Los primeros dos talibanes que me he encontrado nada más entrar en Afganistán no llevaban turbante. Muy jóvenes —a uno de ellos apenas le empezaba a salir la barba—, parecían no dar crédito a su propio papel como cancerberos del Emirato Islámico. Sus uniformes de faena parecían más un pijama, pero los kaláshnikov que les colgaban del hombro solventaban la duda. Cuando hace 20 años crucé por primera vez esta frontera, Estados Unidos acaba de bombardear a los talibanes fuera del poder y nadie se preocupaba de pedir el pasaporte. Hoy los islamistas preguntan, miran y vuelven a preguntar, pero tampoco sellan el documento.
En realidad, el filtro se ha pasado antes, del lado paquistaní. Unos largos pasillos cerrados por alambradas conducen luego a Afganistán (y viceversa). Previstos para un tránsito habitual de 10.000 personas en cada dirección, impresiona encontrarlos vacíos. Apenas cruzan familias en sentido contrario.
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Tres semanas después de tomar el control del país, los milicianos asignados al puesto fronterizo de Torkham ya han visto pasar a un puñado de periodistas extranjeros. Pero la ausencia de cámaras y equipo les resulta curiosa. Una mujer sola, también. Llaman al jefe, un tipo que combina el tradicional shalwar kamiz (camisa larga y pantalones amplios) con un chaleco antibalas de factura americana y unas zapatillas último modelo hasta los tobillos, como salido de una película de Mad Max. La novedad atrae a otros dos. Uno de ellos mira descaradamente. Al final, la periodista es confinada a una esquina, mientras el jefe resuelve el asunto con el chófer que ha ido a recogerla.
Afganistán sigue siendo un país de hombres. Hombres son quienes conducen los numerosos camiones cargados de uvas y manzanas que durante varios kilómetros esperan para cruzar la frontera y poner en valor la producción agrícola de la vecina provincia de Nangarhar. Hombres son también quienes pululan por los mercados de las pequeñas localidades que salpican la carretera hasta llegar a Jalalabad. La capital de Nangarhar bulle como si el cambio de régimen no hubiera supuesto un vuelco revolucionario.
En el camino, sin embargo, los cuarteles y puestos de control están vacíos, abandonados a la carrera por los policías y soldados que los ocupaban hasta hace un mes. Una bandera blanca en lugar de la tricolor (negra, roja y verde) señala quiénes son los nuevos dueños. Pero la mayoría de ellos siguen desocupados. Los talibanes ni siquiera se han molestado en ocuparlos. De hecho, tampoco mantienen una presencia apabullante en la ruta.
Si hay un lugar en el que el fracasado proyecto del nuevo Afganistán de las dos últimas décadas se hace evidente es en el polo de desarrollo de Ghazi Amanullah. La zona industrial, parcelada y lista para atraer empresas, permanece vacía. La nueva ciudad, con su estadio de críquet, se ha quedado en un mero proyecto y las pocas casas que se han terminado “no están habitadas por sus propietarios sino por otras personas”, según explica un hombre. La palabra okupa aún no ha llegado al pastún.
Más adelante, en Saracha, un grupo de niñas regresa a casa tras salir de clase. “Los colegios privados, de niños y niñas, están abiertos; pero los del Gobierno aún no han reanudado sus actividades”, explica un padre que atribuye el retraso al impago de los salarios.
El paisaje ha cambiado mucho desde hace 20 años. Para empezar, el viaje requería entonces hacer noche en Jalalabad y luego quedaban 10 horas por una pista de piedras que no merecía el nombre de carretera. Ahora, el asfalto tiene un aspecto decente y se tarda seis horas en cubrir el trayecto desde la frontera… para 226 kilómetros. Pero sobre todo ha cambiado el aspecto de los pueblos, que ahora cuentan con escuelas, centros de salud, gasolineras, tiendas de comestibles y otros servicios básicos, algo entonces inimaginable.
Manifestaciones de mujeres
A la entrada de Jalalabad, una grúa se afana en quitar los muros de hormigón que protegían la entrada al aeropuerto y el cuartel del antiguo Ejército. Se trata de una medida popular porque el cierre de calles entorpecía mucho el tráfico local. Junto al parque que alberga el mausoleo de Akbar Khan, un mercado al aire libre vende frutas y verduras. Y decenas de ricksaws (vehículos de dos ruedas con tracción humana) ofrecen sus servicios a los viandantes. A la salida de la ciudad, llaman la atención los grandes salones de bodas, tan populares entre los afganos.
“No los han cerrado, pero los propietarios han dejado de poner música porque saben que no les gusta a los talibanes”, cuenta el conductor. El hombre, originario de la zona, también señala como una curiosidad el Parque de las Mujeres junto a la presa de Darunta. “Se lo hizo el Gobierno porque aquí las mujeres no van a los parques en los que hay hombres”, explica. Sin quererlo ha tocado uno de los asuntos más delicados que plantea el Gobierno talibán. ¿Tendrán la misma sensibilidad hacia las mujeres? Muchas afganas lo dudan y se manifiestan a pesar de los riesgos para que no se les olvide.
Desde allí, la ruta hacia la capital serpentea curso arriba del río Kabul hasta el impresionante desfiladero que da acceso a la capital. Algunas patrullas pasan en furgonetas pick up de las antiguas fuerzas de seguridad. La media docena de guerrilleros que transportan visten uniformes desparejados y a veces combinan ropas civiles y militares de forma incongruente. En los grandes cruces o las entradas a las ciudades, un par de milicianos obligan a ralentizar el ritmo y echan un vistazo a los ocupantes de los vehículos. En total, seis controles entre la frontera y Kabul. Solo a la entrada de la capital, un barbudo pide los papeles al conductor. Ni los mira. Pero con el gesto ha evidenciado su autoridad.
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