Un destino fresquito

Las olas golpeaban contra la embarcación. Ya no luchaba por conservar el rumbo, sino que me conformaba con mantenerme a flote mientras el agua salpicaba mi cuerpo cansado y magullado, el viento azotaba mi cara y oía una voz que me gritaba:

—¡Señor! ¡Oiga! ¡Señor! ¡No puede hacer eso con la barca!

—¡Solo estoy remando!

—¡No se rema con los dientes! ¿Y por qué está de pie?

—¡Soy un gondolero!

Volqué y me rescató un patinete. Desde entonces no me dejan acercarme a menos de cincuenta metros del estanque del Retiro.

Estaba preparándome para mi siguiente viaje. No llevo muy bien el calor, así que todos los veranos intento pasar al menos unos días en algún sitio fresquito. Esto es cada vez más difícil por culpa del calentamiento global o, como lo llaman los franceses, la baguette chaude, así que quería irme un poco más lejos: a la Antártida o, como la llaman los franceses, la Baguette du Sud.

Y uno no puede ir a la Antártida como quien va al bar de la esquina, aunque quizás sea un mal ejemplo porque en el bar de la esquina no me dejan entrar hasta que deje de pedir el cortado en copa balón. Pero, a lo que me refiero es a que hay que estar preparado para un clima duro y un viaje largo por tierra, mar y hielo. Al menos, orientarse es fácil: solo hay que comprar una brújula e ir siempre en dirección sur o, como dicen los terraplanistas, hacia fuera.

Mi viaje comenzó en el kilómetro 0 del mundo: la Puerta del Sol de Madrid (la Baguette du Soleil). Solo me detendría cuando viera pingüinos. O un buen bar. O, en el caso de una coctelería, a pingüinos sirviendo copas en un buen bar.

Un humor de verano

El trayecto se complicó por un imprevisto: me cansé. Hay que tener en cuenta que iba acarreando una mochila en la que llevaba todo lo necesario para pasar un verano en la Antártida: un bañador para nadar con los pingüinos, un buen libro y una rebeca, que por las noches refresca. Total, que a los siete minutos estaba tirado en el suelo sobre un charco de sudor, resoplando y pidiéndole a un policía municipal que por favor me rematara.

Siendo todo el camino en dirección sur, es decir, hacia abajo, pensaba que sería mucho más fácil llegar. ¿Era posible que los terraplanistas tuvieran razón? De hecho, intenté hacerme un ovillo y rodar, empujado amablemente por el policía. Pero no había forma, no caía hacia el polo.

—Ya sé lo que está pasando —me dijo el agente—: el viaje es cuesta arriba hasta el ecuador, pero a partir de entonces ya pasará a ser cuesta abajo. Solo tiene que recorrer varios miles de kilómetros más y luego será todo mucho más fácil.

—Un momento —dije, recordando que de niño fui al Museo de la Ciencia de Torrejón de Ardoz—, si para ir al polo sur tengo que ir cuesta arriba hasta el ecuador, para ir al polo norte solo tendré que ir cuesta abajo.

Así que me hice un ovillo y comencé a rodar hacia arriba o, como lo llaman los terraplanistas, el centro. Fue un viaje muy bonito: la gente me saludaba al pasar, los niños me daban patadas para impulsarme, los perros correteaban a mi alrededor… ¿Sabías que todos los matojos rodantes en realidad son viajeros en dirección al polo norte o al polo sur, dependiendo de en qué hemisferio estén? Y se llaman estepicursores. Esto lo añado para que nadie dé por perdido el tiempo que emplee leyendo este texto.

Al cabo de unos días llegué a una pequeña población noruega llamada Nyøkksykkekknyø (se pronuncia Albacete) en la que tuve que parar para coger un barco. Una vez a bordo, mi entrenamiento en el Retiro dio sus frutos y solo me caí al agua tres veces, una de ellas encima de una ballena, que no me tragó porque, por suerte, iba llena.

Ja, ja, ja… La ballena iba llena… Ja, ja, ja…

Por favor, no enviéis mensajes al defensor del lector.

Así llegamos a lo que se conoce como “el polvete de hielo” o, siguiendo la terminología científica, el “casquete polar”.

Insisto en lo del defensor del lector.

El rompehielos alemán <i>Polarstern</i> en la Antártida.
El rompehielos alemán <i>Polarstern</i> en la Antártida.SARAH HERRMANN / ALFRED WEGENER INSTITUTE

El Polo Norte está bien, pero yo no me quedaría más de una semana. De hecho, te diría que para un fin de semana largo ya vale. Tienen un bar de hielo, que es algo curioso, pero solo vas una vez por la gracia. Luego es mejor ir a los bares normales, que allí también son de hielo.

Poco más: tienen un museo de exploradores congelados. Hay un restaurante francés: La baguette de glace. Y tienen sus pequeñas diferencias. Por ejemplo, hay una tienda de Polo Ralph Lauren, pero allí se llama solo Ralph Lauren porque lo de Polo es redundante. Y los polos no se llaman polos, se llaman camisetas cuelleras o harrypotters.

Por cierto, no entiendo eso de “los polos opuestos se atraen”. Si fuera verdad, la Tierra tendría una forma parecida a la de un donut, solo que en lugar de un agujero, en el centro estarían los polos pegados.

(Nota: proponer esta teoría a la Facultad de Física de la UB y ganar el Nobel).

Eso sí, estaba fresquito: había días que no llegábamos a los 20 grados. Por desgracia, me confundí y en lugar de una rebeca me traje Rebecca, de Alfred Hitchcock. Me puse el DVD en la cabeza, a modo de boina, pero no ayudó mucho.

Sé que 20 grados parece mucho para el polo, pero hay que tener en cuenta que allí en verano es de día todo el día. Es decir, que al final el sol pega. Llegan las ocho y está todo el hielo caliente. Como tampoco hay sombras… Son muy de plaza dura, como en Madrid.

Total, que al polo norte le doy tres estrellas y media sobre cinco, sobre todo por el clima.

Descubra las mejores historias del verano en Revista V.


Source link