Recuerdo que cuando leí los tres volúmenes de las memorias de Carmen Conde, Por el camino, viendo sus orillas (Plaza&Janés, 1986), redactadas en tercera persona, me costó mucho poder seguir su historia. El libro parecía escrito en clave o con el deseo de no ser entendido, al menos no del todo, circunstancia verdaderamente curiosa tratándose de un ejercicio autobiográfico. Solo al leer la biografía de José Luis Ferris (Vida, pasión y verso de una escritora olvidada, Temas de Hoy, 2007) comprendí los motivos de aquella opacidad narrativa y, al mismo tiempo, el oculto deseo de la escritora de abrirse paso dentro del obligado secreto y el conflicto en que había transcurrido buena parte de su vida privada. En los últimos años, múltiples iniciativas van arrojando luz sobre una generación de escritoras —Ernestina de Champourcín, Concha Méndez, Elena Fortún, Consuelo Berges, Elisabeth Mulder, Berta Singerman, Victorina Durán, Carmen Conde, Amanda Junquera, María Luz Morales, Ana María Martínez Sagi …— que tejieron una tupida red de relaciones y sentimientos compartidos exclusivamente entre ellas. Una especie de huis clos donde podían brillar sus ambiciones y esperanzas, así como desarrollar una pulsión sexual transformada a menudo en valioso elemento lírico. Sin embargo, muchas de ellas abdicaron pronto de su juvenil actitud inconformista y rebelde y se plegaron a casamientos de conveniencia (Mulder, Champourcín, Méndez, Conde, Fortún, Junquera) y es que pese a los avances obtenidos por las mujeres en los años veinte y treinta la misoginia intelectual y social pesaba demasiado. El escritor Pascual Santacruz ya advirtió en un artículo publicado en la influyente revista La España Moderna (1907) que el siglo XX iba a ser el “siglo de las marimachos”, en la estela de las apocalípticas ideas expuestas por el neurólogo Paul Julius Moebius. Carmen Conde, con una vida provinciana a cuestas e imbuida por la moral cristiana de su madre, se casó en 1931 con el poeta y crítico Antonio Oliver Belmás, un hombre posesivo, inseguro y enfermo que había hecho del casarse con la escritora cartagenera uno de sus objetivos vitales (“¡qué trabajo te costaba colgarte de mi cuello!”, le reprocha después de uno de sus encuentros, y ese reproche se convertiría con el tiempo en una letanía que no haría más que alejar a la escritora de una relación asfixiante y sembrada de culpas). Fue un matrimonio íntimamente desdichado.
La editorial Torremozas, convocante del premio Carmen Conde de poesía escrita por mujeres desde 1984, ha hecho mucho a favor de la recuperación literaria de la escritora. En 2018 publicó la muy interesante correspondencia entre ella y su amiga María Cegarra Salcedo, cruzada de 1924 a 1988, con un episodio de gran conflicto entre ambas en 1933, cuando se disputan la amistad de Gabriela Mistral (Cegarra lo hace sin ningún fundamento). Ahora se publica el impresionante epistolario con Amanda Junquera, el amor de su vida, y con la que mantuvo una relación, como se pudo, desde 1936 hasta la muerte de esta última, en diciembre de 1986. Pero la correspondencia, que permite valorar en toda su magnitud los sentimientos que abrumaban a ambas mujeres, alcanza solo hasta 1978, es decir cuando el alzhéimer que padecía su amiga hizo imposible ya seguir carteándose. Dos días antes de que muriera, la poeta anotaba en su agenda: “(T)oda la noche sin dormir, llorando por Amanda. Estoy deshecha”. Y escribe un poema titulado Premonición donde define su relación de cincuenta años como un amor, sin embargo, no crecido, una serie de puertas que se abren y se cierran sin poder disponer nunca de las llaves. Carmen Conde moriría diez años más tarde, a los ochenta y nueve, también olvidada de sí misma.
La relación amorosa con Amanda se desencadena a partir de una estancia de ambas en Ifach, los cuatro últimos días de junio de 1937. Se habían conocido poco antes, en una velada académica, el 3 de febrero de 1936. Las dos estaban ya casadas, congeniaron de inmediato. La escritora acababa de publicar unas cartas dirigidas a su admirada Katherine Mansfield en El Sol y le habla de ellas en los primeros intercambios epistolares que mantienen: “(L)a conversación es tan precisa como el aire cuando son palabras de calidad las que se oyen”. De hecho la incomunicación amorosa vendría a ser un tema importante en su poesía: cuando murió su marido, en 1968, Conde le dedicó un vibrante poema, Réquiem por nosotros dos, inspirado en unos versos de Bécquer: ‘Todo cuanto los dos hemos callado / lo tenemos que hablar’. Pero recuperemos 1937. Oliver se halla movilizado en el Frente Sur, la poeta le sigue en algunos de sus desplazamientos, pero consigue pasar unos días con Amanda. Aquella experiencia en el Parador de Ifach no solo las uniría definitivamente sino que se convierte en el eje a partir del cual la vida de ambas mujeres cobra forma, sentido y densidad. Dos mujeres que se amaban, que cuando no estaban juntas se escribían diariamente, se lo decían todo y sufrían por su falta de libertad: “¿Y por qué todo lo demás; por qué todo lo no tú?” escribe Conde, mientras la cultivada Amanda la echa de menos irremisiblemente: “Queridísima Carmen: ¡Cuatro días! ¿Cuatro mil? ¿Cuatro millones? ¿Fui contemporánea de los dolmen, de Leonardo da Vinci, de Napoleón tal vez? ¡En qué mal momento te has ido, Carmen!”. Y así, a lo largo de seiscientas páginas y una excelente edición, vamos conociendo los determinantes más profundos y desbordantes de una historia que se desarrolló secretamente, en un interior que, sin embargo, parece infinito.
Carmen Conde. Amanda Junquera. Epistolario (1936-1978)
Edición y notas de Fran Garcerá y Cari Fernández
Torremozas, 2021
668 páginas. 25 euros
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