Las mujeres negras que revolucionaron la industria de la belleza

C. J. Walker, óleo sobre fotografía.
C. J. Walker, óleo sobre fotografía.THE GRANGER COLLECTIO / © THE GRANGER COLLECTIO

A finales del pasado julio, en Irvington (Nueva York), el diseñador Kerby Jean-Raymond quiso ajustar cuentas con la historia. Como primer creador afroamericano invitado por la Chambre Syndicale de la Haute Couture parisiense para presentar colección en el calendario de la alta costura, la ocasión la pintaban calva. “La imaginación negra es la mejor tecnología de este mundo”, proclamó entonces el ideólogo/fundador de la firma Pyer Moss, recordando que no pocas de las invenciones que han ayudado a avanzar —o, simplemente, disfrutar— a la sociedad contemporánea se deben a figuras de la comunidad afro, aunque la suya sea una contribución invisibilizada. Así desfilaron el semáforo de Garrett Morgan, la silla plegable de Nathaniel Alexander o el teléfono celular de Jesse Eugene Russell, teatralizados en forma de prendas. También los rulos térmicos para el pelo de Solomon Harper, formando un sensacional abrigo-capa en referencia a la que fuera propietaria del lugar elegido como pasarela: la fabulosa Villa Lewaro, allí donde Madam C. J. Walker hizo notar al mundo su estatus como primera afroamericana en amasar una fortuna superior al millón de dólares gracias a su empresa de productos para el cuidado del cabello, en 1917. Nacida Sarah Breedlove, hija libre de padres esclavos en los campos de Luisiana, el suyo es el mito fundacional de un negocio cuyo valor de mercado ronda hoy los 2.500 millones de euros, según estimaba la consultora internacional Nielsen en un estudio previo a la pandemia.

La cifra puede parecer exigua para una industria global, la de la belleza, que en 2023 generará 800.000 millones, pero, en términos de alcance demográfico específico, resulta especialmente significativa. En los últimos cuatro años, la comunidad afroamericana ha reorien­tado su consumo cosmético y de cuidado personal hacia marcas de título y capital negros, tanto que su gasto ya domina casi el 90% del segmento de la llamada belleza étnica, informa el citado reporte de Nielsen. Solo en tratamientos capilares, las ventas de estos productos en diciembre de 2020 se disparaban hasta los 1.000 millones de euros. Tamaño cambio de hábito se ha traducido en una oportunidad empresarial para cientos de emprendedores, la mayoría de mujeres, que recogiendo el testigo de Madam C. J. Walker, Annie Turnbo Malone o Madam Nobia A. Frankilin alimentan en la actualidad una burbuja espoleada además por el activismo feminista interseccional y los movimientos de concienciación social como Black Lives Matter o 15 Percent Pledge, la organización sin ánimo de lucro que insta a los grandes comerciantes a destinar un representativo 15% —el mismo de la población negra en Estados Unidos— de sus espacios a artículos de titularidad afro. El gigante cosmético Sephora fue la primera gran superficie en recoger el guante, lanzado vía redes sociales por la diseñadora Aurora James en 2020, tras el asesinato de George Floyd. Su programa incubador/acelerador de marcas desarrolladas por emprendedoras de color se reforzaba el pasado agosto con la campaña Black Beauty Is Beauty.

Una modelo del desfile de alta costura otoño/invierno 2022 de Pyer Moss que se celebró en la mansión de Walker.
Una modelo del desfile de alta costura otoño/invierno 2022 de Pyer Moss que se celebró en la mansión de Walker.Cindy Ord (Getty UImages) / WireImage

“En cuestión de belleza, muchas de las técnicas, utensilios, tendencias y hasta estilos son creaciones de la comunidad negra, derivados de sus propias necesidades y capacidad de innovación al respecto. Históricamente, sin embargo, semejante contribución ha sido ignorada”, reconocía Abigail Jacobs, vicepresidenta del departamento de marketing de Sephora, al presentar el proyecto, alineando su discurso con la reivindicación de Kerby Jean-Raymond. Gracias a esta iniciativa pionera, los multiespacios de la enseña propiedad de Louis Vuitton Moët Hennessy (conglomerado líder del lujo mundial al que contribuye con el 30% de las ventas en su división de cosmética y perfumes) dan ahora cobijo a una veintena de firmas de origen étnicamente minoritario: “No se trata solo de poner en valor la eficacia y excelencia de su oferta, sino sobre todo de agitar la conversación, aportando conocimiento y educando a todas nuestras consumidoras sobre el impacto real que la belleza afro ha tenido siempre en la vida diaria”. De la reciente fiebre del contouring al más actual furor por las uñas acrílicas, pasando por las extensiones y las pelucas de colores, cierto tipo de trenzados o permanentes como la de Jheri Curl (aquel rizo frito de aspecto sedoso y brillante, ideado por el peluquero Jheri Redding y popularizado por Michael y Janet Jackson en los ochenta), la lista de aportaciones tanto estilísticas como en términos de aparatología de la gente de color a los rituales de belleza es, en efecto, larga y centenaria. Se trata, claro, de soluciones y fórmulas para un tipo concreto de pieles y cabello, que al pasar a la práctica común han terminado descontextualizadas y, lo que es peor, desprovistas de significado socio-emocional.

