No había nadie que no adorara a Charlie Watts. Era imposible no hacerlo. Siempre elegante, discreto, culto, alérgico a las centellas de la fama que tanto gustan al resto de los Rolling Stones, sobre todo a Mick Jagger. Tan querido y tan respetado que cuando se supo la noticia de su fallecimiento, a los 80 años, las reacciones fueron incontables. Fue su representante, Bernard Doherty, quien comunicó la triste noticia, compartida por la banda británica a todos sus seguidores.
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“Con inmensa tristeza anunciamos la muerte de nuestro querido Charlie Watts. Ha fallecido en paz en un hospital de Londres hoy mismo rodeado de su familia. Watts era un amado marido, padre y abuelo y también, como miembro de los Rolling Stones, uno de los mejores bateristas de su generación. Pedimos que se respete la intimidad de su familia, de los miembros de la banda y de sus amigos más cercanos en este difícil momento”, compartió la banda británica en un comunicado hecho público en las redes sociales.
Watts se había sometido a una operación en Londres después de que los médicos observasen un “problema” durante una revisión rutinaria. En 2004, Watts ya había sido tratado de un cáncer de garganta en el hospital Royal Marsden de Londres. La cosa pintaba mal después de caerse de la gira que el grupo iniciará en septiembre en Estados Unidos. “Estoy trabajando duro para estar completamente en forma, pero hoy he aceptado, siguiendo el consejo de los expertos, que esto llevará un tiempo. Por una vez, mis tiempos han estado un poco fuera de lugar”, anunció el propio Watts para justificar su ausencia. Las cosas estaban mucho peor de lo que vislumbraba este pequeño texto que publicó en sus redes sociales.
Charlie Watts era el latido del rock and roll: logró con su sencilla batería armar todo el ritmo de esa máquina de fogoso rhythm & blues que son los Rolling Stones. Siempre se mostraba desdeñoso a la hora de salir de gira, sobre todo cuando los tours de los Stones se convirtieron en extenuantes. Pero, al final, accedía, quizá empujado por esa generosidad que gastaba. Y también por la oportunidad que suponía visitar las grandes pinacotecas del mundo. Siempre que el grupo actuaba en Madrid acudía al Museo del Prado. Le gustaba criar sus caballos y tocar en su pequeña banda de jazz, su gran pasión. Alguna vez llegó a afirmar que prefería al titán del jazz Charlie Parker que cualquier banda de rock and roll.
Aunque entró unos meses después de formado el grupo, a Watts (Londres, 1941) se le considera uno de los fundadores de los Rolling Stones, allá por 1963. Ya estaba para grabar el primer largo, en 1964. Junto a Mick Jagger y Keith Richards forma el trío de miembros originales que todavía seguían en la banda. Hijo de un camionero londinense, tuvo una infancia humilde: incluso la familia llegó a vivir en una casa prefabricada. Antes que el sonido de una batería escuchó los bombardeos sobre Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial.
Se sintió atraído por el jazz y luego por el blues. Comenzó a tocar en bandas locales de estos dos géneros hasta que conoció a Alexis Korner, una institución del blues en el Londres de los sesenta. La banda se llamó Blues Incorporated. Como no le daba suficiente dinero lo compatibilizó con un trabajo de diseñador gráfico. En 1962 conoció a Brian Jones, Keith Richards y Mick Jagger en una de aquellas actuaciones en un humeante tugurio de Londres. A los tres les gustó su especial pegada y le propusieron formar parte de una banda que estaba comenzando a dar sus primeras actuaciones como los Rolling Stones. Desde entonces formó un equipo rítmico insuperable con el bajista Bill Wyman, hasta que este se marchó en 1993. Influido por sus héroes del jazz, Watts impulsaba sus baquetas desde la sutileza de la muñeca, algo poco habitual en los bateristas de rock, que prefieren volcar la pegada desde la fuerza de los músculos del brazo.
Su toque rítmico es fundamental en clásicos del grupo como Honky Tonk Woman, Jumpin’ Jack Flash o (I can’t get no) Satisfaction. Su batería se cuela entre las voces lascivas de Jagger y los riff de guitarra sucios de Richards para dotar a las canciones de cadencia, de finura. Richards ha contado en más de una ocasión que cuando se pierde en el escenario siempre mira a Watts para que le marque el camino. Aunque siempre se especuló con su salida del grupo por el hartazgo que le provocaba salir de gira, nunca flaqueó. En una entrevista con EL PAÍS declaró: “Los Rolling Stones son mi vida; el resto son pasiones alternativas”.
Watts apenas componía en el grupo. No le interesaba y, además, conocía sus puntos débiles. Dejaba esa tarea para el vocalista y el guitarrista, mucho más dotados. Eso sí, ejercía un papel importante en la gestión emocional de los egos: ejercía de muro de contención y de intermediario de las peleas entre Jagger y Richards, una constante desde los años ochenta.
De carácter siempre apacible, también tenía su límite. Una noche de borrachera, Jagger se presentó en la habitación del hotel de Watts. “¿Dónde está mi batería?”, dijo el cantante con la lengua de estropajo por la bebida. Watts, que estaba en ropa de descanso, fue al baño, se afeitó, se puso un traje y unos lustrosos zapatos y le pegó un puñetazo al vocalista. “Yo no soy tu batería, tú eres mi cantante”.
Watts llevó una vida alejada de los tópicos del rock, algo que contrastó con la de sus compañeros de banda. En los años 80, sin embargo, cayó en el pozo silencioso de las drogas duras, como muchos de sus héroes del jazz. Salió de allí con la lección aprendida. Se casó en 1964, antes de de ser popular, con Shirley Ann Shepherd. Siempre estuvieron juntos. La pareja gestionaba una granja de caballos. Tenía una hija, Serafina, que les había dado una nieta.
Watts hablaba poco, pero cuando lo hacía marcaba el camino: “Mucha gente dice que deberíamos acabar batiendo récords, llenando estadios en los cinco continentes. No estoy seguro de eso. La vida se extingue sin fuegos artificiales”. La suya se ha ido apaciblemente, como era él.
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