A C. Tangana le pone lo quinqui. El artista arrancó su gran año de éxito propulsándose desde ese territorio. Fue con el videoclip Tú me dejaste de querer, estrenado en noviembre de 2020 y el adelanto de su último disco. Los primeros compases del tema sonaban a rumbachata —particular mezcla rítmica de rumba y bachata— y aparecían las colmenas de Madrid, singulares edificaciones del barrio de la Concepción recuerdo del antiguo extrarradio de la capital, al borde de la M-30. Con ese aroma callejero, un chico y una chica, que parecen ser el propio C. Tangana y Rosalía cuando eran pareja, se encuentran en la calle. Él, con casco de moto en la mano y móvil en la oreja; ella, dando palmas, sentada en el respaldo de un banco de madera. Una estampa de marcada inspiración quinqui y la primera aparición de El Madrileño, su alter ego con el que ha protagonizado y reventado la música española en el último año.
El Madrileño es un homenaje al universo quinqui. Parecido al que hizo Rosalía —o la Rosalía— cuando mostró su tra tra en un polígono de Barcelona desde el interior de un camión, en chándal, con deportivas y repleta de anillos. Ella también revolucionó el panorama musical hace dos años con Malamente. Ambos, iconos pop contemporáneos, nacieron décadas después de la eclosión de la cultura quinqui —a finales de los años setenta—, pero son los rostros más reconocibles de un legado con referencias a la marginalidad, la supervivencia o el macarrismo.
Desde 2009, lo quinqui vive una reivindicación constante. La exposición Quinquis dels 80: cinema, premsa i carrer (Quinquis de los 80: cine, prensa y calle), en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), marcó el primer hito. Posteriormente, otros artistas y creadores recogieron el testigo. Por ejemplo, los filmes Criando ratas (2016) o Quinqui Stars (2018), pioneros del neoquinquismo. A este subgénero cinematográfico se une ahora el director Daniel Monzón, creador de Celda 211 o El Niño. Su nueva película, Las leyes de la frontera, clausura el Festival de Cine de San Sebastián. “[Lo quinqui] me parece un espacio que suscita temor y fascinación”, cuenta Monzón. “Habla de todo aquello que la sociedad te decía que no podías hacer, pero tú querías probar”.
Sentado en una sala de montaje en Madrid, el director explica con fervor que el universo quinqui habla de “cómo es vivir deprisa” y lo hace “con una gran carga poética”. “En Estados Unidos se crearon leyendas con el wéstern o las películas de la mafia; en España ocurrió con el cine quinqui”, señala Monzón. Las leyes de la frontera, que se basa en la novela homónima de Javier Cercas publicada en 2012, arranca en los arrabales de la Barcelona de 1978 y se mete en el día a día de la banda de El Zarco, trasunto de El Vaquilla (Juan José Moreno Cuenca), delincuente juvenil de la época a la par que estrella del cine quinqui.
Este género cinematográfico español surge en 1977. Ese año, José Antonio de la Loma estrena Perros callejeros —inspirada también en la vida de El Vaquilla— dando inicio al fenómeno. Casi a la vez, Eloy de la Iglesia presenta Los placeres ocultos, pionera además en el tratamiento de la homosexualidad en el cine en España, y que apunta algunos rasgos característicos del género (el sexo entre ellos). Ambos realizadores se convertirán en referentes de lo quinqui. De la Loma, gracias a trabajos como Perros callejeros II, busca y captura (1979), Los últimos golpes de El Torete (1980), Perras callejeras (1985) o Yo, el Vaquilla (1985). De la Iglesia con Navajeros (1980), Colegas (1982), El pico (1983), El pico II (1984) o La estanquera de Vallecas (1987), que formalmente clausura el fenómeno cinematográfico.
Fue un cine celebrado por el público, pero también repudiado por gran parte de la crítica: aunque se le reconocían ciertos guiños pasolinianos, era enmarcado en la serie B y la exploitation (cine que trata temas socialmente controvertidos o escandalosos). “Muchos decían que era un cine que olía a pis”, apunta Monzón. Y eso que Deprisa, deprisa (1981), dirigida por Carlos Saura, ganó el Oso de Oro de la Berlinale.
