“Hay toda una ciudad cerrada a los ojos humanos que es nuestro lugar de trabajo”, describe un agente de subsuelo mientras calibra al aire exterior un aparato detector de gases del tamaño de un mando a distancia. El artilugio digital, además de los arneses y las botellas para poder respirar si las cosas se ponen feas en ambientes confinados, es el salvavidas con el que cuentan él y sus compañeros cuando se internan en ese mundo invisible que existe, silencioso y oscuro, bajo los pies de cualquier urbe. Aunque en ocasiones, la intoxicación llega antes de que el detector pite. Así pasó “hace cuatro años”, cuando uno de los policías nacionales que esta mañana trabajan revisando las entrañas de Santiago mientras los turistas pululan por las calles cayó “desplomado”, junto a otros tres compañeros. “Era el día del Carmen”, rememora. “Felipe VI asistía a la entrega de despachos en la escuela naval de Marín”. La explanada donde se celebra el acto “es terreno ganado al mar”, y por debajo corre “un río canalizado que es transitable”. Al pisar el lodo, envolvió a los policías una bolsa de ácido sulfhídrico. “Es la muerte dulce”, dice el agente, “afortunadamente, en el mar hacían vigilancia los buzos de la Marina, que nos sacaron de allí”. Aquel mediodía, los topos del Cuerpo Nacional de Policía acabaron todos hospitalizados.
Debajo del asfalto y los edificios no solamente palpitan las cloacas, algunas transitables, pero la mayoría no. También hay manantiales y ríos canalizados, seculares pozos de abastecimiento público reconvertidos en fuentes ornamentales; estaciones de bombeo y transformadoras de electricidad; vías de escape (o de reunión) de autoridades religiosas y políticas en épocas convulsas; criptas, catacumbas, caballerizas, fosos defensivos y demás estructuras medievales o de tiempos de los romanos que quedaron tapiadas, sepultadas y olvidadas cuando ya no hicieron falta. El último mes, y sobre todo los últimos 15 días, las linternas de los equipos de subsuelo de la policía nacional son las luciérnagas que brillan bajo el empedrado de Compostela. El 25 de julio, que en 2021 cae en domingo y por eso este es año santo, “en Santiago se juntará posiblemente más policía que ningún otro día en ningún lugar de España”, comenta uno de los agentes vestidos con mono azul mientras supervisa, esta mañana, un túnel con bóveda de piedra que acaba en unas angostas escaleras de caracol que suben al palacio arzobispal.
Los peregrinos y los turistas, que empezaron a llegar a cuentagotas tras el fin del estado de alarma, llenan ya las calles y las terrazas del casco histórico casi como si la pandemia no fuera más que un mal recuerdo. Ayer mismo consiguieron la Compostela (la acreditación de haber arribado caminando o pedaleando a la capital de Galicia) 1.022 personas, según informa la Oficina del Peregrino. En todo el mes de junio, llegaron 14.800 y en julio serán, como mínimo, el doble. No son las cifras de antes del virus, pero el número no para de crecer en un Xacobeo que por primera vez desde la Guerra Civil y por decisión del papa Francisco se extenderá dos años. “Si no hubiera coronavirus, estaríamos trabajando en este evento ya desde el año pasado”, asegura uno de los agentes mientras se ajusta un casco fluorescente que ayudará a localizarlo en caso de sufrir un accidente en alguna de las mil bocas de la tierra en Compostela.
Desde hace días los policías también precintan las tapas de las alcantarillas y todo tipo de instalación bajo el pavimento en los itinerarios que van a seguir los Reyes, la princesa Leonor y la infanta Sofía, además de Pedro Sánchez, para asistir a los actos oficiales mañana domingo. “Antiguamente les poníamos puntos de soldadura”, cuenta uno de los miembros del equipo, que rechazan aparecer en la prensa ni tan siquiera con sus nombres de pila: “Pero luego era un engorro para los trabajadores municipales y se nos quejaban”. Después de sellados, los registros del saneamiento quedan bajo vigilancia de los policías de superficie, mientras otros hacen guardia apostados en edificios y más arriba zumban los helicópteros. Los monarcas, los mandatarios políticos y el Papa dan “muchísimo trabajo” a los topos azules.
La visita del pontífice es algo que aún se espera en este Xacobeo 2021-2022. “El Papa es tope gama”, dice en tono de broma, pero muy en serio, uno de los miembros del equipo. “También lo es si viene Bruce Springsteen, pero no por el señor en sí, que tiene sus escoltas, sino por la enorme cantidad de público que un concierto así congrega”, ejemplifica en referencia al descontrol del aforo que hubo la última vez” que vino el cantante. “Ahora en Galicia no tenemos partidos Depor-Celta” (el equipo coruñés ya no está en la Liga de Primera División), “¡pero aquellos derbys eran como la guerra!”, exclama. Para el equipo de subsuelo en la autonomía, con 11 integrantes y base en A Coruña, esa ciudad, recorrida por “siete ríos subterráneos” también es complicada. Aunque “la más difícil” es Vigo, “con un colector gigante que va por debajo del mar” en la zona portuaria. Allí mismo, pero sobre la faz de la tierra, “está el auditorio que congrega los mayores mítines” en campaña electoral.
