Terminado el Cares, remontan el Sella hacia sus fuentes maravillados por “la entalladura fantástica en la que los ingenieros de Castilla lograron hacer pasar una carretera”, como se lee en placa del puente de Vidosa, y la vista del desfiladero de los Beyos que no siguen y se aleja estrecho y vertical, imposible, les desafía a ser fantásticos, a dejar su marca en la carretera que asciende entres bosques hacia Viego, y al otro lado, San Juan de Beleño, por donde pasan solo Egan Bernal y Primoz Roglic. Quedan 40 kilómetros para empezar a ascender a Lagos, más de 50 para la última cima. Por detrás, el pelotón persigue, se defiende, se reagrupa, a rueda, como puede. Con la boca abierta pensando en lo que están haciendo los dos que van delante. Los ciclistas se agarran a lo que pueden, a sí mismos, a los bahrain que guían, a sus sueños. Admirados. Llueve. La Vuelta vive.
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Para un ciclista la fantasía del ingeniero que les crea puertos fabulosos es el ataque; para Egan Bernal, siempre llevado por su deseo de liberar su alma infantil y creativa, la búsqueda de lo imposible, lo que él llama divertirse, la fantasía, el ataque, es la vida.
Prepara el ataque que le da la vida en el primer paso por Viego, mediada la ascensión de la Collada de Llomena, y sus chicos del Ineos, Sivakov, Pidcock, aceleran un poco y miden la resistencia del pelotón, y paran. “No me gusta ir a rueda”, repite el colombiano que ha ganado un Tour y un Giro atacando de lejos. Calculando ma non troppo. Dejando actuar al instinto contra el criterio de la razón: “Si no ataco, no me divierto”. Cuando, culminando la aceleración de sus Piscok y Sivakov, ataca el niño maravilla de Zipaquirá, de 24 años, quedan 61 kilómetros y el pelotón anda que vuela, a más de 40 de media entre nubes bajas y miedo. Y, al segundo, como en un flash, a su rueda aparece Primoz Roglic, el único, quizás de todo el pelotón, que no tenía la más mínima necesidad de exponerse. “Antes de que me diera tiempo a pensar ya estaba ahí”, dice el esloveno, que lleva toda la Vuelta dejándose guiar por el capricho, por el antojo. Emocionan la fantasía de uno, la sinrazón de otro. Convierten una etapa llamada a ser un compendio de juegos y tácticas, de fugas controladas, de movimientos medidos, en una aventura cuyo final ni se intuye.
No muy lejos, vigila y sueña el padre Naranjo de Bulnes, color plata su piedra joven en la tarde antes de que el sol, oculto, empiece a descender y a colorear su cumbre a más de 2.500 metros. Son los Picos de Europa.
Se llevan la mano al corazón, que palpita y salta de alegría, los jóvenes aficionados, y se frotan los ojos. Los dos mejores ciclistas de la Vuelta por historial (cuatro grandes entre ambos, y subiendo) se libran a un mano a mano incierto. Más que la victoria de la Vuelta buscan, dicen luego, divertirse, montar el mejor show que los aficionados hayan conocido.
Se llevan las manos a la cabeza los viejos seguidores, los directores frustrados que no abandonan nunca el cuaderno de cálculo que les dieron en la escuela. Le reconvienen a Roglic, que se arriesga en las curvas peligrosas del descenso tras el lanzado colombiano —en una de ellas se cae el líder de rojo, el extraño e invisible Odd Eiking, que ya iba descolgado—, que le da relevos en el llano, lejos aún de Cangas de Onís. ¿Adónde va?, se pregunta hasta Fanlo Fuente, el hermano del Tarangu, la verdadera fantasía, la luna, hecha ciclista, y le pide cordura, seso, que no se desgaste en un ataque que a él no le da nada, pues lleva ventaja a todos en la general y tiene a todo un equipo armado que puede llevar la persecución de un Egan que hasta eganesco, salvaje, desencadenado, no supone ningún peligro para la general. Y también el colombiano se lo dice, y lo cuenta. “¿Adónde vas, Primoz? Yo no me juego nada, me da lo mismo terminar quinto que décimo en la Vuelta, jugarme el todo por el todo no es valentía, no arriesgo nada si reviento y pierdo, pero tú, tú puedes perder la Vuelta”. Y el esloveno que ya ha ganado dos Vueltas y parece que está por encima de las penurias que limitan la imaginación de los humanos, y tan fuerte que nadie le puede toser, le da otro relevo y responde: “Pero esto es ciclismo. Correr, disputar, ¿quién piensa?”.
