El Vaticano sentará en el banquillo este martes una parte de los desmanes económicos y financieros de los últimos diez años. El tribunal que preside el exjuez antimafia Giuseppe Pignatone juzgará a un grupo de diez imputados entre los que se encuentra, por primera vez, un cardenal. Giovanni Angelo Becciu, quien fue número dos de la poderosa Secretaría de Estado vaticana, es el acusado más importante de un histórico proceso que tratará de depurar responsabilidades en un “sistema podrido y depredador”, según el fiscal responsable de la instrucción, a través del que se utilizaron fondos destinados a la caridad para opacas inversiones, como la compra en 2015 de un lujoso edificio de 17.000 metros cuadrados en el elegante distrito londinense de Chelsea. La Fiscalía vaticana que dirige Gian Piero Milano considera que la supuesta trama realizó una gestión paralela de las finanzas del Vaticano durante una década y atribuye a los procesados delitos de estafa, blanqueo de capitales, malversación de fondos y corrupción. Sucede justo en el momento en el que la Santa Sede intenta mostrar transparencia haciendo públicas parte de sus cuentas y el agujero de 273 millones de euros que acumula desde 2016. El caso, además, permite descifrar algunas de las grandes luchas de poder en Roma en los últimos tiempos.
Quien quiera hacer carrera en el Vaticano busca estar cerca del Papa. Pero la mayoría sabe también que conviene no estarlo demasiado para no terminar ardiendo. El sardo Angelo Becciu (73 años), sustituto de la Secretaría de Estado en tiempos de Ratzinger y Francisco, quizá el mejor y más astuto fontanero que ha tenido la Santa Sede en décadas, fue durante años uno de lo hombres de mayor confianza del actual Pontífice. “El único que le decía las cosas a la cara cuando no estaba de acuerdo”, recuerda una persona que le conoce bien. Becciu era el tipo de alto cargo que sabía todo sobre casi todo el mundo, pero de quien casi ninguno sabía nada, sostiene ahora la investigación del caso. Resulta extraño, sin embargo, que nadie estuviera al tanto en la Secretaría de Estado, empezando por su titular, Pietro Parolin, de todo lo que está ahora siendo acusado.
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El 24 de septiembre, cuando descansaba en su apartamento del palacio del viejo Santo Oficio, Becciu recibió una llamada del Papa para convocarle de urgencia. Salió corriendo, caminó los 400 de metros que le separaban de Santa Marta, la residencia intramuros del Papa, y escuchó sorprendido cómo Francisco le pedía explicaciones sobre unos supuestos casos de corrupción y de trato de favor a familiares encargando y pagando trabajos para distintas nunciaturas. Saltaron chispas. El Papa no quedó convencido de su respuesta y sin más reflexión le pidió que renunciase a los derechos cardenalicios —algo solo ha sucedido tres veces en 120 años y que, de facto, le convierten en un simple sacerdote vestido de rojo— y a la titularidad de su dicasterio.
El departamento de comunicación de la Santa Sede no dio ni una sola explicación y esperó a que los cuervos, con las tradicionales filtraciones vaticanas, devorasen al prelado. Luego se comenzaron a conocer algunos aspectos de un caso que marcará para bien o para mal la reputación de los tribunales de la Santa Sede y su capacidad para mantener en orden el patio trasero de la propia casa.
La causa central del juicio que comienza este martes —por su envergadura tendrá que celebrarse en una gran sala de los Museos Vaticanos— es la compraventa del inmueble en Londres, que autorizó Becciu, costó alrededor de 300 millones de euros y se llevó a cabo mediante una serie de intermediarios que cobraron comisiones millonarias y que se reservaron el poder de bloquear futuros movimientos pese a que no habían aportado prácticamente capital. La operación se ejecutó con los fondos del Óbolo de San Pedro, teóricamente destinados a sufragar las obras de caridad de la Santa Sede. No era la primera vez. Y Becciu lo autorizó.
