El de Elena Oca fue un desahucio pacífico. Y poco habitual, de los que no hay muchos precedentes. En el último episodio del proceso, la retirada de sus enseres, no había antidisturbios en formación, ni manifestantes airados a la puerta del inmueble ejerciendo de escudos humanos. El pasado lunes y martes, el único trasiego visible en el exterior era el trabajo de un servicio de mudanzas que terminó llenando dos camiones y tres furgonetas con los enseres de la casa, una vivienda de 540 metros cuadrados con una parcela de 2.600 metros en la urbanización Los Peñascales de Torrelodones, un pedazo de chalet que bien podría superar el millón de euros.
Su antigua propietaria, Elena Oca, de 53 años, sentiría el mismo pesar que cualquier persona despojada de su hogar, donde nacieron y vivieron sus tres hijos, donde forjó durante 20 años unos sueños que se han venido abajo. Y, ahora que experimenta una situación vulnerable, Elena le ha dado un giro a su vida: de ser promotora inmobiliaria a colaborar con la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH) de Vallecas. De constructora a activista. Un desahucio fuera de lo normal.
Oca podría pasar sin problemas por abogada. De hecho, estudió unos años Derecho en la Universidad Complutense, hasta dejarlo al quedarse embarazada. Tenía vergüenza de dejarse ver con la tripa entre estudiantes. “Ya ves, qué tonta era entonces”, recuerda. Su trabajo giró hacia el mundo inmobiliario, creó una sociedad, construyó y vendió alrededor de 50 chalets y 200 viviendas en la zona oeste de Madrid, la de rentas más altas.
Y compró mucho suelo, que perdió buena parte de su valor con la crisis inmobiliaria, la de 2008, la que ha dejado a tanta gente en la cuneta. La extinta Caja Ávila, de la que era cliente preferente, la de las reuniones vips y llamadas confidenciales, al ver que los créditos de la sociedad empezaban a ser tóxicos, le propuso poner sus propiedades al servicio de las deudas. Y, con el paso del tiempo y la voracidad de los intereses, su hogar, el de su madre y el de su hermano pasaron a ser propiedad de la Sareb, el llamado banco malo, en 2016.
Y una casa tasada en 1,2 millones de euros pasó a la cartera de la entidad por poco más de 287.000 euros, lo que incluía la cantidad de hipoteca no pagada más intereses y costas. “Este no es un caso típico de persona que no puede hacerse cargo de las cuotas, sino que es una promotora que tenía préstamos con una entidad bancaria que no devolvió”, explica la Sareb. La protección en la Ley de Enjuiciamiento Civil no es la misma si se trata de la vivienda habitual del deudor o si no. En el primer caso, la adjudicación se hará por hasta el 70% del valor de tasación, y en el segundo, por la mitad o por el valor de la deuda impagada, que es lo que se aplicó en esta situación. Y, jurídicamente, la parcela de Torrelodones y el inmueble construido en ella dejaron de ser la vivienda habitual cuando se pusieron como garantía de pago de una deuda empresarial.
Elena pensó que eso era injusto y, entre 2016 y 2018, comenzó una larga batalla de recursos en los tribunales. En 2017 consiguió que el juzgado modificara el importe de adjudicación y lo elevase a 708.000 euros, que considerara la finca como vivienda habitual y que diera 10 días a la Sareb para abonar la diferencia. La entidad financiera respondió con dureza en un documento al que ha tenido acceso este diario, en el que acusaba de mala praxis a la jueza. Mediante recurso, logró revertir la situación de nuevo. Este mismo juzgado sería el que cuatro años más tarde ejecutaría el desahucio hipotecario.
La Sareb no tiene amigos. “La estrategia es, por mandato del Gobierno, que nos intentemos adjudicar los activos tóxicos al menor valor posible y tratemos de venderlos por el mayor”, dice un portavoz. “Lo que no recuperemos nosotros, lo pagan los españoles”. En medio del conflicto, y bajo la amenaza de un futuro desahucio, Javier López, su pareja, le recomendó acudir a la PAH. Y Elena Oca lo hizo, pero en lugar de ir a la más próxima a su domicilio decidió dirigirse a Vallecas. ¿Por qué? Quizá para que no le reconocieran. Hasta el año pasado, Elena no sabía lo que era la PAH. Por el camino, ella iba bajando los seguros de las puertas del coche. “Nunca había pisado ese barrio de Madrid, lo reconozco”, confiesa. Sabe que su aspecto es el de una señora de posibles. Y lo era, hasta la maldita crisis de 2008 que se lo llevó todo.
“Elena ayuda en lo que puede, desde asesorar a quien sabe menos que ella hasta hacer de parapeto frente a comisiones judiciales cuando toca”, dice Diego Sanz, un compañero de la asociación. Mercedes Revuelta, activista del movimiento Stop Desahucios no se sorprende demasiado: “Antes este tipo de perfiles, de rentas altas, era más habitual en la PAH. Con la crisis del 2008, llegaron muchísimos hipotecados: clase media, empresarios y autónomos”. Javier López valora la actividad de Elena: “En la plataforma hay muchísima gente que cree que lo que dicen los bancos es la ley, y ella les ayuda a entender que no es así. No conocen sus derechos”. Elena tiene claro su nueva actividad: “Me ayudan y yo ayudo. Es donde debo estar ahora”.
En su trayecto hacia el territorio vulnerable, Elena conoció los servicios sociales. Antes de su primera visita, una amiga y vecina le dijo que no se vistiera tan bien, que llevara vaqueros. “Qué tontería, pensé yo, cada uno tiene sus circunstancias y es lo que me tocaba, yo no entiendo esas cosas”, recuerda. Actualmente tiene concedida una ayuda de 140 euros mensuales para alimentación y una prestación por hijo a cargo, el pequeño, de 16 años. También vive con ella su hija de 24. La renta mínima de inserción se la han denegado por tener al mayor, de 30 años, empadronado en el chalet, aunque se emancipó hace tiempo. Tampoco le han otorgado el ingreso mínimo vital por aparecer aún como administradora de la empresa, aunque perdió los poderes hace tres años. “Tengo la seguridad de que nadie lee las peticiones, he puesto varios recursos”, se desespera. “La última vez, un funcionario al teléfono me dijo que cada vez una persona distinta leía los expedientes. Es un horror”. No había tenido que lidiar con la burocracia hasta ahora, cuando lo hace en una situación vulnerable.
A la pregunta de cómo mantiene a sus dos hijos y a los dos perros, discretamente pide parar la grabadora. El miedo a perder la exigua asistencia social que tiene le hace ser prudente. Reconoce que tiene ayuda económica familiar y que cobra por algunas ayudas a conocidos (básicamente, trabajos administrativos y de gestoría, espacios en los que se mueve como pez en el agua). Días después, asegura que no le importa que se sepa. No hace nada que cualquier otra familia no intente cuando no entra suficiente dinero en casa.
La mañana del martes, tras una larga jornada de mudanza, reconoció sus sentimientos. “Me duele el alma”, dijo al teléfono. No se refiere al cansancio físico, sino al emocional de llevar desde 2012 soportando la amenaza de la ejecución hipotecaria. No deja de ser el hogar en el que ha visto crecer a sus hijos, sea de lujo o no. El desarraigo, la pérdida y el desaliento son los mismos. Y, por qué no decirlo, la vergüenza: “Esto es muy duro, muchos de mis conocidos se han enterado de mi situación”.
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