Acceder a una vivienda digna en España se está volviendo cada vez más complicado, según un arsenal de datos estadísticos procedentes del Gobierno, del Banco de España, del sector inmobiliario y hasta de los agentes sociales. Contrariamente a lo que sucedía en los años de la burbuja inmobiliaria, los problemas se concentran hoy en las ciudades más grandes y en las zonas turísticas más estresadas, tanto en la compra como en el alquiler, con una subida de precios sostenida durante los últimos años y especialmente acusada en Madrid, Barcelona, Málaga, Valencia, y en algunas zonas de Baleares y Canarias: ese incremento, unido a la falta de vivienda social, hace que la proporción de personas que realizan un sobreesfuerzo para pagar el alquiler haya aumentado significativamente y alcance ya una de las tasas más elevadas de Europa. Reducir esa dificultad es crucial para mejorar las tasas de natalidad, favorecer la capacidad de consumo y ahorro de los hogares, y evitar, por esta vía, un incremento de la desigualdad. El sobrecalentamiento de los precios inmobiliarios implica una dificultad creciente de los jóvenes para acceder a una vivienda, a la que se suma una de las tasas de paro más elevadas del Atlántico Norte y una de las tasas de precariedad más altas de Europa.
Con esos mimbres, no es extraño que la vivienda haya sido el principal escollo para el acuerdo entre el PSOE y Unidas Podemos sobre el proyecto de Presupuestos Generales del Estado, esencial para pacificar lo que resta de legislatura. El paquete anunciado conjuga medidas populares, como el bono para el alquiler, con instrumentos de más calado, como los incentivos para sacar viviendas vacías al mercado y para aumentar el parque de vivienda social. Hay que subrayar el acuerdo político alcanzado, aunque en el debe cabe destacar que falta hoy concreción en las principales propuestas.
La vivienda es una prioridad política para los dos socios del Gobierno. Los habituales trompetistas del apocalipsis afirman que esas medidas pueden ahuyentar a potenciales inversores y que distorsionan el sacrosanto juego de la oferta y la demanda. El mercado, sin embargo, no parece que haya funcionado especialmente bien en los últimos tiempos, y no solo por una estructura de incentivos que llevó hace 15 años a la burbuja inmobiliaria. En Alemania y en varios países europeos hemos visto propuestas en la línea de lo que plantea el Ejecutivo de Pedro Sánchez.
En el acuerdo hay algunos elementos cuestionables, como la previsión de rebajas de los alquileres de los denominados grandes propietarios, pero no por tratarse de un ataque a la propiedad privada, sino porque sus efectos serán más simbólicos que reales. Los grandes propietarios controlan menos del 15% del stock de viviendas, y la aplicación de la rebaja dependerá de ayuntamientos y comunidades autónomas en las áreas tensionadas: es previsible que su aplicación sea muy limitada, en particular tras anunciar Pablo Casado la insumisión del PP y sus comunidades a la aplicación de una ley estatal.
Menos discutible es la utilización de instrumentos fiscales, como la desgravación, para fomentar el mantenimiento de las rentas, aunque también en este caso habrá que esperar a la redacción final de la ley para descartar que suceda algo parecido a lo que pasó con las desgravaciones fiscales de hace dos décadas, que iban directamente al bolsillo de los vendedores y arrendadores. El anunciado “bono joven” debería articularse evitando las deficiencias que lastraron una medida similar impulsada en 2008, y es quizá la medida más popular, pero la sustancia de la nueva regulación está en otra parte: la acción combinada del fomento decidido de la vivienda social orientada hacia los jóvenes (con la necesaria contribución de todas las administraciones). Los detalles de la ley darán la medida de su ambición y de su utilidad para atajar el problema.
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