La crisis de la covid en eso ha sido muy interesante. Ha cambiado la rigidez o la obsesión alemana respecto al déficit. En 2009, 2010 o 2011, los alemanes no sufrieron tanto el golpe y pensaban que los demás países podían adaptarse a ellos en su rigor. Pero esta crisis los ha situado en posición de igualdad con el resto, de ahí que les haya sido más fácil entender la posición de los demás.
P. En el caso de Merkel, esa transformación llegó antes, con la crisis de los refugiados. En su libro Europa después de Europa sostiene que el de la inmigración será el gran asunto del presente. ¿No lo ha sido desde los tiempos de la Biblia?
R. Sí, cierto, con una diferencia. En los tiempos de la Biblia no existían los Estados-nación. Paradójicamente, la demografía y la democracia han ido de la mano en este asunto. En el siglo XX, al principio, durante la primera década, existieron dos Europas. Una más mestiza y multicultural y otra más homogénea. Después llegaron las revoluciones y las convulsiones extremas, con el resultado de que tendieron a una mayor homogeneidad y no a la diversidad. Homogeneizar étnicamente sus países era una condición. Llegaron las democracias, y en esa situación los números adquieren importancia. Se abren a la inmigración y los que llegan votan. Ese es el fenómeno Trump. Un miedo a que los hispanos, por ejemplo, adquieran suficiente poder como para echar a los blancos. Las sociedades en sus bases se sienten amenazadas.
P. ¿Y de qué manera, por ejemplo, en los países del Este europeo influye un sentimiento nacionalista más fuerte?
R. Los países del Este europeo, cuando formaron parte del bloque soviético, no tenían aspiraciones nacionalistas. Al caer el Muro, ese sentimiento volvió a aparecer, principalmente en Polonia. Rápidamente, los conservadores de allí vieron en la UE una amenaza a su forma de vida. La modernización de las costumbres que ha supuesto la integración y el desarrollo son un hecho. Los jóvenes acuden cada vez menos a la iglesia y se culpa de eso a la UE. Pero la gente quiere libertad y opciones distintas de vida.
P. Me interesa mucho su teoría del déjà vu. En España, por ejemplo, las generaciones crecidas en democracia han sido educadas en un sentimiento de integración en el mundo y en Europa. En el Este resulta al contrario, han sido testigos de la desintegración en el siglo XX y el XXI: para ustedes, la UE puede desaparecer de un día para otro como pasó en el Imperio Austrohúngaro y tras la caída del comunismo. ¿Cómo equilibrar esas dos mentalidades?
R. La gente habla de valores y no es tanto eso. La clave es el sentimiento, la sensación de lo que pueda venir.
P. ¿El trauma?
R. Sí, el trauma. En el Este, nosotros vivimos un trauma con eso. Lo que aprendimos de aquello es lo frágil que cualquier estructura política puede llegar a ser. Muchos países son conscientes de que su propia fuerza, además, puede hundir todo un sistema. Los húngaros, por ejemplo, desempeñaron un papel fundamental en la caída del Imperio Habsburgo. Eso queda en su ADN. No es que Orbán lo haya inventado. En el lado contrario, es interesante cómo algunas naciones con vocación imperial siempre quieren formar parte de algo más grande, que el Estado-nación se les queda corto, como a los portugueses, los franceses o los españoles. Más si fuera de sus fronteras existen rastros de su cultura o su lengua. Esta otorga un sentimiento de identidad en función de su dimensión. Yo, como búlgaro, solo puedo comunicarme en mi lengua con mis paisanos. Ustedes, los españoles, en ese sentido, pueden hacerlo con mucha más gente. Eso configura otra mentalidad.
P. En relación con ese tema, usted descubrió en la pandemia un asunto muy instintivo. De Viena, donde vive, decidió irse a Bulgaria para sentirse más seguro. ¿Por qué?
R. A ver, mi esposa dijo: “Mira, los hospitales en Austria son mejores que en Bulgaria, pero conocemos a más médicos allí”. La vulnerabilidad, la ansiedad de que si te ocurre algo vas a explicar perfectamente los síntomas y alguien los va a entender a la primera fue fundamental, aunque no estés en el mejor hospital del mundo. Hay mucha gente que al final de su vida decide regresar donde nació. Una de las razones es el olor, te da seguridad, te sientes más acogido, más cómodo.
