Rincones fascinantes por explorar para viajeros con ganas de aventura

A los GPS les pasa lo mismo a la hora de localizar un alojamiento rural en el interior de Mallorca que un asentamiento en la costa este de Groenlandia. No les vale con el nombre del sitio para ubicarlo, necesitan sus coordenadas. A la mayoría de destinos a los que viajamos lo hacemos en coche, tren, avión y barco, excepto a Santiago de Compostela, ciudad a la que los peregrinos llegan andando o pedaleando. Hay otros sitios a los que solo se puede acceder a bordo de un sumergible, como a la fosa de las islas Marianas, una depresión del fondo marino en el Pacífico que alcanza los casi 11.000 metros de profundidad. A otros solo llegan sondas, como a la heliopausa, una zona entre el sistema solar y el espacio interestelar, a 22.000 millones de kilómetros de distancia de nuestro planeta. Muchos más que los que recorrió bajo el agua el Nautilus de Julio Verne, el autor nantés que imaginó antes que nadie un mundo subacuático y la llegada del hombre al centro de la Tierra y a la Luna. Viajes que, más de 150 años después, siguen considerándose tan extraordinarios como de ficción.

Los helados Polos, las profundas simas oceánicas que tienen la altura que alcanza un vuelo intercontinental (unos 37.000 pies), los desiertos (calientes como el del Sáhara o fríos como el del Gobi o la Antártida), las húmedas y sonoras selvas, las frías y verticales cuevas y el ensoñado espacio no son solo parajes remotos, de difícil acceso. También son extremos, hostiles, salvajes, frágiles, duros y tan hermosos como peligrosos. Lugares en los que la falta de comodidades es el peaje que hay que pagar para explorarlos. Lugares que condicionan nuestra manera de vivir, que limitan el contacto físico, la higiene y la alimentación. Algunos sin oxígeno ni gravedad. A los que antes de ir también te preguntas, ¿y qué me pongo?

Sitios inmensos que se ven desde habitáculos diminutos en los que el único sonido que se oye es el flujo de oxígeno de la cabina y los ventiladores que están absorbiendo el dióxido de carbono. Como el sumergible biplaza de metro y medio de diámetro (espacio impuesto por la cámara hiperbárica que tiene) con el que Héctor Salvador se adentró en el abismo de la Sirena, en la fosa de las Marianas, en el área de influencia de las propias islas Marianas y Guam. Son 10.700 metros de profundidad que se alcanzan de manera paulatina. Tanto que si uno fuera caminando no percibiría el desnivel. Para llegar a estas profundidades hay que recorrer muchos kilómetros, cuenta por teléfono este ingeniero aeronáutico de formación que pilota y diseña sumergibles en la empresa Triton Submarines. El lucense se apasionó por la exploración a raíz de los actos de conmemoración de la expedición de Colón que se celebraron en 1992. Explica que aquella inmersión fue larga, de hecho es un récord. De cierre a apertura de escotilla pasaron 12 horas y en el fondo él y su compañero estuvieron casi 4. Tiempo que aprovechó para encender las luces del sumergible e iluminar casi 200 metros alrededor del vehículo. Este fondo marino es un lugar muy oscuro en el que no hay partículas en suspensión ni algas fotosintéticas, es un agua muy pura. Salvador recuerda que el paisaje era desolador, de contornos suaves, como el que muestran las fotografías de la Luna. Es un terreno que parece vacío. Sin embargo, vio que las rocas están colonizadas por anémonas y otras formas de vida bioluminiscentes. Biodiversidad desconocida que le ha hecho cuestionarse por qué la última frontera de la exploración tiene que ser el espacio si en los fondos oceánicos nos queda muchísimo por descubrir. Dice este hechizado por el mar, igual que lo estaba Jacques Cousteau, que nos peleamos por buscar una bacteria en Marte cuando en cada inmersión están descubriendo de dos a cuatro especies nuevas. Lo que pone en contexto sobre todo lo que nos queda por conocer de nuestro planeta.

La situación actual del desarrollo de los sumergibles es equiparable a la de la aviación civil a principios del siglo XX. Gracias a estas máquinas los océanos y sus profundidades se están abriendo. La empresa de Salvador cuenta con varios modelos: desde uno de una plaza y sumergible hasta 1.000 metros hasta otro con fines turísticos con capacidad para 24 tripulantes y sumergible hasta 100 metros, una profundidad aún con luz solar. Perder de vista la superficie es una barrera psicológica que impone y que cuesta unos 50 euros por inmersión y persona, en mangas de camisa y con aire acondicionado. Hacerlo a 25 metros de profundidad en las aguas antárticas, densas, pastosas y de poca visibilidad de la isla Decepción, dentro de un traje de una sola pieza seco, estanco, durante unos 35 minutos y con las orcas y focas leopardo merodeando, es lo que hace Javier Cristobo, buzo científico del Instituto Español de Oceanografía. Parte de su trabajo consiste en bucear ese fondo marino rico y diverso, “con la textura de un granizado”, según lo describe vía Skype. Es de las pocas personas que ha visto lo que hay sobre y bajo la Antártida. Mientras bucea no puede compartir con nadie la emoción de lo que está viendo: esponjas, estrellas, invertebrados varios, pingüinos y bosques de algas de cinco metros. Tiene que esperar a salir a la superficie.

