La canciller heredó una vieja tradición democristiana. Le extrajo todas sus virtualidades y la multiplicó como mecanismo para tomar las grandes decisiones.
Es el famoso método Merkel —el parsimonioso merkeln—, compuesto a base de recontar científicamente los datos, escuchar sistemáticamente a los demás protagonistas, atisbar una línea de acuerdo (al menos de mínimos), añadirle un leve sesgo pro domo tua, y… decidir.
Fue el eterno y polémico primer ministro italiano, Giulio Andreotti, quien inventó los rudimentos de ese método del “confesionario” en las entonces Comunidades Europeas. En realidad, el abecé de la mediación.
Cuando le tocaba presidir, que fue muchas veces, se sentaba con uno y otro; viajaba a todas las capitales; encontraba el hilo conductor. En el lenguaje vaticano, proliferaban confesiones y cónclaves y retiros, lo que en parte se trasladó a Bruselas, con la benigna tolerancia de la discreta pero activa masonería centroeuropea.
También Jacques Delors, cristiano pero de izquierdas, fue un activo cultivador del confesionario, algo propio de la función mediadora y catalizadora de la Comisión. Si esta hegemonizaba la iniciativa legislativa —como hoy— era lógico contar antes con las aportaciones, discretamente expuestas, de los socios. El mediador hacía como si fueran de cosecha propia, la garantía del éxito.
Dicen los manuales de los negociadores que ese tipo de tanteos previos sirven para tomar la temperatura; proyectar los puntos extremos a soslayar, y explorar los más probables, o al menos posibles, terrenos de acuerdo.
Merkel ha sido avispada alumna de esos maestros. Con una ventaja, de la que sacó provecho. La Constitución Europea fallida —por el desafecto francés— se reconvirtió al cabo a un bastante aceptable Tratado de Lisboa, que rescató su contenido esencial.
Consagró el espacio propio e idóneo para el éxtasis del confesionario: solemnizó al Consejo Europeo, que habían inventado Giscard d’Estaing y Helmut Schmidt, como institución, ya no solo orientadora, sino directamente líder de la construcción europea.
Así que la canciller usó a placer de su capacidad de sobria empatía (todos se sentían respetados por ella, pero ninguno del todo seguro); de las añejas técnicas de fabricación del consenso (y de lo que era aceptable, o inasumible, para cada parte); y del poder que otorgaba a la primera potencia europea (con Francia trastabilleante) su potencia económica, para fraguar decisiones inaplazables.
El laborioso método, sin embargo, ni se desplegaba suavemente ni se ejercía sin costes, como al cabo ocurre con el ritmo pausado de la toma de decisiones democráticas: las dictaduras suelen ser siempre más veloces. Taxativas. Y suicidas.
Las prolijas maduraciones, tiempos de espera, paradas de reloj, prórrogas y consultas a pie de abismo pasaron agria factura social al rescate de Grecia y otros sureños. Aunque tarde, defectuosamente y con demasiado dolor, se salvó lo peor.
El frecuente resultado del mínimo común denominador ineludible solía distar del máximo común múltiplo deseable. Solo con el Plan de Recuperación Económica frente a la pandemia, el programa Next Generation y la consiguiente mutualización de la deuda, Merkel rindió las expectativas.
Ella había prometido que nada de eurobonos “mientras yo viva”. Pero los encajó a cuerpo gentil, incluso con pasión, contra sus halcones del pensamiento ordoliberal y su crecientemente nacionalista Tribunal Constitucional.
La prueba de fuego básica de un líder es incomodar a los propios seguidores. Lo hizo Helmut Kohl cuando la implantación del euro en el cambio de siglo, contra todas las encuestas domésticas. La prueba más sofisticada es rectificarse a uno/a mismo/a, porque la situación ha evidenciado que las cosas no iban por donde sospechabas. Lo ha hecho Angela. Respeto. Y admiración.
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