A finales de este mes de agosto abandonarán Afganistán las últimas tropas norteamericanas, excepción hecha de los destacamentos encargados de evacuar, a través del aeropuerto de Kabul, al personal diplomático y a los varios miles de colaboradores afganos que encontrarán asilo en Estados Unidos. España organiza también su pequeña operación conjunta entre Defensa, Interior y Exteriores, para evacuar a unos 40 afganos y sus familias que ayudaron a las tropas españolas que estuvieron destinadas allí varios años y que ahora se exponen a la venganza segura de los talibanes.
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“Los afganos tienen que luchar por sí mismos”, dijo el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, hace pocos días. ¿Y las afganas? ¿Qué va a ser de las mujeres que desde 2001, con la invasión de tropas de Estados Unidos y de la OTAN, volvieron a las escuelas y ahora son maestras, periodistas, médicas, enfermeras, secretarias, policías, concejalas o diputadas? Un 25% del actual Parlamento de Kabul son mujeres; más de 100.000 forman parte de concejos locales.
¿Cómo se van a defender? ¿Cómo se van a defender las orgullosas e infelices adolescentes afganas que aparecieron hace días en las calles de la provincia de Ghor empuñando viejos fusiles y desafiando la inminente llegada de los talibanes? ¿Son ellas quienes tendrán que derrotar a un ejército al que todo Estados Unidos no ha sido capaz de controlar? ¿Qué será de todas ellas? ¿Nadie en La Casa Blanca ni en la ONU se ha puesto enfermo cuando han oído que el compromiso talibán respecto a esas mujeres es “garantizar sus derechos de acuerdo con el islam”? Los talibanes no son el islam, sino una ideología político-religiosa con un extraordinario componente de opresión sobre las mujeres y hay aplastante evidencia de ello.
Los relatos de la periodista británica Emma Graham Harrison para The Guardian están llenos de admiración por esas decididas mujeres, pero no ocultan su pánico por la tragedia que se avecina. Las muestras de fuerza y de ánimo de las adolescentes y de las madres que intentaron educarlas en libertad son también muestra de su miedo y desesperación ante el abandono en el que quedan. Los talibanes no han cambiado: siguen considerando a las mujeres seres humanos inferiores que no pueden reclamar ni ejercer los mismos derechos que los varones. Periodistas como Graham Harrison dan todos los días testimonio de lo que sucede en los territorios que van cayendo en su poder: las mujeres no tienen permiso para salir a la calle sin compañía de un familiar varón, no pueden acudir a las escuelas públicas ni a los hospitales generales, no pueden trabajar y deben cubrirse totalmente (burka).
El pasado día 10 de agosto, The Guardian publicó un artículo sin firma pero escrito por una joven periodista de 22 años: “Hace dos días hui de mi casa en el norte de Afganistán por la llegada de los talibanes a mi ciudad… Sigo huyendo y no hay lugar a salvo para mí… La semana pasada yo era periodista, hoy ni tan siquiera puedo decir mi nombre… Tengo miedo y no sé qué me pasará… Todas mis colegas están aterrorizadas…, por favor, recen por mí”.
Quizás, además de rezar, las mujeres de todo el mundo podríamos hacer algo más, antes de que caiga sobre todas nosotras la mayor de las vergüenzas. Ya sabemos que cuando se aplasta los derechos de las mujeres en algún lugar del mundo solo se puede confiar en algo: en la fuerza, la furia de las demás mujeres. No permitamos que suceda lo que está a punto de suceder. Reclamemos derecho de asilo para las mujeres afganas que huyen, sean miles o decenas de miles. Apoyemos con dinero, con trabajo voluntario, como podamos, a todas las asociaciones y organismos que puedan hacerles llegar ayuda para resistir. Exijamos a nuestras diputadas y ministras que se organicen y actúen. Movilicémonos ya, ahora y con toda la furia de la que somos capaces. No lo permitamos.
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