Un enorme desierto helado

En la Antártida poder estar con otra gente es un regalo, explica también por Skype Javier Cacho, físico, investigador polar, divulgador científico, integrante de la primera expedición científica española a la Antártida y miembro de la Sociedad Geográfica Española (SGE). Un mesetario que dio a parar por casualidad al mayor desierto del mundo, la Antártida. Un continente separado de Tierra del Fuego, Sudáfrica y Australia por miles de kilómetros. Un lugar concebido para la paz y la ciencia, sin fronteras ni ejército, según recoge el Tratado Antártico. Aquí no hay poblaciones autóctonas, sí llegó a haber foqueros y loberos que se establecían de manera temporal y que se marchaban después de cazar sus piezas. Hoy este inmenso territorio lo habitan los científicos instalados en las bases ubicadas en la península Antártica y en la costa, principalmente. La base de Cacho estaba en la isla de Livingston, entre Tierra del Fuego y la península Antártica, un espacio que baña el mar de Hoces o de Drake.

Él no olvida las conversaciones telefónicas con su mujer durante su estancia en la base de Livingston. Todo está bien, cuenta que le decía él a ella (y al revés también), a pesar de estar en un lugar tenso, en el que tu vida está en peligro constantemente y en el que la naturaleza oprime. También recuerda lo silenciosa que es la Antártida, que trataba de memorizar sin éxito el paisaje que tenía ante sus ojos. Sí se le ha quedado grabado el cementerio de la base, unas cruces con un mar de fondo en el que flotan bloques de hielo. Como todos los que estaban y están en esas latitudes, el tiempo libre lo dedicaba a hacer turismo. Se iba a ver pingüineras, avistaba ballenas y aves y paseaba, cuando podía, acompañado por un geólogo. Cacho, que incluso tiene una isla con su nombre en la Antártida, entiende que haya gente que quiera ver lo mismo que él ha visto. Y para ello existen agencias de turismo deportivo como Antarctic Logistics Expeditions, que organiza expediciones polares. También la empresa sueca OceanSky tiene previsto operar un viaje al Polo Norte en dirigible por unos 196.952 euros, cantidad que da derecho a disfrutar de una cabina doble y acciones de esta compañía que pretende liderar la nueva era de la aviación sostenible a través de este tipo de aeronaves. Los pasajes de este viaje por el aire, pero con la sensación de hacerlo por el mar, en España los gestiona la agencia Elefant Travel. Y en Groenlandia, la agencia X-plore Group organiza expediciones enfocadas en una experiencia cultural y antropológica. Uno de los guías culturales árticos de esta agencia es Francesc Bailón, antropólogo cultural especializado en los pueblos árticos, escritor de obras y artículos y miembro de la SGE.

“Groenlandia es un autogobierno que tiene abierta la independencia del reino de Dinamarca y un destino final”, explica Bailón por videollamada. Aquí vienen los turistas que han visto mucho mundo. Circulan más quads y otros tipos de vehículos que coches. Las carreteras se encuentran en los núcleos urbanos importantes, a los que se llega en barco, avión o helicóptero. El medio de transporte más habitual es el trineo de perros. Este viajero polar diferencia la costa suroeste y el litoral este de Groenlandia. En la primera el turismo está más explotado, pero apenas llega el dinero a la población nativa. Es donde se encuentran las mejores infraestructuras, las ciudades grandes y el patrimonio. En la costa este, en cambio, los locales y visitantes interactúan. Es una zona salvaje que a Bailón le huele a perros, a sus excrementos y a mar. A diferencia de la Antártida, en Groenlandia sí hay población autóctona. El pueblo inuit se ha adaptado al medio sin transformarlo y todo gira en torno al frío.

Un océano verde

Si a Bailón fueron las comunidades árticas las que le incitaron a viajar a sus territorios, al zoólogo y documentalista Fernando González Sitges (también socio de la SGE) fue la fauna la que le llevó a adentrarse en la selva desde su querido Torrelodones. Una vez dentro descubrió a sus moradores y entendió que representan la magia que hemos perdido nosotros como seres humanos, además de ser una fuente de conocimientos infinita y delicada. En un descanso de la grabación que está haciendo en el Bioparc de Valencia y en el de Fuengirola, cuenta por teléfono que la selva es un entorno incómodo y que antes de que se masifique de turistas corre el peligro de desaparecer. Es un lugar difícil de ver: las mejores vistas de cualquier selva son desde el aire, cuando uno tiene la sensación de estar sobrevolando un océano verde. En su interior se oye a los animales, y González destaca los sonidos líquidos de los anfibios y ranas, dice que son una banda coral asombrosa. Los animales son los que nos ven a nosotros. En las selvas del Congo, Madagascar, del norte de Australia, Nueva Caledonia, en la Amazonía, en La Gomera, todo pica y todo es un riesgo. Son lugares sin luz llenos de vida, que huelen a tierra mojada. La selva es húmeda. Como también lo son las simas verticales de algo más de dos kilómetros de profundidad en cuevas de alta montaña de Abjasia, en el Cáucaso Sur, que explora Sergio García Dils, arqueólogo y espeleólogo de Cavex Team, además de miembro de la SGE.

