“Soy una niña pequeña, así disfruto, como una niña”, dice Yulimar Rojas, una atleta de talento único, de ciencia ficción casi, antes de transportar al triple salto en un viaje alucinante a una nueva dimensión. A un espacio en el que solo habita ella, una niña de Barcelona, Venezuela, que se emocionó un día ante la tele viendo a Teddy Tamgho ganar un Mundial y decidió, ya, sin dudas, sin más, ser como él, como aquel francés, tan lejano, que daba tres botes y volaba, y el estadio se emocionaba, y ella quería sentir esa emoción, que le calara hasta los huesos. Es oro en Tokio, y récord mundial con 15,67 en una prueba en la que la gallega Ana Peleteiro es bronce.
A los 25 años, Yulimar reclama para sí esa emoción en un estadio vacío y cálido porque en Tokio hace el calor de su tierra, y su humedad, y ni una brisa caritativa lo aligera, pero se siente en su calle, una niña, y se ríe. “Así es mi tierra”, dice. “Húmeda y calurosa”. En su primer salto, 15,41 metros, bate el récord olímpico como haciendo así, chascando los dedos, como un mago, tan fácil hace aparecer de la nada una carrera fluida y potente, pasos amplios, de más de 2,70 metros al final, y no pierde un ápice de velocidad cuando, apoyos seguros, al final del pasillo, ante la tabla, da un bote, un paso, un salto.
Se eleva, vuela, alarga su cuerpo interminable, las largas piernas, su 1,92m grácil, elegante, y tan flexible, finísima como un junco de la ribera. 17 pasos y pum, pum, pum. Así juega una campeona en una final olímpica, que gana a la primera y tiene cinco para terminar el proceso, el método que dice ella también, como la escuela de música de su país y Gustavo Dudamel, y hace dos nulos de récord, y afina, y afina, e Iván Pedroso, desde las gradas, aconseja y aconseja, con sus gestos, con sus manos, con sus brazos, un director de orquesta con dos solistas surgidas de su conservatorio de Guadalajara.
Y en el sexto, la explosión. La perfección. Batida a 2,6 centímetros de la plastilina, largo hop, corto step, larguísimo jump que llega hasta los 15,67 metros, un territorio inexplorado, otro mundo, otra dimensión. El récord de los récords, 17 centímetros más, de un solo golpe, que los 15,50 que Inessa Kravets, ucraniana, estableció en Gotemburgo en 1995, dos meses antes de que naciera tan lejos como en Venezuela la mujer destinada a borrarlo. “Pero soy la misma niña”, repite, “que se mojaba en el ranchito [vivienda humilde] de Pozuelos, en Venezuela, la niña que también pasaba miedo con las tormentas, en la casa que se movía, que se empapaba de lluvia”, dice. “Y, ahora, mira. Soy una Yulimar Rojas consagrada aquí en Tokio, un ejemplo del poder de la lucha y la constancia. Y, ¡guau!, he llegado a vivir este momento que para describirlo la palabra es mágico. Y he ratificado mi poder, en el que siempre he creído, en mi gran calidad como atleta”.
Y como Ana Peleteiro, su compañera solista en la escuela afrocubana que el campeón Pedroso estableció en la ciudad española que más cómoda le resultaba para vivir a su mujer, azafata de líneas aéreas, cerca del aeropuerto de Barajas, se echa a llorar tras resistir con un ataque de hiperventilación las ganas, y luego fue una fuente. Como Peleteiro, su amiga.
Para Rojas, una niña, un juego. Para las demás, un asunto de una intensidad extrema, de vida o muerte, casi. Un concurso de triple como hace mucho no se veía, tan extraordinario. Porque Peleteiro también tenía motivos para llorar de emoción. Empeñada en seguir el camino de la grandeza, testaruda como solo ella puede ser, la atleta gallega, también de 25 años, también sangre africana, se enganchó y creció, y saltó en su primera final olímpica como nunca lo había hecho antes en toda su vida. Compitiendo como la gladiadora que anunció que sería, y no bromeaba, como si el foso de arena fuera la arena del Coliseo de Roma, Peleteiro necesitó batir dos veces el récord de España (14,77m en el segundo salto; 14,87m, una marca de nivel mundial, en el quinto, carrera muy corta, y, antes, en palabras de la gallega, “me di dos hostias en la cara y salió el salto”) para sofocar el peligro de la jamaicana Shanieka Ricketts, la medallista de plata en Doha. Terminó Peleteiro tercera, con el bronce, y no fue segunda, plata, porque para la portuguesa Patricia Mamona la pista de Tokio, la invitación de Yulimar Rojas a todas las triplistas del mundo a seguirla en su exploración del más allá también fue la señal: saltó 15,01m, récord de Portugal, y quedó segunda, la más cercana a la gran venezolana.
Rojas, como los músicos de Dudamel, se pone la bandera de su país sobre la espalda, como un chándal, y junta sus lágrimas y la emoción que buscaba, y que encontró en un estadio vacío y cálido, con las de Peleteiro, también envuelta en su bandera. La atleta española brotó imparable en 2012, campeona del mundo júnior, y tras mucho buscarse, y tras perderse en los laberintos de la vida, se reencontró en Guadalajara en 2017 con la vida que ama, con el saltador portugués Nelson Évora y con el maestro Pedroso, fabricante de campeonas. “Y”, dice Peleteiro, que no controla la emoción ni en las conferencias de prensa. “Yo estaba en la mierda e Iván me sacó”.
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