Para el caso, la apropiación cultural no es el problema aquí, o no solo. En la ignorancia, la indiferencia, el desconocimiento flagrante de las necesidades cosméticas y de cuidado personal de quienes no pertenecen a ese grueso de población caucásica sobre el que la industria de la belleza tradicional ha levantado su casi billonario imperio, está el quid de la cuestión. También en viejos convencionalismos estéticos blancos o, mejor, occidentales/eurocéntricos, que aún prevalecen. “La idea de que los rizos no son elegantes me pone enferma. En mi primera temporada de desfiles, en París, se empeñaron en alisarme el cabello todo el rato, tanto que me lo dañaron. Y yo solo podía preguntarme: ‘¿Pero qué diablos sabrás tú de mi pelo, si eres un tipo blanco y calvo?”, lamentaba la afroamericana Selena Forrest en la serie documental The Models, en 2019. Tres años antes, la anglojamaicana Leomie Anderson ya había tenido que poner en marcha un canal de YouTube para explicar qué tipo de productos y procedimientos precisan las mujeres de tez no normativa: Kit de supervivencia de una modelo negra, lo bautizó la que fuera ángel de Victoria’s Secret, dirigiéndose expresamente a los equipos de maquillaje y peluquería empleados en las semanas de la moda. Los testimonios de maniquíes afro y latinas que tienen que comparecer en desfiles y sesiones fotográficas con sus propios neceseres para evitar desaguisados no han parado de airearse desde entonces (véanse la sudanesa Nykhor Paul o la puertorriqueña Joan Smalls).

Imagen de la firma de productos de belleza veganos The Lip Bar, fundada en 2012.
Imagen de la firma de productos de belleza veganos The Lip Bar, fundada en 2012.

thelipbar.com

Aventurarse en los expositores de cosmética de grandes almacenes y perfumerías más o menos especializadas ha sido una experiencia frustrante durante décadas para la mayoría de las féminas de color. Prácticamente todas las marcas líderes del sector han solucionado la papeleta sin mayores miramientos que una base de maquillaje más oscura de lo normal o un simple acondicionador para cabellos encrespados durante demasiado tiempo. También les bastaba con poner la consabida modelo negra en sus campañas, aunque el artículo anunciado ni siquiera estuviera pensado realmente para mujeres como las del reclamo publicitario. Tal muestra de racismo sistémico ya intentó combatirse a finales de los años sesenta, en aras del movimiento artístico-estético Black Is Beautiful adscrito al activismo por los derechos civiles de los afroamericanos, con la aparición de líneas de producto desarrolladas por y para la comunidad afro. Fundada en 1973 por Eunice Walker y John H. Johnson (matrimonio de magnates mediáticos, editores de las biblias de estilo negras Ebony y Jet), Fashion Fair fue la primera en ofrecer maquillaje y labiales expresamente formulados para satisfacer a las desheredadas de la belleza por el tono de piel. Con 2.500 puntos de venta repartidos por todo el mundo, la marca supuso no solo un triunfo empresarial, sino también una inspiración: puede decirse que las etiquetas de cosmética afro surgidas en los últimos 40 años se han mirado en ella. “Siempre supe lo que debía hacer en cuanto me retirara de la moda: crear una firma de belleza para aquellas de nosotras a las que el negocio ha ignorado”, concedía la supermodelo Iman en 1994, cuando lanzó Iman Cosmetics.

Las exigencias de diversidad e inclusión demandadas desde la moda a partir de 2015 han hecho el resto. Hasta el extremo de que megacorporaciones como L’Oréal o Estée Lauder han comenzado al fin a desarrollar colecciones específicas para según qué etnias, sobre todo tras la irrupción en el mercado de la celebrada maquilladora Pat McGrath con su propia firma, Pat McGrath Labs (su sombra Gold 001 se agotó en minutos nada más ponerse a la venta, en octubre de 2015), y el punto de inflexión que marcó Fenty Beauty, la línea de cosmética inclusiva ideada por la cantante Rihanna bajo el paraguas financiero del grupo LVMH, en 2017. La sospecha de estar asistiendo a una nueva maniobra de mercadotecnia en pos del hoy codiciado dólar negro, sin embargo, ha llevado a sus consumidoras objetivo a comprometerse más que nunca con esas marcas que responden al acrónimo FUBU (for us, by us) y que reconocen como suyas. Una suerte de activismo estético, amplificado por las usuarias de estos productos a través de las redes sociales, que también ha contribuido a la proliferación de pequeñas empresas, muchas enfocadas en exclusiva al comercio electrónico, algunas con nombre de celebridad (las actrices Tracee Ellis Ross, hija de la legendaria Diana Ross, que debutó con su marca de cuidado capilar Pattern Beauty en 2019, a la venta en Sephora, y Taraji P. Henson, que despacha su colección TPH en la popular cadena de supermercados Target desde el año pasado) y todas a la vanguardia de la sostenibilidad, con formulaciones veganas, libres de químicos y orgánica y respetuosamente conscientes de a quién van dirigidas. Lo que se dice hacerse un sitio a la mesa por ti mismo, sin tener que volver a pedir permiso.


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