Cuando Elena del Rivero (Valencia, 72 años) regresaba al fin a su casa de Nueva York reventada por los atentados el 11-S se encontró con un obstáculo: George W. Bush en persona.
Habían pasado dos meses desde la caída del World Tarde Center, y nada más bajarse del avión desde Madrid se presentó en la Zona Cero con los permisos especiales de la policía y toda la documentación en regla. Pero dio la casualidad de que aquel era el mismo día elegido por el entonces presidente de los Estados Unidos para visitar el área devastada, así que le impidieron el paso y no pudo ser.
Después sí. Al día siguiente regresó, y se encontró su casa-estudio, con 18 ventanas que daban directamente a la Torre Sur, hecha una ruina y abarrotada de objetos y papeles, y de polvo, restos de los rascacielos destruidos. Y volvió cada día de los seis meses siguientes, vestida con un mono blanco y una máscara contra la contaminación. Aún no sabe del todo por qué. “Yo creo que enloquecí”, recuerda desde su estudio de Madrid, donde pasa unos días antes de viajar a Mallorca. Entonces se impuso una misión: recoger y documentar aquel arsenal de despojos que había terminado en su casa. Todo aquello que compondría el material de su gran obra artística.
Exactamente 20 años después del día de los atentados el 11-S, el museo Es Baluard de Palma de Mallorca inaugura El archivo del polvo: An Ongoing Project, comisariada por Mateo Feijóo, que parte del trauma individual causado por aquella vivencia para desplegar un fresco político que interrelaciona esa y otras tragedias colectivas, como la crisis humanitaria de la migración en el Mediterráneo.
La pieza principal sobre la que gravita todo es [Swi:t] Home: A CHANT, una instalación que ya pudo verse en las Naves Matadero de Madrid en 2019 (y antes en el neoyorquino New Museum o la Corcoran Gallery de Washington). La componen más de 3.000 hojas de papel recolectadas de su estudio en aquellos días frenéticos y extraños, y cosidas, entre ella misma y una ayudante, sobre una gran pieza textil de tarlatana. Muchos son documentos personales, cheques, cédulas, certificados médicos, que pertenecían a las víctimas del holocausto, lo que para del Rivero lo asemeja a un gran cementerio. Pero también a otra cosa: por conmemorar un hecho histórico y rendir homenaje a la memoria de sus víctimas, podría considerarse un monumento. Y sin embargo no hay nada más antimonumental que este artefacto que, hecho de tela y de papel, tan frágil que hasta la luz lo deteriora, más tiende a desparramarse por el espacio que a erigirse sobre él.
Esta reflexión desencadena algo que ilumina el rostro de Elena del Rivero: “¡Gracias por decir eso! Es justo así, un antimonumento. Los monumentos están hechos para durar, y luego resulta que otros se dedican a derribarlos, como vemos tantas veces ahora. La idea es que A Chant no lo derribe nadie sino que se deshaga solo, por efecto del tiempo y de la luz, de manera que solo quede el armazón: este paso final representaría la sanación de las heridas del 11-S. Lo comparo con la obra que sobre el mismo tema acaba de hacer el italiano Maurizio Cattelan, que es un gran monolito negro de resina, totalmente vertical, muy fálico. Podrían exponerse los dos juntos perfectamente, como el yin y el yang. Aunque para mí lo ideal sería que mi pieza acabara en una institución americana en España, por ejemplo el Museo Guggenheim de Bilbao”.
Elena del Rivero llegó a Nueva York a vivir finales de los ochenta: “La gente suele pensar que por motivos académicos o profesionales, pero en realidad fue porque me enamoré”. En Roma, becada en la Academia de España, había conocido a un arquitecto americano, y ambos iniciaron una relación, con idas y venidas entre los dos continentes. “Yo siempre tenía muchos problemas en las aduanas, hasta que un día le dije que no quería seguir de esa manera, y entonces nos casamos”. Su amigo, el también artista John Coplans, fue quien le traspasó su estudio en el 125 de Cedar Street donde vivió junto a su marido, y que también le sirvió como lugar de trabajo hasta aquel final del verano de 2001.
Y, sin embargo, ella fue testigo de los atentados desde los casi 6.000 kilómetros que separan Nueva York y Madrid. Ese día estaba preparando una exposición en la galería Elvira González, La perfecta casada (donde la pieza principal era un enorme velo de novia sobre el que había cosido páginas de la obra de Fray Luis de León), que estaba a punto de inaugurarse. Fue su madre quien le llamó desde Valencia para contarle la noticia, pero ella no la creyó: “¡Si hacía quince minutos que yo hablaba tranquilamente con mi marido, que estaba en casa!”. Pero lo más descomunal puede suceder en quince minutos o menos. Contempló las imágenes en el televisor del bar El Timón, que quedaba debajo de la galería, donde había ido a tomar un café. Y le hicieron perder literalmente el conocimiento: “Es que vi la Torre Sur cayendo sobre mi casa, y pensaba que mi marido estaba dentro”. Afortunadamente no era así: él había podido evacuar el edificio a tiempo.
