Los talibanes han vuelto al poder en Afganistán. De inmediato, ha cundido el pánico. Personal de seguridad y altos funcionarios del Gobierno derribado, colaboradores de los Ejércitos y Embajadas extranjeros, y empleados de organizaciones internacionales están buscando la forma de salir del país cuanto antes. Atrás quedan activistas de la sociedad civil, defensores de derechos humanos, periodistas y, sobre todo, mujeres profesionales. Todos temen por su vida. Y sin embargo, la milicia islamista ha logrado llegar a Kabul sin apenas resistencia y ofreciendo una rama de olivo. ¿Quiénes son esos barbudos enturbantados? ¿Hay motivo para tenerles miedo?
Los precedentes así lo indican. Los talibanes ya detentaron el poder entre 1996 y 2001, tras una guerra civil que dejó el país reducido a escombros. Entonces, esos extremistas suníes implantaron un régimen basado en su interpretación de la ley islámica, la sharía, que castigaba a los asesinos con ejecuciones públicas, a los adúlteros con la lapidación y a los ladrones con la amputación de la mano derecha (a la que se añadía el pie izquierdo, en caso de reincidencia). Además, trataron de modelar una sociedad pura en la que prohibieron la música, la televisión, el cine y cualquier entretenimiento que no fuera la lectura del Corán.
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A los hombres se les obligó a dejarse la barba, pero las mujeres se llevaron la peor parte. Fueron confinadas al hogar. A partir de los 10 años no podían ir a la escuela, ni salir a la calle sin la compañía de un varón de su familia y cubiertas del ominoso burka, una tela que las oculta de la cabeza a los pies con apenas una rejilla a la altura de los ojos. El sayón ya era habitual entre las afganas de etnia pastún (de la que procedían los nuevos mandamases, que es mayoritaria en Afganistán y también se extiende al vecino Pakistán), pero no entre el resto de las comunidades del país. Con los talibanes, se hizo obligatorio y se convirtió en el símbolo de su opresión.
Las crónicas periodísticas de la época nos cuentan que esa retrógrada visión del mundo era fruto de su formación en las escuelas coránicas de Pakistán, donde fueron a parar los hijos de quienes escaparon de la guerra desatada por la invasión soviética. De ahí el apelativo de “estudiantes”, que es lo que significa el término pastún de origen árabe talibán, con el que se denominó a la milicia. Financiadas principalmente por Arabia Saudí, esas madrasas difundían una versión fundamentalista del islam suní. Los líderes que les movilizaron, un grupo de clérigos pastunes, contaron como mínimo con el apoyo de los poderosos servicios secretos paquistaníes, que siempre han buscado tener un Gobierno amigo en Kabul.
Las condenas a las violaciones de derechos humanos caían en saco roto. Solo tres países reconocieron al Emirato Islámico de Afganistán (Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos). Tampoco a los integristas, que se financiaban con el opio y la heroína, parecía preocuparles. Incluso desafiaron al mundo con un atentado cultural sin precedentes: la voladura de los Budas gigantes de Bamiyán, en marzo de 2001.
Los atentados del 11-S contra las Torres Gemelas y el Pentágono, en Estados Unidos, cambiaron las tornas. Washington llegó a la conclusión de que detrás de los talibanes estaba Al Qaeda, la organización terrorista que entonces dirigía Osama Bin Laden y a la que estos extremistas daban cobijo. La mayoría de los países (incluido su archirrival Irán) entendieron la voluntad de EE UU de castigar al régimen que amparaba a los responsables de la muerte de 3.000 personas y el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó por unanimidad la intervención militar en Afganistán.
La caída del Gobierno talibán fue cosa de pocas semanas. Los integrantes de Al Qaeda, una mesnada de extranjeros entre los que destacaban los árabes, salieron huyendo hacia los países vecinos, sobre todo Pakistán. Los talibanes, hijos de la tierra, escondieron las armas y volvieron a sus casas. No así sus dirigentes, que también cruzaron la frontera paquistaní y encontraron acogida en las zonas tribales, donde tenían lazos de parentesco o relaciones de sus tiempos de refugiados. Desde allí iban a planear y organizar la vuelta al poder que se ha consumado ahora.
Fernando Reinares, director del Programa de Terrorismo y Desradicalización del Real Instituto Elcano, precisa que los talibanes no se han hecho con el control de Afganistán en diez días. “Han culminado en pocas semanas un proceso desarrollado desde 2003, avanzado decisivamente en 2013, acelerado de modo irreversible en 2020 y terminado a partir de la segunda semana de julio de 2021”, explica en Twitter. Ha contribuido también el desmoronamiento del frágil y corrupto Estado afgano, cuyo Ejército, una vez retiradas las fuerzas de EE UU, apenas ha opuesto resistencia.
¿Son los mismos talibanes de los años noventa del siglo pasado? Sí y no. Al frente de su cúpula dirigente ya no están el misterioso clérigo Omar, que no se dejaba retratar y vivía recluido hasta el punto de que no se conoció su muerte hasta 2015, dos años después de que se produjera. Sin embargo, bajo el liderazgo supremo de su sucesor como “emir de los creyentes”, el mawlawi Hibatullah Akhunzadah, ejerce la dirección política del grupo el cofundador de la milicia y exguerrillero, el también clérigo Abdulghani Baradar. Los otros dos adjuntos a Akhunzadah son un hijo de Omar (al frente del aparato militar) y Sirajuddin Haqqani, que dirige la Red Haqqani, una milicia formada por su padre, que mantiene su autonomía dentro del grupo y lazos con Al Qaeda.