Él y su equipo son como acomodados mineros, la cueva en la que se adentran ya está picada. En sus incursiones, que se pueden prolongar un mes, además de comida llevan material de buceo, excepto aletas porque las galerías son muy estrechas. Son aguas turbulentas de visibilidad baja al arrastrar barro. También cargan con unos cinco kilómetros de cuerda, ya que son muchas las maniobras que tienen que hacer y tampoco saben cuánto mide la vertical absoluta que se suelen encontrar al final de una galería. En el interior de estas cuevas el aire está limpio, el problema son los campos de cultivos que hay en los alrededores, los fertilizantes empleados, los excrementos de los animales y sus propios cadáveres. Para grandes longitudes usan el mismo sistema de respiración que el de los astronautas. Un aparato de recirculación del aire que hace que uno respire su propio aire una vez filtrado y enriquecido con oxígeno. Es más agradable porque no entra el aire helado en los pulmones. Aunque, en general, aclara que el ambiente es respirable.

La humedad de la selva y de las cuevas contrasta con la sequedad total del desierto del Sáhara. Por esas latitudes, en Agdz (Marruecos), vive y regenta el alojamiento Lodge Hara Oasis el fotógrafo Juan Antonio Muñoz. Este socio de la SGE recuerda durante una entrecortada llamada que el desierto desprende un aura romántica gracias al cine, a la literatura y las historias que emanan de este. Cree que el Rally Dakar es el gran prescriptor del desierto del Sáhara. Como fotógrafo que es, le gustan los juegos de luces, sombras y volúmenes que se generan a partir de millones de partículas en movimiento, dice que son tan abstractos como artísticos. También aclara que el Sáhara es un desierto cálido en el que no te mueres de frío. Por el día se puede estar a 54 grados centígrados y por la noche descender hasta los 34. Por el cambio climático la temperatura allí sube igual que el desierto avanza un par de metros y medio cada año.

La falta de humedad en el ambiente convierte los desiertos en excelentes observatorios astronómicos. En el de Atacama, en el llano de Chajnantor (Chile), se encuentra ALMA, el mayor proyecto astronómico del mundo.

La astrofísica Mireia Nievas Rosillo dice que no quiere ir al espacio, que no quiere llevar la vida de un astronauta. Prefiere ver las estrellas con los pies en la Tierra. Algo que puede hacer desde el observatorio de Roque de los Muchachos, en La Palma, como científica que es del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC), con sede en Tenerife. Observa y toma datos, sobre todo, de galaxias activas, que son las que le interesan. Cuenta, por ejemplo, que cuando pasas de un entorno cercano como la Vía Láctea a otras galaxias el tiempo tiene un comportamiento extraño. O que para conseguir velocidades de varios metros por segundo, que son muy rápidas, las sondas que se enviaron en los años setenta al espacio y que ni pueden usar combustible ni se las espera de vuelta, lo que hacen es robar energía a los planetas del sistema solar. El Centro de Comunicaciones del Espacio Profundo de Madrid, una instalación en Robledo de Chavela abierta a visitantes —aunque temporalmente cerrada por la pandemia—, recibe datos de estas sondas.

El espacio desde la Tierra, y al revés

A Juan Pedro Gómez, operador informático en la Universidad Politécnica de Cartagena, sí que le gustaría ir a la Luna, viaje que, si hace, ya será después de que Jeff Bezos haya volado menos de 11 minutos por el espacio a bordo de un cohete construido por su propia compañía, Blue Origin, que quiere comercializar los viajes al espacio. Gómez, de momento, se conforma con recorrer el mundo para ver eclipses, planetas, el Sol y la Luna con su telescopio refractor. Afición que le ha llevado hasta el atolón Tatakoto, en el Pacífico Sur, en la Polinesia Francesa. Él, que mira mucho al cielo, dice estar preocupado con la constelación de satélites de Elon Musk y la basura espacial, por el problema que supone para las observaciones.

Quien sí ha visto la Tierra desde el espacio es Thomas Reiter, astronauta alemán en la reserva de la Agencia Espacial Europea. A través del correo electrónico confirma esos sacrificios físicos y familiares que ha tenido que hacer para viajar al espacio. También dice que al otro lado de la atmósfera la Tierra se ve hermosa, frágil y singular en la infinidad del cosmos. Un lugar en el que destaca ese mármol azul en la negrura del universo, una Vía Láctea deslumbrante y la sensación de infinito. Alguien que ha estado donde muchos saben que nunca van a ir, cuenta que después de haber visto tantos sitios notables desde el espacio le parece aún más atractivo verlos desde cerca. El cosmos no es incompatible con la Montaña Palentina. Eso sí, Thomas Reiter cree improbable, al menos en los próximos 20 años, que el espacio se convierta en un lugar abarrotado de gente, como lo eran, antes de la pandemia, Barcelona, Venecia y hasta el campamento base del Everest.

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