Se trata de una filmografía reivindicada como denuncia social, a la vez que criticada por su actitud moralizante y su carencia de profundidad política. “Con todas sus contradicciones, representa a los más desfavorecidos; articula una historia alternativa a los modos festivos de la movida y al relato de la modernidad fomentado por la denominada cultura de la Transición”, resume Eduardo Matos-Martín, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Nueva York y uno de los coordinadores del libro Fuera de la ley. Asedios al fenómeno quinqui en la transición española (Comares, 2015). “Mientras la cultura de la burguesía [la movida] se eleva a categoría sublime, la de los pobres [lo quinqui] se intenta reducir a sociología o antropología”, se apunta en la introducción del volumen: “Por eso, es necesario volver la vista al pasado quinqui para entender nuestro presente”. Monzón lo resume así: “Fue la cara B de la Transición”.
Quinqui proviene de quincallero, el que mercadea con quincalla (objetos de metal normalmente de baja calidad). Ese era el oficio de El Lute. “Un hombre que nació para ser perseguido (…) por ser pobre”, cantaban Boney M. La vida de Eleuterio Sánchez empieza en una chabola en 1942. Como la mayoría de los quincalleros, era merchero, comunidad nómada a medio caballo entre los gitanos y los payos; es decir, personas racializadas. Con 22 años, El Lute es detenido y condenado, acusado de un asesinato que no cometió. La pena es la muerte, pero se la conmutan por cadena perpetua. Su leyenda arranca tras protagonizar dos sonadas escapadas de las cárceles franquistas, en 1966 y 1970. Su figura fue acrecentada por la prensa de la época, escrutada por la censura franquista y adicta a los sucesos, que redefinió el término quinqui y lo asoció a maleante racializado.
El género cinematográfico se estrena en 1977, solo dos años después de la muerte del dictador y con protagonistas más blancos que los quinquis originales. En ese momento, el imaginario se amplía para definir una emergente cultura urbana, joven, periférica, marginal y cuya influencia pervive. “Hay prejuicios culturales con respecto a lo quinqui, pero ha generado señas de identidad que perduran generacionalmente”, resume Mery Cuesta, historiadora del arte y comisaria, junto con Amanda Cuesta, de la exposición Quinquis de los 80. Es profesora en la Universidad Pompeu Fabra. Imparte Arte en la carrera de Comunicación Audiovisual. Sus alumnos rondan la veintena. “Todos los años me hacen trabajos sobre lo quinqui o me preguntan sobre Navajeros”, explica. “No deja de fascinar porque apela a la libertad de ser joven y hacer lo que te dé la gana”.
Los miembros de Derby Motoreta’s Burrito Kachimba podrían ser alumnos de Cuesta. Esta joven banda sevillana se encarga de poner música a la película Las leyes de la frontera. Daniel Monzón no dudó ni un segundo en ficharlos después de oír su primer y único disco hasta entonces —esta primavera sacaron el segundo, Hilo negro—. Un “potaje” sonoro que remite a Triana, Smash o Medina Azahara con rock duro y psicodelia bajo una estética macarra y barrial y que ellos nombraron como kinkidelia. “Es música para desfogar, pero, sobre todo, es una propuesta callejera con mucha actitud”, explica Miguel García, Piranha, cantante del grupo. Su primer videoclip, El salto del gitano, usaba extractos de la película Navajeros. “Somos la banda de los atracadores de farmacias”, añade con una sonrisa el guitarrista Scott Gringo. “Nuestras canciones están pensadas para sonar con los colegas en el parque”, agrega.
La calle, el parque, el descampado son espacios referenciales de los quinquis originarios. Es su espacio. Son los hijos del éxodo rural, los baby boomers de clase baja, que se criaron en barrios de nueva construcción en el extrarradio de las principales urbes. Así nacieron Otxarkoaga en Bilbao, San Blas en Madrid, La Mina en Barcelona… Porque lo quinqui no se entiende sin la precariedad.
En la España de finales de los setenta las noticias políticas eran buenas: el dictador había muerto y se atisbaba la democracia. Pero la economía no acompañaba: tras años de crecimiento, desde 1960, la crisis del petróleo de 1973 provocó un parón global que afectó también a España. La tasa de paro se cuadriplicó entre 1975 y 1980, incidiendo de manera dramática en los menores de 25 años. Un problema para los chavales que crecían en las nuevas periferias. Así pasó en el pasado… y así pasa ahora. Hoy en día, los números son pésimos: el paro juvenil supera el 35% (frente a una tasa general del 14,3%, según los datos de julio de 2021). Se trata de una de las mayores de Europa. Sin atisbo de oportunidades para desarrollarse, los jóvenes viven en una precariedad que conecta con la idiosincrasia del mundo quinqui.
