Abdulrazak Gurnah (Zanzíbar, 73 años) se deja llevar, entre despistado y molesto, por los fotógrafos de prensa. Le hacen caminar por el estrecho callejón londinense donde están las oficinas de su agente literario. Le obligan a posar como modelo profesional, y no entiende nada. Aunque su traje gris le siente como un guante, y los zapatos negros brillen como recién estrenados, hay un punto de dandismo íntimo en el escritor al que la publicidad desorienta.
Y la publicidad de un premio como el Nobel de Literatura es desbordante. Convierte a quien toca en el portavoz forzado de una causa justa, o de una porción olvidada de la humanidad. “No estoy jugando ningún papel, digo lo que pienso. No me considero responsable ni portavoz de ninguna causa”, intenta explicar Gurnah. Admite, sin embargo, que su experiencia de inmigrante está en el corazón de todo lo que escribe. Llegó a Reino Unido con 19 años, en 1967, y huía de una revolución en Zanzíbar que derrocó el sultanato árabe del archipiélago. “Soy de Zanzíbar. No hay ninguna duda al respecto. Pero es la vida que he vivido, y las experiencias que he tenido, lo que ha influido sobre mi escritura. Y la mayoría de mi vida he trabajado y residido en Inglaterra. He enseñado literatura en inglés. Aunque no creo que tu experiencia vital sea lo que construye por completo lo que podríamos llamar tu vida imaginaria o imaginativa”, describe el autor.
Su lengua materna, que aún habla, es el swahili, pero su educación literaria se construyó a partir de los miles de libros en inglés a lo que tuvo acceso cuando llegó al Reino Unido. No fue una decisión premeditada. La conversación y las respuestas que necesitaba dar a los autores que le han precedido ―”la amplia red de voces que conversan en la literatura”— le salían en inglés, donde lograba expresar con mayor comodidad su voz propia. Que, como él mismo reconoce, se movió a la fuerza en un terreno muy delimitado por la experiencia de la inmigración. “Es el fenómeno de nuestro tiempo. Y creo que yo lo entiendo, en cierto sentido, por mi propia experiencia. No es una materia escogida libremente, es un asunto recurrente en tu pensamiento. Puedes incluso decirte a ti mismo que, en tu próximo libro, no quieres mencionar ese asunto. Da lo mismo, tarde o temprano encontrará el modo de entrar”, confiesa.
Gurnah ha sido descubierto esta semana por el gran público universal de la literatura. Su voz era minoritaria hasta ahora, a pesar de haber publicado ya más de una decena de libros ensalzados por la crítica especializada. Se nota en él una madurez, no solo profesional, sino vital. El autor tiene convicciones firmes, pero su radicalidad exhibe un tono educado y comprensivo. “A veces parece que el debate sobre la inmigración haya cambiado a mejor, pero de nuevo retrocedemos. Cada nueva ola de inmigrantes que llega al Reino Unido —afrocaribeños, paquistaníes, indios, rumanos…— deben sufrir el mismo clima de hostilidad, y una respuesta autoritaria del Gobierno”, lamenta. “Es una respuesta falta de moral y de compasión. Pero lo que es peor, no es racional. Esta gente no viene con las manos vacías. Traen con ellos juventud, energía y un gran potencial. La idea de que llegan para arrebatar parte de nuestra prosperidad es inhumana”.
Acabó adquiriendo la nacionalidad británica. Enseña literatura inglesa desde hace décadas. Vive en Canterbury. No se puede ser, en cierto modo, más británico. Quizá por eso, su opinión sobre el gran debate de los últimos años en Reino Unido, refleja ya el cansancio generalizado de sus compatriotas. Queda poco por decir respecto al Brexit: “Ha sido un error, pero así lo ha querido la gente. Me despierta muchas sospechas la fuerza que se esconde detrás de ese fenómeno, o de las aparentes razones que han llevado a respaldarlo. Puede haber algo de nostalgia, pero creo que también hay algo de autoengaño”, sugiere.
Gurnah esconde, bajo una voz suave, casi tímida, una ironía a la que resulta fácil rendirse. “¿Quiere usted que devuelva ya mi premio?”, le preguntaba al periodista que prácticamente le exigía que fuera una voz contra el tono racista o xenófobo de las instituciones. Compasivo y comprensivo con la gente, acusa sin embargo a las instituciones de que perduren en el tiempo los comportamientos que muchas de sus novelas han intentado reflejar con sutileza. “Cuando llegué al Reino Unido, la gente podía dirigirse a ti y emplear determinadas palabras sin ansiedad ni miedo, sin siquiera darse cuenta de que podía resultar ofensivo o herirte. Y muchas veces responde más a una falta de consciencia que a malicia. Creo que, sobre todo en las ciudades, donde los niños han ido juntos al colegio o han jugado juntos al fútbol, hay ahora mucha más claridad a la hora de entender lo que resulta o no correcto en público. Sin embargo, creo que las instituciones son igual de malvadas y autoritarias. No creo que eso haya cambiado. Y el maltrato a muchas personas no ha cambiado en absoluto”, denuncia.
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