En otoño de 2013 entrevisté a Malala en Birmingham, Gran Bretaña, en donde todavía se estaba recuperando del atentado sufrido un año antes, cuando un talibán le metió un tiro en la cabeza por el simple hecho de querer ir a la escuela (y por reclamar que las niñas pudieran seguir haciéndolo). La bala entró por debajo del ojo izquierdo, le destrozó la cara, cortó el nervio facial y rozó el cerebro, que se inflamó de tal modo que los médicos le quitaron la tapa del cráneo para aliviar la presión, y la adolescente (tenía por entonces quince años) tuvo que pasarse varios meses con los sesos al aire hasta que se los taparon con una placa de titanio. Cuánto he pensado en Malala en estos días. Si para mí el hundimiento de Afganistán ha sido angustioso, ¿qué será para ella? Todos los horrores que yo sólo imagino, ella los ha vivido.
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Los talibanes llegaron a los valles de Swat, al noroeste de Pakistán, donde Malala nació, cuando tenía diez años. Estaba leyendo la saga de Crepúsculo y creyó que venían los vampiros. Cuerpos decapitados aparecían en las plazas y las mujeres eran azotadas por no ir vestidas como debían. Quemaron los televisores, destruyeron las peluquerías, prohibieron la música y que las niñas fueran a la escuela. Si escuchaban demasiado barullo dentro de tu casa (risas, canciones), irrumpían en ella para castigarte: “No podías ni jugar a peinar tus muñecas”. Los músicos empezaron a poner anuncios en los periódicos diciendo que se arrepentían de sus pecados y que no volverían a cantar, para que no los mataran. Así es la vida en el infierno talibán, en el que las mujeres no tienen ni siquiera derecho a salir a la calle si no van acompañadas por un varón.
Es un delirio, pero lo aterrador es que el delirio a veces triunfa. Sucedió en el Tercer Reich, sucede ahora. Creíamos que nos habíamos liberado de los monstruos y no sabíamos que, al despertar, el dinosaurio aún seguiría ahí. La permisividad ante la corrupción, la falta de un proyecto suficiente de ayuda al desarrollo, el tentador dinero que la gente recibe por el cultivo del opio, que los talibanes controlan, son algunas de las causas de esta catástrofe. El caso es que veinte años después, tras muchos sacrificios y dolor y muertes que hoy se revelan inútiles, volvemos a estar como al principio. Qué digo, mucho peor. Porque ahora están más fuertes, durarán más. Y serán la cabeza del islamismo radical mundial.
Por eso no podemos mirar para otro lado. No podemos permitir un régimen que, como orgullosa muestra de su ferocidad, condena a la mitad de la población a una vida de degradación y esclavitud, a un lento genocidio. No podemos permitirlo por principio ético, pero, además, porque nos estamos jugando todos demasiado. Y no nos dejemos engañar por las promesas de templanza de los talibanes: son todas mentira. Durante el cerco de Mazar-i-Sharif, el portavoz talibán declaró a la BBC: “Han seguido la forma de vida occidental: hay que matarlos” (lo cuenta Antonio Elorza en El Correo). ¿Qué va a suceder con los cientos de miles de mujeres afganas que estudiaron, que se hicieron profesionales, periodistas, políticas, maestras, abogadas?
El 25% del parlamento democrático eran mujeres, y había más de cien mil en los concejos locales (datos de Soledad Gallego Díaz en este periódico). Sin duda las van a matar, o encerrar, o apalear, o mutilar. ¿Lo vamos a permitir? Las mujeres afganas son los judíos del nazismo de hoy, son los negros del apartheid. El emblema de un horror inadmisible. Con once años, en lo más oscuro de la tenebrosa noche talibana, Malala empezó a escribir un blog clandestino para la BBC. La primera entrada decía: “En mi camino a casa desde la escuela escuché a un hombre gritando: ¡Te mataré! Apreté el paso, pero para mi gran alivio vi que estaba hablando por su móvil y que debía de estar amenazando a otra persona”. Empiezan pegando tiros a las Malalas y terminan amenazándonos a todos.
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