“La democratización de la música en España a través de internet permitió que gente que no tenía recursos pudiera dedicarse a la música con muy poco desde su casa. Esa gente tenía un vínculo muy estrecho con la calle”, explica Daniel Madjody, cofundador de El Bloque, el colectivo cultural que mejor ha explicado la música urbana en Barcelona y que este año ha publicado el ensayo coral Making Flu$. 10 años de la nueva escena musical (Plaza & Janés, 2021), que descifra la evolución del panorama trap español. Para Madjody —que trabaja como maestro de primaria en el Institut Escola La Mina, uno de los barrios más empobrecidos de la capital catalana y epicentro del quinquismo en España—, el trap se relaciona con los estratos sociales más bajos. Madjody fue uno de los primeros en entrevistar a C. Tangana antes de su éxito o a referentes como Cecilio G o La Zowi.
“La juventud de ahora no se percibe a sí misma muy diferente a la de los años ochenta”, remarca Mery Cuesta. “Son jóvenes que absorben valores y estilos de vida propios del estereotipo de las periferias de las grandes ciudades, como la glorificación de la fiesta y del ocio de fin de semana; afán por el dinero, la fama o el lujo; el bajo nivel cultural; los modos de expresión violentos; o la entrega a la experimentación con drogas”, agrega. Cuesta también es autora del ensayo Chándal, oro y mantilla. Las conexiones de Rosalía con el universo quinqui y el mito de la juventud de extrarradio, dentro del libro La Rosalía. Ensayos sobre el buen querer (Errata Naturae), y afirma que la catalana “encarna una tercera ola de quinquismo de cariz casi puramente estético”. La primera fue “el origen” a finales de los ochenta. Siguió “la transmutación, en los noventa, al mundo poligonero, de los aparcamientos y de las raves”: “El quillo, el cani o la choni son herederos de lo quinqui”, afirma Cuesta.
El antropólogo social Iñaki Domínguez, autor del libro Macarras interseculares. Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros (Melusina), explica que en esta tercera ola esteticista de lo quinqui también está operando “la cultura de la nostalgia”. “Antes lo quinqui era cutre o cañí, ahora los jóvenes se apropian de esas identidades con la idea de consumirlas. Es más un juego, una forma de consumo irónica y kitsch que ahora se considera guay”. Domínguez asegura que para los referenciales Rosalía o C. Tangana ser quinqui consiste “en vivir una autenticidad higienizada y carente de peligro”. “Es algo propio del posmodernismo que busca manipular y transformar la representación antes que vivir la experiencia”. A pesar de ello, destaca en el fenómeno su reivindicación de lo popular y lo folclórico.
Daniel Madjody también habla de esos vínculos en el plano musical y define la cultura gitana como germen del trap: “Han sido grandes impulsores de la música urbana”. Un sonido que ya sonaba en grupos como Los Chichos, Burning, Eskorbuto o Los Chunguitos. Estos últimos, autores de Me quedo contigo, tema principal de la película Deprisa, deprisa (1981) y que Rosalía versionó en la gala de los Goya de 2019.
En el cine lo quinqui destila en películas como Barrio (1998), de Fernando León de Aranoa, que narra la vida de los hijos de los quinquis; Días de fútbol (2003), de David Serrano, profundiza en las vidas de los que vivieron la época años después; en 7 vírgenes (2005), de Alberto Rodríguez Librero; en Yo soy la Juani (2006), de Bigas Luna, o, más recientemente, en Quinqui Stars (2018), de Juan Vicente Córdoba. A las que ahora se suma Las leyes de la frontera, de Daniel Monzón. “Lo quinqui es cultura. Por eso, la perspectiva desde fuera, con una mirada fascinada, es importante. Hablar de aquello es hablar de hoy”, resume Monzón.
Esa mirada ajena al mundo quinqui, pero atraída por él, es la que ha expandido este universo desde el extrarradio. Muchos atribuyen esa fascinación a la profunda identidad de clase que emana a pesar de su aparente despolitización. “Es un espacio que da una libertad que a la vez permite romper los prejuicios de clase”, dice Mery Cuesta. “Es una realidad social que quedó plasmada, ha trascendido y ha articulado una narrativa”, agrega. “El problema ha sido que hasta ahora ha habido mucho prejuicio para reconocerle un valor sociocultural”.
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