Turquía arde desde hace doce días debido a los peores incendios registrados en décadas. En lo que va de año, han ardido más de 160.000 hectáreas de bosque, cuatro veces más de lo que era habitual para estas fechas de la temporada, según los registros del Servicio Europeo de Información de Incendios Forestales. El fuego ha engullido bosques y prados, especialmente en el suroeste del país, acabando con los medios de subsistencia de miles de turcos. Además, ocho personas han muerto, atrapadas por las llamas o mientras luchaban por evitar que el fuego se expandiese.
El humo cubre medio valle de Yatagan (provincia de Mugla), convirtiendo el sol en una bola anaranjada, y la luz de media tarde adquiere un tono marciano. Desde las villas concurren decenas de tractores que tiran de oxidadas cisternas de diversos usos ―en una se lee “Aceites Yilmaz”― pero que ahora van cargadas de agua para asistir a los bomberos que luchan contra el fuego. A través de una estrecha carretera de montaña entre peñas e inmensos cantos rodados se dirigen al pueblo de Haciveliler donde, unos kilómetros montaña arriba, se ha declarado el incendio. “No se puede pasar de aquí, las llamas se están acercando y es muy peligroso”, advierte un gendarme al final del pueblo. Dos helicópteros turcos y un avión ruso trabajan desde el aire, pero el viento es traicionero y las llamas descienden colina abajo, obligando a evacuar varias aldeas. Al cabo de unas horas, desde la carretera principal se incorporan a las labores de extinción tres TOMA, camiones blindados de la Policía con chorros de agua a presión que normalmente se utilizan para reprimir manifestaciones y que ahora, con la temporada de incendios, han hallado mejor uso.
“Los más mayores estaban muy preocupados. Pero los jóvenes nos hemos organizado, hemos subido a la montaña y hemos apagado una lengua de fuego para que no afectase a los panales de abejas que tenemos allí. Hemos perdido mucho bosque, al menos hemos salvado a los animales y ahora el fuego avanza más despacio”, explica Yigit, un adolescente de Haciveliler. No ha dormido en dos noches pues participa en las partidas de aldeanos que se han organizado para proteger el monte ante eventuales pirómanos, a los que achacan los incendios.
Los incendios descontrolados del Mediterráneo oriental, en imágenes
El de Yatagan es uno de los últimos incendios en declararse en Turquía, el pasado viernes, y el domingo aún no había sido atajado. Afectada por temperaturas extremas y una intensa sequía, la vegetación que puebla las laderas de la costa mediterránea de Turquía se ha convertido en un material altamente inflamable. Por ello, desde el pasado 28 de julio se han declarado más de 220 incendios, de los cuales la mayoría han sido controlados. En la provincia de Antalya, donde se han quemado unas 60.000 hectáreas, la lluvia hizo acto de aparición el sábado, contribuyendo a acabar con el fuego, y fue recibida por la gente en las calles rezando agradecida. Sin embargo, seis grandes focos siguen en activo, cinco de ellos en la provincia de Mugla, donde las condiciones meteorológicas han sido adversas y los fuertes vientos han provocado no solo que sea más difícil actuar contra el fuego sino que algunos incendios que se daban por prácticamente extinguidos se reavivasen.
Es el caso del que afecta a las montañas del sur del distrito de Milas, que las fuertes rachas de aire resucitaron el sábado y que se han extendido hasta volver a amenazar por segunda vez una central térmica. En la cima de una de las montañas afectadas se halla la aldea de Feslegen, salvada in extremis de ser engullida por un círculo de fuego.
“El fuego llegó desde muy lejos, se originó a unos 25 kilómetros. Hay quien dice que fue una chispa eléctrica o que lo provocaron. Yo eso no lo sé. Desde allí fue avanzando hasta rodear la aldea casi como un anillo”, explica el anciano Osman Balat: “Jamás en mi vida había visto un incendio tan grande y tengo 83 años y buena memoria. Aún me acuerdo de cuando tenía cuatro o cinco años y los alemanes habían conquistado el mundo”. Su ganado fue puesto a salvo en una camioneta y enviada a otra aldea cercana y él mismo fue evacuado. Su hijo Zeki se quedó solo, luchando contra el fuego. “El fuego venía por debajo, por las raíces del cultivo”. Osman señala la finca donde finalmente su hijo ganó la batalla, en la que se ve claramente la línea donde termina el terreno calcinado. Removiendo el suelo, con paladas de tierra y cubos de agua consiguió detener el fuego. “Al vecino le saltó una chispa y le quemó el almacén porque lo tenía lleno de estiércol. A nosotros, gracias a Dios, no nos alcanzó el pajar, que está pegado a la vivienda”.