P. ¿Encontró lo que buscaba allí?
R. Fuimos al campo, además, no a Sofía. Buscábamos esa proximidad física. Ni siquiera visitamos a nuestros padres por miedo a contagiarlos, y eso era paradójico. Pero vas allí y todo te resulta familiar. Si algo te va a golpear, mejor encontrarte en un lugar así.
P. Pese a que la pandemia ha sido además un golpe global, la búsqueda de la raíz se hacía más acuciante. ¿Otra paradoja?
R. En la pandemia, el concepto de solidaridad ha cambiado. Lo mejor que podías hacer con los tuyos era no visitarlos, pero lo cierto es que, aun así, la familiaridad se imponía como base para combatirlo.
P. No por eso deja usted de afirmar en ¿Ya es mañana? que la covid, pese a esa vuelta al origen, solo se resolverá por medio de una cooperación global.
R. No puede ser de otra manera porque el riesgo, además, depende de esa cooperación. No habrá forma de que los búlgaros se sientan seguros si los países vecinos no lo tienen controlado. Las soluciones nacionales no valen.
P. Acude usted a la ciencia ficción para hablar de ello. A Aldous Huxley, a Orwell.
R. Es que lo es. ¿Puedes meterte en la cabeza de un viejo campesino búlgaro y explicarle que la última etapa de su vida va a estar condicionada por un virus que viene de un lugar del que jamás ha oído hablar? Para eso debes recurrir a la ciencia ficción. Por otro lado, las teorías de la conspiración proliferan. Han ocurrido cosas tan increíbles que están fuera del alcance de nuestra experiencia personal. Tal extremo crea una desconfianza terrible que solo podrá combatirse con resultados. Por ejemplo, en el resultado que salga de la vacunación. Eso puede hacer recuperar cierta confianza.
P. Pero ¿de qué manera? Sobre todo, si un sector de líderes políticos basa su estrategia de éxito en la mentira sistemática.
R. Esa desconfianza ha estado ahí al principio de la campaña de vacunación, cuando determinados líderes se han visto en la obligación de pincharse ante las cámaras para romper la desconfianza de varios sectores de la población que decían: “Vale, vale, póntela tú primero”. Es más fácil confiar en un médico si es el único en el pueblo. Cuando los expertos empiezan a opinar o las farmacéuticas intentan convencernos de que su vacuna es la mejor, nos confundimos: hemos perdido la intuición sobre el mecanismo mediante el cual funciona el mundo. Antes la teníamos, a un nivel básico, pero la teníamos. En eso ha influido toda esa desinformación y todos esos políticos contándonos patrañas y contaminando.
P. ¿Han ganado la batalla los precursores de la desinformación? ¿Hay que felicitar a Putin, entre otros, por eso?
R. En gran parte, sí. En el caso de Rusia, juegan con una ventaja. No solo la tecnológica, tiene que ver con cierto cinismo. La desconfianza sobre todo de lo exterior es total, ellos creen que el mundo les engaña y por eso se sienten con derecho a engañar. A eso hay que añadir que hemos perdido la curiosidad en quienes no somos nosotros, quienes son diferentes a nosotros, que parecen marcianos.
P. Esa desconfianza en ambos extremos, esa ignorancia del otro, ¿llega a que todo se exagere, se polarice, hasta niveles insoportables también?
R. También. Y nos hace muy ignorantes, aparte de no tener ni idea de dónde provienen los peligros. Es algo que me asombra. En la era en la que, antes de la pandemia, hemos podido viajar y conocer mundo más que nunca, somos incapaces de entender a la tribu política contraria. En parte es culpa de ellos, las opciones políticas se han convertido en clubes privados, inflexibles. Nos movemos como turistas con toda normalidad, pero somos incapaces de penetrar en grupos sociales próximos a nosotros.
P. Esa es también la clave en su diferenciación entre turistas y refugiados.
R. Sí, sí. ¿Qué hace un turista alemán cuando va a Turquía? Se va a la playa con otros alemanes, pero eso no quiere decir que haya pasado ni un minuto en Turquía.
P. A pesar de la pandemia, con la reacción europea que se ha impuesto como solución a ella dentro de la UE, ¿es usted más optimista respecto a su futuro que al escribir Europa después de Europa?
