Jean-Paul Belmondo, el esplendor de lo verdadero

'Al final de la escapada' (1960), con Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg.
‘Al final de la escapada’ (1960), con Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg.aymond Cauchetier, courtesy James Hyman Gallery, London

Al final de la escapada no es una película, es una leyenda. Como le ocurrió al propio Jean-Luc Godard, que desde muy pronto fue consciente del peso de su ópera prima, Jean-Paul Belmondo quedó atrapado de por vida en un personaje que hoy, más de seis décadas después, es un icono de la historia del cine. Quizá eso explique que el propio actor publicase en 1963, tan solo tres años después del estreno, el libro Trente ans et vingt-cinq films, suivi des dix commandements du belmondisme, unas memorias prematuras con las que el actor francés buscaba la manera de alejarse de la máscara de aquel personaje callejero listo e impulsivo, un delincuente de poca monta que fijó en la memoria popular el arquetipo del macarra joven, inocente, sexi y deslenguado.

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Godard empezó Al final de la escapada sin saber muy bien a dónde iba. Solo había escrito la primera secuencia, el resto eran notas sueltas y citas literarias como la célebre de Las palmeras salvajes de Faulkner. “¿Conoces a William Faulkner?”, le pregunta Jean Seberg a su amante. “No, ¿quién es? ¿Te has acostado con él?”, le respondía Belmondo, quien ante la frase final de la novela, “Entre el dolor y la nada elijo el dolor”, elegía la nada.

La idea era, a partir de una historia convencional, reescribir el cine clásico del que Godard se había nutrido como crítico para Cahiers du Cinéma. No se trataba de hacer cine, sino de sentirlo. Según Godard, estuvo buscando el tema central de Al final de la escapada durante todo el rodaje. “Hasta que, finalmente, me interesé por Belmondo. Lo vi como una especie de bloque que había que filmar para saber lo que había detrás”. Seberg era otro asunto, una continuación del personaje de Buenos días, tristeza, a la que el cineasta dejó seguir siendo quien era.

Belmondo tenía 26 años y no improvisó los diálogos, como se ha dicho alguna vez. Godard no les daba las secuencias escritas, les soplaba las frases sin que tuviesen que memorizarlas y nunca repetía las tomas más de dos veces. Así lograba frescura en las réplicas, esa cualidad casi documental que otorgaba a las escenas ese aire tantas veces imitado. Para Godard, la belleza es el esplendor de lo verdadero y eso es exactamente Belmondo en aquella película.

Nada volvió a ser igual en el cine desde entonces, ni en el cine europeo ni en el estadounidense. Belmondo se convirtió junto a su amigo Alain Delon en un mito y, aunque ellos se alejaran de las comparaciones, con el tiempo la trayectoria de Delon ganaría por goleada. A Belmondo, con el cigarro en sus labios gruesos, su nariz de boxeador y su sombrero Borsalino, le bastó ese momento de verdad ante una cámara. Como cuando Jean Seberg le preguntaba en el aeropuerto de Orly al escritor interpretado por Jean-Pierre Melville cuál era su mayor ambición y este replicaba que ser inmortal, “y entonces… morir”.


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