La pérdida emocional que experimentó es incalculable, pero curiosamente la material no tanto. Pocos días antes de embarcar para Madrid, había asegurado el estudio, porque la dotación económica de un premio que había recibido imponía esta condición. Fue una casualidad que les procuró de manera inmediata un lugar donde vivir hasta que se acometiera la rehabilitación del edificio: “No era un seguro muy caro, pero nos dio acceso a un apartamento de una habitación”. Dos años más tarde volvieron a Cedar Street, pero ya nada era igual. “Mi marido quería quedarse allí, pero yo ya no podía. Le dije que me iba y me fui. El 15 de octubre de 2003, día de Santa Teresa. Y nos separamos”. Entonces se sintió frágil, y solicitó la nacionalidad estadounidense buscando cierta forma de protección. Hoy disfruta de la doble nacionalidad.
Su vivencia de la ruptura sentimental, relacionada con la experiencia individual y colectiva de los atentados, la llevó a realizar la serie Nine broken letters, unas cartas escritas durante nueve noches consecutivas de insomnio, y que se verán igualmente en Es Baluard. También estarán otras obras realizadas a partir de todo el material recogido en el estudio durante aquel tiempo, como los collages compuestos con pintura desprendida de sus propios cuadros, que almacenaba allí. Del mismo modo, podrán verse algunas de sus Letters to the Mother, un trabajo en el que lleva inmersa desde 1990 (lo inició como una respuesta a la Carta al padre de Kafka) y en el que aún sigue. Con ellas, a través de texto e imágenes, se dirige a su madre, en principio dando cuenta de una relación íntima y personal.
Pero que a veces, de pronto, alcanza una asombrosa escala colectiva: “En Es Baluard pondremos una carta que es una bandera de SOS, lo que implica una llamada de auxilio a mi madre, pero que también relaciono con la crisis humanitaria que se está produciendo aquí mismo, en el Mediterráneo”. No se trata de un salto arbitrario, ya que, apunta del Rivero, “ese desastre tiene un vínculo con las políticas migratorias implantadas después del 11-S”.
De modo que lo que en principio desvela una serie de vivencias personales desde una perspectiva poética se convierte en un manifiesto político. Y ella no ve ninguna contradicción en esto: “Es personal y por lo tanto político”, zanja. Pero señala un responsable para este giro que acaba asumiendo la exposición: “Todo ha sido gracias a Mateo Feijóo, el comisario, que con su mirada externa ha sido capaz de unir mi obra con todas esas dimensiones históricas y políticas”. Para el propio Feijóo, ambos se han implicado en un proceso de descubrimiento mutuo que se inició hace dos años, cuando él comisariaba la exposición del Matadero: “Ha sido un trabajo muy largo desde entonces. Yo ya conocía otras partes de la obra de Elena, pero no este archivo del polvo. Fue como construir un puzle donde estaban todas sus piezas, su obra y su pensamiento y su relación con cada uno de los espectadores, y también el espacio que debía acogerlo todo. Me gusta mucho transgredir el cubo blanco. Así que he buscado construir un diálogo con el espacio tan raro que es Es Baluard, donde la luz se cuela por todas partes, sin construir muros efímeros que taparan esa luz”.
La muestra incluirá también una instalación nueva site-specific con basuras cosidas que recibirá al espectador en la entrada. Y en las terrazas del edificio se colocarán unos tendederos con trapos de cocina usados que han enviado donantes de todo el mundo en respuesta a una convocatoria planteada por la artista y la institución. Es una pieza que habla sobre el dolor y la memoria colectiva.
Cabe preguntarse si detrás de esta selección de piezas que abarcan más de treinta años de carrera no subyace una retrospectiva encubierta de una artista que no ha tenido retrospectivas oficiales hasta el día de hoy. Y, de nuevo, del Rivero acepta la hipótesis: “Una vez más, ha sido Mateo quien me ha guiado por ese camino, de forma siempre tangencial y casi sin que yo me diera cuenta. Esto habla de lo importante que es la labor de los buenos comisarios”. Pero lo cierto es que el interés por el momento histórico que nos ha tocado vivir y sus implicaciones políticas es una constante en la artista. Durante las recientes revueltas en el Soho de Nueva York con motivo del Black Lives Matter, se dedicó a instalar sus collages frente a los grafitis que poblaban los paneles de madera dispuestos para proteger los escaparates de las tiendas, y los fotografiaba con su cámara Hasselblad. Con ello incorporaba a su obra las últimas luchas por los derechos civiles en los Estados Unidos. Las huellas individuales y colectivas que deja la historia se van sumando. Y para Elena del Rivero todo converge en su archivo del polvo.
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