Muchos tipos de talibanes
Con sus elaborados turbantes, largas barbas e inquietantes miradas, los talibanes resultan muy fotogénicos; también muy fáciles de estereotipar como una panda de retrógrados ignorantes y deseosos de volver al medievo. La realidad es más compleja. Como constataba estos días el periodista afgano Bilal Sarwary, “hay muchos tipos de talibanes”. A las diferencias ideológicas entre las facciones que integran el movimiento, se suma la brecha abierta entre los dirigentes políticos, que han pasado años en el exilio donde han aprendido a relacionarse con el mundo, y los comandantes militares sobre el terreno, a menudo más rígidos.
Luego está la tropa. Miles de jóvenes que no han conocido otra realidad más que la guerra y el combate. Para muchos ha sido su primera visita a Kabul y algunos periodistas extranjeros les han sorprendido fascinados con la ciudad y haciéndose fotos con coches de gran cilindrada. Son parte de esos dos tercios de los 38 millones de afganos menores de 25 años que, por tanto, no vivieron la dictadura talibán. Por muy odiosa que sea su ideología y más apoyo que haya recibido de los países rivales de Estados Unidos, el grupo islamista también integra la sociedad afgana y, aunque sea como mal menor, cuenta con un apoyo que no se debe ignorar.
Sultan Barakat, director del Centro de Estudios Humanitarios y de Conflictos del Doha Institute en Qatar, señala que la milicia, “en su origen un movimiento nacionalista pastún, se ha expandido a otros grupos, lo que explica su conquista de las zonas uzbekas, tayikas, etc. No avanzaron por la fuerza, sino mediante alianzas”. Este académico jordano, que ha asesorado a los talibanes durante las negociaciones de Doha, considera un signo positivo que, de momento, no hayan declarado el emirato islámico. “Eso significa que están abiertos a otras ideas de gobierno colectivo”, dice durante una conversación telefónica.
Admite, no obstante, que los talibanes “tienen problemas con el concepto de democracia, al menos con la experiencia de democracia como se ha visto estos últimos años en Afganistán; no les gusta”. Al mismo tiempo, tampoco han previsto una alternativa. “Planificar no es lo suyo y han estado tan ocupados en poner fin a la presencia de Estados Unidos que no dedicaron suficiente tiempo a ello”, afirma. Según Barakat, ellos mismos se sorprendieron de la rapidez de su avance.
Los líderes políticos talibanes han lanzado un ejercicio de relaciones públicas en busca de legitimidad interna y externa. Si en 2001 no les importaba la opinión extranjera cuando cañoneaban los Budas o cerraban las oficinas políticas de la ONU en Afganistán, en 2021 están tratando de seducir a la comunidad internacional prometiendo que no van a permitir que su territorio se convierta en base para atacar a otros países y ofreciendo un Gobierno incluyente que respete los derechos de mujeres y la libertad de prensa, “dentro de la ley islámica”.
Ese discurso, que se repite desde que los talibanes empezaron a negociar con EE UU en Doha en 2018, también lo apuntaban los miembros más moderados del grupo en su primera encarnación. En una entrevista con EL PAÍS en mayo de 2001, el entonces ministro de Exteriores talibán, Wakil Ahmad Muttawakil, ya mostraba un discurso presentable para Occidente y defendía que hombres y mujeres deben ser “igualmente educados”, con la misma coletilla de la ley islámica.
Pero no todas las facciones respaldan ese enfoque o la amnistía general anunciada, tal como dijo a este diario Fawzia Koofi, una de las cuatro mujeres que negociaron con los talibanes en Doha. Las tensiones internas también se evidencian en las decisiones contradictorias adoptadas según las regiones en materia de educación o participación laboral de las mujeres.
La desconfianza de muchos afganos ha quedado en evidencia con sus intentos desesperados por abandonar el país a través del aeropuerto de Kabul, o arriesgándose a manifestarse contra el golpe de Estado. Otros tienen una posición más templada. “Es demasiado pronto para juzgar. Aún no sabemos si [quienes han tomado Afganistán] son la versión 1.0 o 2.0 [de los talibanes]. Debemos tener paciencia”, declara un exgeneral originario de Kandahar, el feudo de la milicia. Este hombre, que luchó contra ellos y ahora reside en Dubái, confía en que los islamistas “propongan un sistema aceptable para todos los afganos”.
La misma actitud han adoptado algunos políticos afganos como el expresidente Hamid Karzai o el jefe del Alto Consejo para la Reconciliación Nacional, Abdullah Abdullah. Ambos proceden de diferentes regiones y orígenes étnicos. Karzai es un pastún a quien los fundamentalistas intentaron asesinar en varias ocasiones durante su mandato. Abdullah (de padre pastún y madre tayika) perteneció a la Alianza del Norte, la alianza de milicias, que combatió al anterior régimen talibán.
Cabe desestimar su decisión como un gesto cínico para mantener alguna cuota de poder, en especial a la vista de los acuerdos que distintas regiones han alcanzado los antiguos señores de la guerra. También es cierto que, como apunta el exgeneral citado, los afganos están hartos de la violencia que sufren desde hace cuatro décadas. “La gente quiere libertad, respeto de los derechos humanos y democracia”, defiende. En estos momentos ambas cosas, evitar una nueva guerra civil y salvar las instituciones democráticas, parecen una quimera.
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