¡La gran belleza! Así es. No hay mejor manera de describir lo acaecido en La Maestranza con el toreo de capote. Porque fueron brochazos de sentimientos, chispazos deslumbrantes… Hubo música, alboroto, conmoción, entusiasmo desatado y, por encima de todo, esa emoción indescriptible que producen los relámpagos que llegan al alma.
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El primero que tomó los pinceles fue Juan Ortega. Segundo toro de la tarde. El torero huye de complicaciones y repite la lección impartida el pasado sábado: saluda al toro y, sin más, hunde el mentón en el pecho, enseña el capote, baja los brazos, deja muertas las muñecas, y ahí surgió el fogonazo inicial que deslumbró a la plaza entera. Fueron seis o siete verónicas, espléndidas, y varias de ellas con una extraña despaciosidad porque no parecía posible que se ejecutaran en tiempo real. No es que se parara el reloj; es que se ralentizó.
Y mientras la banda de música rompía a esparcir sus notas al aire para celebrar la llegada del arte, los tendidos, puestos en pie, daban la bienvenida a la alegría.
No habían transcurrido un par de minutos, y el artista vuelve de nuevo a su lección del sábado. Antes de llevar el toro al caballo se entretiene en adornar su obra con dos chicuelinas al paso preciosas, dos delantales embrujados y una media de cartel.
Y Morante, que andaba por allí, se levantó en armas —se picó, que se dice en el argot—, y respondió con tres verónicas plenas de honduras y una media de categoría.
La rivalidad artística se hizo presente otra vez en el sexto de la tarde. Hasta seis verónicas dibujó Juan Ortega, pero era otro lienzo —otro toro— y los colores, aunque brillantes, no relucieron como antes. Otras tres más en un quite; y Morante, de nuevo, que hace acto de presencia en el escenario para dibujar cuatro chicuelinas de las más bonitas que se puedan ver en una plaza de toros, abrochadas con una media que fue un monumento a la excelencia.
Y le contestó Ortega, también por chicuelinas. Se hizo entonces ese silencio ensordecedor de las grandes ocasiones maestrantes, y el trianero se enroscó la tela en su cintura en otros tres capotazos que pedían un museo.
Domecq/Morante, Ortega
Toros de Juan Pedro Domecq, -el quinto fue devuelto- desiguales de hechuras y feos de tipo, inválidos, descastados, sin vida y ruinosos.
Morante de la Puebla: media tendida y atravesada (silencio), media tendida y baja (silencio); casi entera baja (ovación).
Juan Ortega: dos pinchazos y media (gran ovación); casi entera atravesada (silencio); estocada caída (oreja).
Plaza de La Maestranza. 24 de septiembre. Sexta corrida de feria. Lleno de ´no hay billetes’ sobre un aforo del 60 por ciento.
Pero el arte, sobre todo si es grande, hay que digerirlo en frascos pequeños. El acertijo es fácil de adivinar: no hubo más. Y no lo hubo porque la corrida de Juan Pedro Domecq fue una auténtica ruina, toros con alma borrega, kilos de carne fofa, inválida y hundida antes de salir de los caballos.
Morante lo intentó de veras en su lote, pero toda su labor fue tan voluntariosa como vana.
Ortega tuvo mejor suerte. Ante ese primer toro de las verónicas musicales pudo gustarse, y de qué manera, con unos ayudados por alto, un molinete por aquí, un trincherazo por allá, un remate… detalles de torería, que es lo que derrocha este torero en su estancia en el ruedo.
Y en el sexto se lució en una tanda de hondos y muy templados derechazos, un par de largos pases de pecho, más ayudados, y pinceladas de arte sin igual. Y le concedieron una oreja como premio por su labor de conjunto.
No hubo toros, pero sí toreo. Otro misterio. No hubo apoteosis, pero sí belleza… ¡La gran belleza!
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