R. Lo he sido en mi último libro, pero el riesgo principal que corremos sigue siendo el mismo: que no sintamos el peligro. Que creamos que todo va bien, que todo funciona perfectamente. Si somos conscientes de ello, empezaremos a comportarnos de otra manera. Parte del problema además en la UE es que no se siente el riesgo en las instituciones porque andan por ahí un poco sonámbulos. En Bruselas no se ven votantes.
P. ¿Le resulta una burbuja?
R. Sí, y no ven por qué fuera pueden existir problemas. Pero vino el Brexit, llegó Trump, apareció la covid y eso ha transformado la visión política de todo el mundo. Nos ha puesto en guardia.
P. ¿Aprender la lección nos ha servido?
R. No tanto a ser más optimistas, pero sí más realistas. Ahora sabemos lo que es una victoria y una derrota. Nos alegran las victorias pequeñas, podemos ser más precisos para diagnosticar problemas ya que no podemos controlar todo. Somos más cuidadosos. La historia ha enseñado al proceso de unión que cada hecho o cada crisis a la que ha sobrevivido ha sido una victoria. Europa se ha hecho experta en bailar con la crisis.
P. Estudiaba en Sofía cuando el régimen cayó y se fue…
R. Estudiaba Filosofía y, de repente, acabé en Oxford sin hablar una palabra de inglés. Pero tuve suerte y me quedé unos años. Después regresé a mi país. Era joven y allí estaba todo por hacer. Vivíamos esa sensación de renacer, de pureza. No teníamos la aspiración de integrarnos en nada, pero sí de ir haciendo conquistas y aportar nuestra experiencia a otros países. También nos sentíamos con esa capacidad.
P. ¿No le tentó la política?
R. No, aunque colaboré con algunos líderes, porque en política debes estar preparado para defender posiciones en las que no crees. Por eso me decidí a formar un pequeño think tank [laboratorio de ideas] en Sofía: el Centro de Estrategias Liberales. Me atraía además escribir para los medios, la idea de que un día viertes pensamientos sobre un papel y al siguiente los puedes ver impresos en un periódico me fascinaba, aparte del debate que eso podía generar. Luego me trasladé a Viena para buscar una sana distancia.
P. ¿Guarda la Viena de principios del XXI alguna similitud con la que fue en el XX?
R. Es una ciudad muy multicultural, pero, curiosamente, no lo sienten así. Hay muchos jóvenes cuya primera lengua no es el alemán. En la clase de mi hija, de 25 alumnos solo 4 son austriacos. Pues aun así, no sienten esa diversidad. Otra cosa que me fascina de la ciudad es que al pasear por ella puedes elegir un siglo concreto y meterte en él. Y eso cambia tu perspectiva. Pues la gente tampoco es consciente de ese poder arquitectónico. No tiene la influencia determinante de otras ciudades y por eso es perfecta para reflexionar.
P. Cuando se define como liberal, ¿qué quiere decir?
R. Mi maestro en Oxford fue Ralf Dahrendorf y él concebía el término liberal como alentador de ciertas libertades y derechos más que de aspectos económicos. Yo creo que la economía es muy importante, pero no lo explica todo. A los economistas les pasa como a los astrólogos en el siglo XVI. Tenían poder por las mismas razones: eran buenos en matemáticas y en hacer predicciones.
P. ¿Está en crisis el concepto “liberalismo” precisamente porque se ha obsesionado con la economía y ha dejado a un lado las libertades?
R. El liberalismo ha pagado un coste por hacerse hueco como una posición hegemónica. Pero es una posición tan plural, admite tantos puntos de vista distintos, que será preponderante. La base es que desde dentro del mismo siempre puedes mostrar desacuerdos. Para mí siempre ha sido antirrevolucionario y antidoctrinario. Por eso habrá siempre un espacio grande para el mismo pese a que han existido ramas que se consideran liberales que han hecho de él una doctrina.
P. Pero en esta época de polarización y posiciones extremas, que una posición así se haga hueco, ¿resulta difícil?
R. No es fácil, desde luego. Necesitas buscar tu espacio, pero, si no eres capaz de moderar las tensiones, no tiene sentido. Para mí, el liberalismo no es una ideología, sino una sensibilidad desde la que tratas de entender el mundo.
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