El hombre está en la fila del pabellón deportivo donde se reparte ropa para los damnificados del volcán. Una psicóloga observa que, de pronto, se da la vuelta y se marcha. Va tras él y le pregunta por qué se va. Le responde: “Es que me da vergüenza pedir calcetines”. Un niño rechaza el juguete nuevo, reluciente, que le ofrece una voluntaria. La razón es tan sencilla como descorazonadora: “No quiero un juguete nuevo, quiero mi juguete”. Una familia es acompañada por la Unidad Militar de Emergencias (UME) a recoger la documentación y los enseres más importantes de su casa para salvarlos de la trayectoria del volcán. La madre se da cuenta de que, durante el tiempo que han estado desalojados por precaución, la comida se ha estropeado y huele mal, y las cenizas lo han invadido todo. Solo tiene 15 minutos para salvar lo más importante, pero se pone a barrer la entrada y a limpiar la cocina. Tal vez porque le da apuro que los soldados vean su casa así, o puede que sea su manera de amortajarla en condiciones, de decirle adiós. La hija busca al capitán psicólogo de la UME Alberto Pastor y le cuenta que su padre se ha encerrado en el huerto. Le explica que llegó de Australia e invirtió todo el dinero ahorrado en esta casa: “Está llorando, dice que no se quiere ir, que si el volcán se va a llevar todo lo que tiene en la vida, que se lo lleve también a él. ¿Podría usted hablar con mi padre?”.
Ya han pasado dos semanas desde que el volcán de La Palma empezó a rugir, y sigue haciéndolo sin descanso, nadie sabe a ciencia cierta cuándo parará. Lo que sí está claro es que, paralela al río incandescente que busca el mar, baja una colada invisible, la del dolor de los que lo han perdido todo y van dándose cuenta de que su vida jamás será la misma. Dice la psicóloga voluntaria Cristina García que, después de la conmoción inicial, ahora es el tiempo del miedo, de la incertidumbre, de la impotencia: “Nos cuentan que los 15 minutos que tuvieron para ir a su casa a recoger las cosas fueron los peores 15 minutos de su vida. Muchos nos reconocen que se bloquearon, que no sabían qué coger. Algunos se sienten egoístas porque cogieron algo para ellos y se les olvidó recoger algo para los hijos o para la pareja. Te dicen: ¿por qué habré elegido esto pudiendo haber cogido lo otro?”.
A la psicóloga Cristina García se lo cuentan en diferido, “en forma de remordimientos, de sentimiento de culpa”, pero el capitán Alberto Pastor lo presenció en directo. La UME, como en otros casos la Guardia Civil o la Policía, participó del dispositivo organizado para acompañar a los vecinos a sus casas para recoger sus pertenencias. Para que todos los afectados pudieran acceder con seguridad, se establecieron turnos de 15 minutos. El capitán Pastor seguía un método que la mayoría de las veces resultó efectivo, pero otras no tanto. Lo cuenta de forma muy gráfica: “Antes de entrar en la casa, les pedía que parásemos un minuto. Les decía: me llamo Alberto, ¿cómo se llama usted?, pues bien, usted va a ser nuestra jefa, o nuestro jefe, no necesitamos que usted coja nada, sino que nos diga a nosotros qué tiene en la lista que ha hecho y nosotros se lo traemos. Eres consciente de la gravedad de la situación y tratas como sea de rebajar la tensión. Intentamos que se centren en la tarea para que así dejen de lado las emociones, pero a veces se quedan clavados ante un recuerdo y entonces hay que procurar rescatarles, devolverlos a la realidad”.
Al capitán psicólogo no se le cae de la memoria una mujer de unos 40 años que les dijo con una sonrisa “no os preocupéis, tengo claro lo que tengo que recoger”. Son alojamientos turísticos, seguro que se salvan del volcán. Pero cuando metió la llave en la cerradura se derrumbó y se puso a llorar a todo trapo: “Nos dijo que toda su familia de Venezuela dependía de esos apartamentos, y que en el momento en que pensó que si la lava se comía aquello su familia perdía el sustento… no había quién la consolara”.
El psicólogo cuenta que otro compañero de la UME se acercó a un joven de unos 30 años que se había sentado frente a su casa y lloraba con desconsuelo. Le preguntó si le podía ayudar y le contó que se acababa de comprar esa casa que estaba a punto de ser devorada por el volcán, que tenía una hipoteca entera por pagar, pero que no se preocuparan por él, que era joven y que saldría adelante, que fueran a ayudar a las personas mayores. “Esas muestras de empatía te llegan muy adentro”, reconoce, “y hay también momentos en que te haces cargo de la magnitud de la situación”.
El capitán refiere un caso que presenció y que refleja una realidad muy común en la isla de La Palma: “Fuimos a recoger los enseres de una casa y el dueño, un joven, me dijo: ‘¿Le importa que vayamos allí que están mis padres?’. Cruzamos un patio y le pregunté: ‘¿Es que viven cerca?’. Y me respondió: ‘No, no, es que esta es mi casa, esta es de mi hermano, esta es la de mi tío, esta de mi abuelo y esta de mis padres’. Eran seis casas unas detrás de otra, todas unidas por una parcela…”. Todas en fila, esperando la lava del volcán.
Cristina García, que pertenece al Colegio Oficial de Santa Cruz de Tenerife, cuenta que lo más difícil de estos días es trabajar con las personas mayores: “Nos dicen que han luchado por tener una estabilidad y que saben que ya no tendrán vida suficiente para empezar de cero. Es muy duro para ellas, lo pasan muy mal. Las ves en los sitios de acogida, mirando a los celajes [una expresión canaria que significa estar abstraído, como en las nubes] y te da mucha pena”.
Un vecino ya mayor le enseñó la llave que abría su casa, y le explicó todo su dolor con un par de frases: “Hasta hace unos días esta llave abría todo lo que tenía. Ahora todo lo que tengo es esta llave”.
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