La música entra por los ojos. La música no es un fondo sonoro que se filtra por los auriculares mientras uno atiende a otras tareas, una emanación electrónica gratuita que surge o se extingue según el capricho de un dedo que pulsa una pantalla lisa, desconectada de cualquier empeño humano, general y anónima, transmitida intemporalmente por una plataforma tecnológica. La música está sucediendo ahora mismo, delante de mí, en una mañana entre veraniega y otoñal de finales de septiembre, en este patio de muros altos que favorecen una acústica cruda, que resalta la sonoridad particular de cada instrumento, la conexión entre los materiales y el sonido, entre la madera y el metal y la melodía y el ritmo, los gestos de las manos y las expresiones en las caras de los músicos, la concentración particular, casi dolorosa, de cada uno de ellos en lo que está haciendo, y la complicidad simultánea que está circulando a cada momento entre unos y otros: una inclinación rápida de cabeza, una mirada, el batir de la punta de un pie marcando un tiempo, la señal que indica que se aproxima algo, un cambio, un salto, un acorde final. Es mediodía y el Cuarteto Quiroga presenta su último disco en el patio del Museo Cerralbo. Han empezado conversando sobre Haydn y Mozart y el Siglo de las Luces con el casi omnisciente crítico Luis Gago, pero el momento de la verdad llega cuando cesan las palabras, por bien dichas que estén, y empieza la música, nada menos que el primer movimiento del Cuarteto de las disonancias, de Mozart.
En nuestros asientos todavía a distancia y con las mascarillas puestas, los espectadores somos tan conscientes de la cercanía física de los músicos como de la comunidad de atención que formamos entre nosotros. En el breve silencio entre las palabras y la música se oye al fondo el ruido de la ciudad, rumor de obras y de tráfico, atravesado por alguna sirena. De ese silencio y ese rumor parece que brota de manera natural el preludio misterioso del cuarteto de Mozart, algo como una bruma originaria, un comienzo en el que están contenidos los de otras obras igual de fundadoras de la sensibilidad moderna, la invocación al caos anterior a la luz en La creación de Haydn, el arranque entre incierto y sombrío de la Novena de Beethoven. Los miembros del Cuarteto Quiroga suelen argumentar muy bien los programas de sus discos. En éste, el motivo central es la metáfora ilustrada de la irrupción de la claridad después de las tinieblas, de la armonía y la concordia superadoras del desorden. Ahora sabemos que la Ilustración, tan defensora de la racionalidad, también estuvo muy impregnada de imaginería religiosa. Haydn era un católico tan ferviente como lo fue después Manuel de Falla, y esa fe no les impidió abrazar ideales de progreso y justicia, y crear formas musicales muy arraigadas en la tradición y a la vez rompedoras. A esa incesante máquina experimental que es el cuarteto de cuerda Haydn le dio su forma definitiva hacia los años setenta del siglo XVIII. Su simiente es tan fértil que sigue originando nuevas músicas 250 años después.
La palabrería psicoanalítica nos dejó la sórdida expresión “matar al padre”. Según ella, un escritor, un compositor, un artista, se afirma derribando la obra de sus predecesores más cercanos, ha de quitarlos de en medio de una patada o un codazo para encontrar su sitio, en una especie de ajuste de cuentas. Los mejores cuartetos de Mozart son un ejemplo, entre muchos otros, de que la originalidad y la maestría puede lograrlas un gran artista no negando a aquel que lo precedió, sino aprendiendo de él y agradeciendo su influjo, estableciendo una conexión de cordialidad entre las generaciones. El ciclo de seis cuartetos al que pertenece el llamado “de las disonancias” está dedicado a Haydn, a quien Mozart llama “padre” con abierta emoción: el joven discípulo ha estudiado intensamente al maestro y a través del desafío de su ejemplo ha despertado las mejores posibilidades de sí mismo. Y el maestro, limpio de ese recelo que puede intoxicar la mirada del hombre viejo hacia los jóvenes que irrumpen como de la noche a la mañana, tiene también la generosidad de apreciar y de admirar el trabajo del recién llegado: no un competidor, sino un colega, alguien de quien también él podrá aprender, y a quien está unido en la fraternidad de la música. Haydn, el compositor más celebrado de Europa, apreció sin reparo el talento de Mozart, igual que unos años más tarde, ya en la vejez, el del joven Beethoven. Los cuartetos de cuerda de los tres, que son en su conjunto una cima deslumbradora de la música, forman como un sistema de vasos comunicantes de la inspiración, el talento, la belleza, el fervor, la alegría, de esa mezcla inagotable de vitalidad y disciplina, de libre albedrío y concordia, que es el espíritu de la Ilustración.
El Cuarteto Quiroga lleva años ejerciendo esa militancia. Cibrán Sierra, segundo violinista y frecuente portavoz, lo ha dejado por escrito, en un libro que tiene mucho de manifiesto: “El cuarteto de cuerda es, de algún modo, la fórmula donde se condensa musicalmente la utopía estética de la modernidad ilustrada”. El cuarteto alcanza su primera plenitud cuando los músicos quieren ser profesionales libres y no ya criados con librea en la corte de un príncipe. En el patio del Museo Cerralbo, el ideal utópico de la conversación estimuladora y exigente entre iguales se celebra ante nuestros ojos, uniendo el presente y el pasado, los siglos de la tradición y la tarea permanente de las generaciones de los músicos, aliándolos a ellos y también a nosotros, en un deleite que es íntimo y compartido, en una fraternidad a la que somos más sensibles después del duradero castigo de confinamientos y distancias. No hay nada de solemne ni de frío ni clásico en esta música clásica, compuesta por un muchacho de poco más de 25 años que estaba rompiendo de un portazo con las servidumbres del absolutismo. La ropa de calle y los ipads de las partituras subrayan la contemporaneidad de lo que está sucediendo. La música se hace en este momento, la hacen estos tres hombres y esta mujer jóvenes que llevan toda la vida estudiando y tocan ahora como si siguieran un arrebato sucesivo de improvisaciones de jazz. Cuando terminan hay un momento de estupor y gratitud antes de que rompa el aplauso.
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