Las medidas contra el exacerbado aumento del precio de la luz adoptadas por el Gobierno son razonables. El encarecimiento de la electricidad amenazaba con provocar una fractura social de inquietantes semejanzas a la protagonizada en Francia por los chalecos amarillos o a las movilizaciones que ha vivido la Europa del Este a raíz del aluvión migratorio de 2015.
Ese peligro parece conjurado. Pero no era menor. Las causas profundas de la desafección desbordaban el ámbito nacional, también los dos casos citados. El incremento del precio internacional del gas, que se traslada en parte al consumidor, cuelga de la recuperación económica asiática. Las cargas para desincentivar la expansión del CO₂ responden a una política común europea acertada, pero necesitada de matices y adaptaciones.
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Algunos rasgos son propios, sin embargo. Lo son los excesos de retribución a algunas compañías, favorecidos por la estructura tarifaria (las subastas marginalistas que igualan las fuentes energéticas baratas con las más caras), abusos como el fraude en los recibos y la sobreexplotación de los embalses o la limitada extensión de los contratos de suministro fijos/plurianuales, al revés de lo que sucede en países vecinos (que evitan trasladar las alzas mayoristas al mercado minorista).
El principal acierto de una decisión tardía consiste en que engloba distintos tipos de medidas, en consonancia con el carácter multicausal del problema. Arbitra reducciones de impuestos adicionales a las decididas en junio y rebaja sin demora los beneficios empresariales inesperados a consecuencia del aumento del gas. Algunas medidas van incluso dirigidas contra los excesos de lucro en el vaciado súbito de los embalses aprovechando el desfase entre su coste (cercano a cero) y su retribución (ligada a la evolución de las energías caras). Y se incluye también la atención especial, por el lado del gasto, a los más vulnerables.
Todos quedan involucrados. El presupuesto público compensará los recortes de impuestos sectoriales, y las cuentas de resultados de las energéticas también aportarán. Todo ello es razonable, aunque el primero deba pechar con más de dos tercios del esfuerzo (unos 1.400 millones de euros hasta Navidad), mientras que el oligopolio afronta apenas un tercio.
Poca duda cabe de que este plan es mucho más equilibrado que la proposición de ley alternativa tramitada por el Partido Popular, que apenas roza lo que son beneficios exorbitantes de las empresas. Las compañías eléctricas no han emprendido acciones legales, pero sí han anunciado que estudiarán el decreto ley para valorar la vía jurídica. Con todo, las medidas propuestas tienen carácter transitorio, a la espera de que las reformas estructurales alcancen su impacto. La Comisión Europea tampoco será ajena a ello porque está ya interesada, y lo estará más en el futuro, por este tipo de novedades.
El paquete balancea también las medidas estructurales de los proyectos de ley, las urgentes del decreto y la incentivación a la competencia interna del oligopolio que ambas suponen. Al ala minoritaria del Gobierno puede satisfacerle su alcance sustancial y, sobre todo, su urgencia. La fijación arbitraria de precios públicos no era una opción hoy, y seguramente la reflexión sobre una empresa pública en el subsector hidroeléctrico pide algo más de tiempo y templanza.
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