El cronómetro detenido. 45,94s. 400m vallas. Karsten Warholm. El grito. La boca le abarca toda la cara. Los ojos abiertos como platos. Las manos, rápidas, se dirigen a la cabeza. El retrato de la estupefacción. Flash. Luego, con el mismo impulso salvaje, las manos bajan al pecho y rasgan la camiseta, como para liberar el grito salvaje que sale de su boca, de sus pulmones. Y por el hueco, el corazón amenaza con escaparse en un alarde de taquicardia y envidia. Y los latidos acelerados de su corazón que busca recuperar su ritmo casi se oyen en el estadio, casi vacío, unos centenares de periodistas, otros tantos técnicos, atletas, voluntarios. Gradas inmensas sordas y silenciosas.
Fueron 400 metros, no lisos, como la marca podría hacer pensar, sino con 10 vallas de casi un metro de altas (91,4 centímetros) por el camino.
Una impresión así, una alucinación feliz, la recompensa del chute de emoción de quienes protagonizan, de quienes presencian, un momento único, que saben irrepetible, casi inmortal, no se vivía en un estadio olímpico quizás desde que David Rudisha corrió en Londres 2012 los 800m en 1m 40,91s. O, si no, desde que Usain Bolt, en Pekín 2008, dejó el récord del mundo de los 100m en 9,69s y, días después, el de los 200m en 19,30s. O, más aún, remontándonos a lo que dicen los libros de cómo se vivió en México 68 el salto de 8,90 metros de Bob Beamon. O, sin ir tan lejos, cuando Kevin Young rompió en la final de Barcelona 92 la barrera de los 47s en los 400m vallas, que entonces eso se pensaba imposible, porque hasta Edwin Moses, el mejor vallista largo de la historia, había chocado con ella.
Han pasado 29 años. Kevin Young ha resistido casi tres décadas. Su récord mundial cayó en julio. Lo batió ya Karsten Warholm, un noruego de 25 años que ha convertido las vallas en su vida, en su obsesión, y hasta cuando anda por la calle va contando sus pasos, 13 pasos cada 40 metros, de la valla primera a la novena; 15 pasos para abordar más fuerte, con más respingo en la salida, con más aceleración, la décima, el Tourmalet que a todos devora. Con un récord de 46,70s llegó Warholm a Tokio. Una marca provisional. Lo saben todos. En la final, se presiente la noche anterior, la misma mañana bajo el chaparrón. Se sabe. Rai Benjamin, de Mount Vernon, Estado de Nueva York, 25 años como Warholm. Ninguno de los dos había nacido en el 92 del entonces joven Young. No hay duda: el atleta estadounidense que tan cerca está de Warholm, a centésimas, pero siempre detrás, le empujará. Habrá nuevo récord mundial. Seguro. Lo sabe también Kevin Young, que, le tira la tierra, apuesta más por su compatriota. “Warholm ha alcanzado su límite”, asegura. “Benjamin es más rápido. Corre los 100m en 10,03s, los 200m en 19,9s. Si hay alguien capaz de bajar de los 46s, y no es una locura aunque me llamen loco por decir que esa barrera puede caer, es Benjamin. La única ventaja de Warholm es que como ha sido atleta de decatlón tiene más capacidad de aguantar el dolor en la recta, a la que suele llegar muerto por sus salidas rapidísimas, lejos de él el vicio del cálculo”.
Benjamin será muy rápido, pero, le recuerdan a Young, en los 400m lisos nadie de entre los finalistas le ganaría al noruego, que es campeón de Europa en pista cubierta de la lisura, y a los 21 años ya corría en menos de 45s (44,87s) la distancia sin vallas. “Y”, dice Sergio Fernández, el plusmarquista español, “Warholm sería capaz de correr los 400m lisos en 43 bajos… Una locura”.
Entre la octava y la novena vallas, Benjamin acelera, y parece que se acerca a Warholm, que ha salido como un loco, como siempre, salvaje. Se acercan, casi a la par, siempre el noruego un pasito por delante, a la décima valla, que ya no mide 91,4 centímetros, sino una enormidad que hay que escalar con las piernas ya casi paralizadas, garrotes, porque el ácido láctico las invade, y chilla, y el dolor es insoportable. Si un atleta piensa con la cabeza, en ese momento se detiene, deja de correr, se siente estúpido. Pero todos, ahí, piensan con las piernas. Ellas mandan seguir avanzando. Es el momento culminante del duelo. La décima valla devora a Rai Benjamin. Lanza a Warholm hacia un tiempo detenido que no se creía, quizás, que existiera.
Ha corrido tan bien Benjamin, tan rápido, que acaba en 46,17s, 53 centésimas menos de un récord mundial que, si no existiera Warholm, habría batido él, y todos hablarían ahora de él, y no del rubio noruego. Un noruego que se hizo famoso primero por poner cara de modelo de Edvald Munch, el pintor deprimente de El grito, cuando, en 2017 ganó su primer Mundial, y repitió en 2019, en la Doha que era un horno también, como Tokio. Warholm corría por la calle siete, su favorita, que la llamaba lucky seven porque siempre ahí le pasaba lo mejor de su vida, y esta vez, demostrando la estupidez de las supersticiones, corrió por la seis, con Benjamin por su interior, en la cinco, una liebre buena. Y el tercero, el jovencito brasileño Alison dos Santos, como aspirado por el ritmo imposible que se desarrollaba a su lado, acercó su larga zancada y su cara quemada desde que a los 10 años derramó sobre su cuerpo, accidentalmente, una sartén de aceite hirviendo, hasta una marca también inferior a los 47s e inferior al récord de Young en Barcelona, 46,72s, nueva plusmarca latinoamericana. Nunca en una carrera hubo un derribo tan estrepitoso de una marca tan señalada.
“Se me ha preguntado muchas veces sobre la carrera perfecta y yo contestaba que no existía. Bien, pues esto es lo más cerca que he estado nunca de ella”, dijo, ya un poco serenado el atleta noruego. “Esto es de locos. Es de lejos el mejor momento de mi carrera. He estado entrenando como un demente para esto. Me costó dormir la noche antes porque tenía mariposas en el estómago. Era una sensación que pensaba que ya no tendría al hacerme mayor, pero la tuve”.
Seis finales olímpicas han pasado desde el Young de Barcelona 92. Por primera vez, en la mañana de humedad alborotada por la lluvia anterior, la brisa ausente, el calor, del Estadio Olímpico de Tokio, 31 grados, 73% de humedad, según la hoja oficial de resultados. Un 3 de agosto de 2021, a las 12.20 de Tokio (5.20 de la mañana en la España, donde aún está lejos el amanecer) un hombre bajó de los 46s en los 400m vallas. El loco vikingo Karsten Warholm. Y el mundo se queda con la boca abierta, sin hipo. Como el chaval de Ulsteinvik entrenado por el viejo Leif Olav Alnes que pasa su tiempo libre haciendo construcciones con Lego. Y un corazón a mil.
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