Los alrededores de Feslegen son ya territorio fantasma. No hay apenas color, son bosques en toda la gama de grises del blanco al negro. El viento levanta ráfagas de una ceniza densa que se pega a la piel. Etrugrul da vueltas entre los árboles, como perdido, devastado él mismo ante tanta devastación. Es un hombre de campo y es su medio de vida, casi su vida entera, lo que ha ardido. “Ha sido el infierno, todo se ha quemado: nuestros pueblos, nuestros animales, nuestros graneros, nuestra vida. Es algo que no desearías que Dios se lo hiciese a tu peor enemigo”, lamenta: “He perdido mis olivos, los pastos para mis animales, mi casa sí la he salvado ¿pero de qué voy a vivir ahora? Aquí nos dedicamos a la ganadería y a la cría de abejas. Pero aquí ya no pueden pastar los animales y las abejas se han muerto o se han ido. No hay pinos, no hay miel. La vida se acabó. Es terrible, una desgracia”.
Mugla es conocida en Turquía no solo como uno de sus motores turísticos (de sol y playa), sino también por su producción agrícola y especialmente de miel. Hasta el 80% de la miel de pino que se consume en el país se produce en esta provincia. Según los expertos citados por la prensa local, unas 5.000 colmenas habrían ardido en los incendios. Es más, al quemarse los extensos bosques de esta provincia, se imposibilita la supervivencia de la marchalina hellenica, un diminuto insecto que se alimenta de la savia de los pinos y de cuyas secreciones se alimentan, a su vez, las abejas que producen la miel de pino.
El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ha asegurado que todos los damnificados serán resarcidos económicamente, aunque para muchos estas promesas no sean de mucho consuelo. Según datos del Ministerio de Agricultura y Bosques, más de 3.000 cabezas de ganado y unas 50.000 aves han muerto en los incendios y, solo en la provincia de Mugla, unos 350 edificios han sido arrasados o severamente dañados por el fuego. La empresa estatal TOKI construirá nuevas viviendas para aquellos que las han perdido, dando facilidades crediticias a sus dueños. “Algunos ciudadanos que tengan casas viejas pensarán ‘Ojalá mi casa se hubiera quemado’”, dijo Mehnet Özeren, un alcalde del partido gobernante AKP, en unas declaraciones que han sido utilizadas como ejemplo de la falta de sensibilidad del Ejecutivo hacia los afectados.
Ahmet, un joven de la zona que prefiere no dar su nombre real, se queja precisamente de que la respuesta del Gobierno a los incendios llegó tarde y fue insuficiente: “¿Por qué no enviaron a los militares? Normalmente, cuando hay una catástrofe natural así, el primero en llegar es el Ejército. Si hubieran actuado antes, no se habrían quemado tantos bosques”.
No pocos creen que parte de la dejadez tiene que ver con que las zonas más afectadas por el fuego son bastiones electorales de la oposición. Erdogan ha cargado, a su vez, contra los Ayuntamientos de la zona por no hacer lo suficiente, pero estos le han recordado que la protección de los bosques está encomendada, por mandato constitucional, al Estado central.
En el polarizado ambiente político de Turquía cada cual busca culpables en diferentes sectores. En la prensa progubernamental se habla de “sabotajes terroristas” y se señala a una oscura organización, autodenominada “Los hijos del fuego” y presuntamente vinculada al grupo armado kurdo PKK, que se ha atribuido la autoría en su web más como acto propagandístico que aportando pruebas. Esto ha llevado a que milicias vecinales salgan a patrullar sus zonas en busca de posibles “terroristas”, y han propinado palizas a ciudadanos de origen kurdo y periodistas cuya información no les parecía correcta. Ello a pesar de que el propio Ministerio del Interior ha reconocido que no hay pruebas de que los incendios hayan sido actos terroristas y de que el único detenido hasta el momento sea un chaval de 12 años que afirmó haber iniciado uno de los incendios de la provincia de Antalya afectado por el divorcio de sus padres.
Otros, en cambio, miran hacia el Parlamento turco que, diez días antes del inicio de los incendios, aprobó la apertura de zonas naturales, incluidos bosques, a inversiones turísticas “de forma controlada” y cedía al Ministerio de Turismo la posibilidad de recalificar algunas áreas. Con todo, el presidente turco se ha comprometido a que las zonas de bosque quemadas serán replantadas y no utilizadas para otros menesteres. De todas formas, es lo que manda la Constitución turca desde hace 40 años.
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