El butrón que mató a Carrero Blanco
El primer equipo especializado de España —y según explican los agentes que operan en Galicia también el primero del mundo— se creó en Madrid en 1958. En los años 90, y con motivo de la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona, se organizaron las 14 unidades territoriales y otras dos en la Presidencia del Gobierno y el Congreso de los Diputados para blindar los puntos vulnerables de esos inmuebles. Además del control de vertidos ilegales y el rescate en casos de derrumbe, la primera misión de la policía de subsuelo “es evitar actos de sabotaje y terrorismo”. “El atentado de Carrero Blanco”, perpetrado por ETA en 1973 en la calle de Claudio Coello de Madrid, “marcó un antes y un después” en esta especialidad policial, relatan, “porque fue la primera vez que se excavaba un butrón y se colocaban los explosivos de tal manera que reventasen directamente hacia arriba”. Aquí en Santiago, este grupo cuenta que ha tenido que vérselas con cócteles molotov arrojados a subestaciones eléctricas durante alguna protesta. El incendio provocado por solo uno de estos artefactos puede dejar sin suministro buena parte de la ciudad y “para los autores supone una victoria contra la policía”, defienden los agentes.
“El día del Apóstol, sobre todo por la noche” del 24 al 25 (cuando se celebra el espectáculo de fuegos artificiales) “es crítica”, confiesan. Además, el temor a un ataque islamista por ser sepulcro del “Matamoros” planea en el imaginario colectivo cada vez que se acerca la fecha. En la catedral, después de muchos años tapando con centros de flores la escena del degüello de los sarracenos mientras son pisoteados por el caballo blanco de Santiago, han aprovechado la rehabilitación de la basílica para retirar la escultura. Sobre el altar mayor, se repite la misma representación guerrera, con más oropel y en tamaño mucho más grande, pero pasa bastante desapercibida porque está muy arriba. Sin embargo, el peligro de una amenaza islamista centrada en esta ciudad tiene más de leyenda urbana que de consigna oficial: los agentes aseguran que Santiago “no está considerado objetivo especial” por esta circunstancia, sino que desde junio de 2015, “toda España está en nivel de alerta antiterrorista 4. Esto es, explican, el mismo “riesgo alto” para todas partes. Por encima solo está el nivel 5.
Esqueletos, fosos defensivos, arañas y un aire “asfixiante”
En las ciudades que como Santiago han crecido bajo el dominio “de la Iglesia”, o que han sido enclaves “estratégicos para el Ejército”, sobreviven “muchísimas estructuras” que hay que vigilar, desvelan los policías. De algunas, ni los archivos municipales ni la memoria de los hombres que transitan en la superficie tienen constancia, y algún día aparecen por sorpresa, “como ocurrió con los aljibes árabes en Toledo”, ponen por ejemplo, o con las decenas de silos excavados en la roca hace un milenio que afloraron en el corazón de Santiago en la década pasada. Cuanto más antigua es la ciudad, más capas bajo tierra acumula en el olvido. Estas cavidades han ido quedando “tapiadas” debajo de lo que los agentes llaman la “cota cero”, pero casi “nunca se rellenan”. En un año normal, cuatro miembros del equipo de subsuelo del Cuerpo Nacional de Policía supervisan dos veces a la semana infraestructuras como estas, o como la larguísima “cámara bufa” en la que en este momento se internan: un sistema tan antiguo como los propios cimientos del convento de San Francisco, ideado para ventilar la base de esta mole pétrea que se reedificó entre los siglos XVII y XVIII y hoy es hotel-monumento.
También bajo la propia catedral hay tanta historia oculta como la que ha crecido hacia arriba. Es el mundo de los muertos, la necrópolis de los romanos y los suevos, con tumbas abiertas y esqueletos a la vista, que ya existían antes del año 813, cuando el obispo Teodomiro reconoció los restos que la Iglesia sigue atribuyendo a Santiago el Mayor. Actualmente la necrópolis no está abierta al público, pero en este lugar, y también bajo el antiguo Banco de España, hoy Museo das Peregrinacións, hay parte de los sistemas defensivos que alcanzaron su máximo blindaje hacia el 960, cuando el obispo Sisnando temía que los vikingos llegasen desde el mar para asolar el incipiente universo religioso que iba prosperando en torno al sepulcro sagrado. Durante las obras de reforma del banco, en 2009, se descubrió que bajo la cámara acorazada había un foso. La estructura de defensa alcanzaba los seis metros de profundidad y estaba llena de agua.
Los policías aseguran que en los sistemas ocultos que revisan jamás se han topado con un caimán, pero “abundan las arañas”, algunas de un tamaño espeluznante. Galicia, en esto, es bastante ‘amable’ con el trabajo de los agentes de subsuelo, porque aquí, dicen, “hay, por poner un ejemplo, menos ratas que en Valencia y muchas menos cucarachas que en Sevilla”. El olor de las alcantarillas es también “bastante llevadero”: “enseguida te acostumbras”, aseguran. Aunque no pueden dejar de estar atentos al aparato que todos llevan en su equipo, y que pita ante concentraciones peligrosas de “metano, monóxido, CO2 y ácido sulfhídrico” o “cuando falta el oxígeno”. En el grupo de hoy, el que más abajo ha llegado ha estado a “22 metros de profundidad”. “Ahí la atmósfera es asfixiante”, recalca. No es extraño, añade un compañero, que “muchos jubilados nuestros padezcan graves enfermedades del sistema respiratorio”.
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