Y Superman López, que intenta alcanzarlos y no lo consigue, rezonga, “¿para qué seguirle a Egan?”, dice. “Si ya sabía que no iba a llegar”. En Lagos, dicen los asturianos, la niebla no baja sobre la montaña sino que sube de arriba abajo, como asciende la gran pareja, que no se deja envolver en gris, y, más de un minuto detrás, nunca mucho más, los que persiguen, Enric Mas y Superman y los bahrain de Poels, Haig y Mäder, y Adam Yates y Kuss… Egan revienta, y no Roglic, como temían los agoreros, y sonríe Fanlo Fuente, y dice, “el que anda, anda”. Lo exclama cuando, llegando a la Huesera, la parte más dura, el esloveno esprinta, el culo elevado sobre el sillín en la medida justa, y Egan se sienta. Al último tramo duro de Lagos le llaman el Mirador de la Reina, pero es al revés, es donde mejor se ve al rey de la Vuelta, al Roglic enloquecido, enfebrecido. “Mi mejor show en la Vuelta, qué divertido”, exclama en la meta, donde mejor le ven volando los que persiguen, le vislumbran y se someten. Llegan a 1m 35s. Egan con ellos, alcanzado tras una serie de ataques entre todos. Mas se activa. En la general, el mallorquín, el segundo, está a 2m 22s, y a llegar se toca todos los huesos y comprueba que está vivo. Respira. A la Vuelta, tan resuelta, le quedan cuatro días. Landa, que no llegó a Lagos, no la terminará.
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“Todo puede cambiar en el Gamoniteiru”
Ya hace más de 20 años se empezó a hablar de que en Asturias la subida a Lagos, en el corazón de los Picos de Europa, tan tremenda como es, y se sube en la Vuelta solo desde 1983, no era sino una pálida sombra de ascensión comparada con otras subidas de nombres que resonaban a mitológicos y que solo los lugareños conocían. El Angliru, Angliru… se oía con el eco de las montañas. Y otros, más conocedores, respondían, no, no, el Gamoniteiru, el Gamoniteiru…
El Angliru, de 1.570 metros y su Cueña de les Cabres al 25%, ganó el desafío y en 1999 entró con honores en la mitología de la Vuelta y en la memoria de los chavistas (de Chava, su primer ganador). El Gamoniteiru, más alto (1.770 metros), más largo y regular (14 kilómetros al 10%), tendría que esperar, y tan cercano, pues no más de cinco kilómetros separan sus cumbres a vuelo de pájaro, y hay un camino de tierra que une ambos picos. Siempre había disculpas para no incluir en la Vuelta el nuevo gigante, tan insultado en sus tiempo por todos los asturianos cuando, los días de nevada se quedaba sin luz el repetidor de televisión (VHF y UHF) que llevaba la señal a sus hogares, y los camiones para repararlo no podían llegar porque el hielo destrozaba el cemento que pavimentaba la subida.
Finalmente, llegaron las nuevas mezclas de asfaltado y la voluntad del Principado, que cubrió la subida con nuevas capas y excavó y aplanó en la cima unos cientos de metros cuadrados para montar aparcamientos y metas para que por fin, en 2021, la Vuelta pueda descubrir, y los ciclistas gozar, al último llegado a la leyenda. Antes de llegar a La Pola, donde comienza su ascensión, el pelotón habrá tenido ocasión de empacharse de montañas, en lo que se considera etapa reina, con las ascensiones a los viejos conocidos, y durísimos, San Lorenzo, Cobertoria por dos veces y Cordal. “Todo puede cambiar en Gamoniteiru, un puerto durísimo, como Angliru”, advierte Sepp Kuss, de Durango, Colorado, segundo en Lagos y segundo de Roglic en el Jumbo.
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