El cardenal se ocupó desde 2013 a 2018 de los asuntos más delicados de la Secretaría de Estado y lidió con los mayores escándalos del siglo XX, como los casos conocidos como Vatileaks o la histórica renuncia de Benedicto XVI. Su poder fue casi ilimitado, tuvo acceso a todos los secretos vaticanos y apareció, hasta el pasado septiembre, en todas las quinielas como papable en el próximo cónclave. El sector italiano reivindica desde hace tiempo el regreso de uno de los suyos a la silla de Pedro. Y Becciu encajaba. Por eso sobre este juicio pesa también la sombra de los tradicionales juegos de poder de la Santa Sede que ya liquidaron en este pontificado a presidentes del Banco Vaticano, auditores de cuentas y hasta a un poderoso ministro de finanzas (George Pell, acusado y absuelto luego en Australia por delitos de pederastia).
Una larga investigación que comenzó hace dos años recogida en unas 29.000 páginas permitió determinar que la actividad de los inculpados supuestamente supuso “pérdidas considerables para las finanzas [entre 73 y 166 millones]”, según Nunzio Gallantino, presidente del APSA, la organización que gestiona los inmuebles del Vaticano. Además, señala la acusación, los procesados se valieron para sus presuntos delitos también de los recursos destinados a las obras de caridad personal del Papa. La instrucción del caso ha pasado por Emiratos Árabes Unidos, Reino Unido, Jersey, Luxemburgo, Eslovenia o Suiza.
El banquillo del juicio está compuesto por personal eclesiástico y laico de la Secretaría de Estado, sala de máquinas del Vaticano, como Mauro Carliono, el secretario de Becciu, acusado también de espionaje, o el histórico banquero vaticano Enrico Crasso. Pero también por figuras de la entonces Autoridad de Información Financiera y personajes externos, activos en el mundo de las finanzas.
El cartel lo completa una misteriosa mujer de 49 años, Cecilia Marogna, supuesta experta en relaciones internacionales, a la que Becciu transfirió, presuntamente, hasta 600.000 euros en fondos reservados para llevar a cabo misiones diplomáticas secretas y proteger nunciaturas en zonas de riesgo. Pero parte de ese dinero se lo gastó en artículos de lujo como bolsos de Prada o un sillón de 12.000 euros, según ella misma reconoció. Marogna —de origen sardo, como el cardenal— nunca lo ocultó: “Tal vez el bolso era para la esposa de un amigo nigeriano que podía hablar con el presidente de Burkina Faso”. Ese dinero formaba parte de sus honorarios y lo gastó como quiso, defendió: “Yo no soy una misionera, no trabajo gratis”. Casi ninguno de los implicados lo hizo.
La operación de Londres permitió la entrada de una serie de comisionistas, como Raffaele Mincione, propietario de un fondo de inversión luxemburgués, que aprovecharon el tradicional analfabetismo financiero de los empleados vaticanos. Una vez descubierto el desastre y para deshacerse de Mincione, se eligió como nuevo intermediario a Gianluigi Torzi, un broker que negoció la salida de su predecesor, indemnizándolo con 40 millones de libras esterlinas (46,8 millones de euros) y modificando el acuerdo financiero para que el Vaticano finalmente se convirtiera en el único dueño del edificio. Pero Torzi, que fue contratado por el sucesor de Becciu (el venezolano Edgar Peña Parra), tomó el control de la propiedad del Vaticano (a través de acciones con derecho a voto) y luego extorsionó presuntamente a la Secretaría de Estado para obtener 15 millones de euros por su salida, según el texto de la acusación del tribunal penal.
La guinda del caso es que los fondos utilizados para la causa que se juzga procedían del Óbolo de San Pedro, el instrumento que canaliza las donaciones de todas las iglesias del mundo a la Santa Sede y que, teóricamente, se destinan a la caridad. Se recoge cada 29 de junio (unos 600 millones de euros). Se gestionaban desde la Secretaría de Estado —el Papa ha desposeído ya a este departamento de dichas funciones— y muchos, como el propio Becciu, defienden que debían invertirse en otras actividades para que su valor no menguase. En realidad, solo el 10% de ese dinero se usa para la caridad, el resto sirve para sufragar los gastos de la Curia romana, las nunciaturas, la comunicación e, incluso, los tribunales eclesiásticos. Sin embargo, esta vez, terminaron enterrados bajo los ladrillos de un edifico en Londres y en manos de comisionistas, espías y fondos de inversión.
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