Una herbácea nativa de América introducida en puntos como Girona o Gipuzkoa, la Muhlenbergia schreberi, es la última entrada que ha puesto punto final a la catalogación de toda la flora ibérica comenzada hace 39 años. Con la descripción de esta especie, se mandó a imprenta este verano el vigésimo quinto tomo que completa el inventariado de todas las plantas vasculares de la Península (tanto la parte española como la portuguesa y la andorrana) y las islas Baleares. Algunos especialistas consideran este trabajo descomunal como el mayor hito en la clasificación de la biodiversidad vegetal ibérica desde los tiempos del insigne botánico Heinrich Moritz Willkomm, en el siglo XIX. Sin embargo, hasta ahora no ha habido celebraciones, ni presentaciones, ni siquiera anuncios oficiales. Como incide Carlos Aedo, investigador del Real Jardín Botánico de Madrid del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), y coordinador en esta etapa final del proyecto Flora iberica, para la ciencia española del siglo XXI el impacto de catalogar especies resulta “irrelevante”.
El principal promotor de este proyecto comenzado en 1982 fue el biólogo gallego Santiago Castroviejo, antiguo director del Real Jardín Botánico de Madrid, que murió en 2009 (a los 63 años) sin poder acabar una obra demasiado vasta para una única vida. De los primeros tres impulsores, también falleció en 2017 Pedro Montserrat (cuando estaba a punto de cumplir 99 años), uno de los fundadores del Instituto Pirenaico de Ecología de Jaca. Solo uno ha podido ver cómo se terminaba el trabajo, el botánico portugués Jorge Paiva, que a sus 88 años todavía sigue mandando correcciones. En este proyecto han participado 255 autores de 72 instituciones de 14 países distintos y han colaborado 27 universidades españolas y siete portuguesas. “Para hacer posible esto han hecho falta dos generaciones de botánicos”, comenta Aedo, que comenzó en el proyecto como becario hace 30 años y ha terminado coordinándolo.
Lanzarse a inventariar toda la flora ibérica pretendía acabar con una anomalía histórica: España era uno de los pocos países europeos que todavía no contaba con una catalogación exhaustiva de sus plantas y en 1982 los especialistas en plantas seguían usando todavía como referencia el Prodromus Florae Hispanicae, un libro en latín del alemán Willkomm y el danés Johan Martin Christian Lange publicado cien años antes. “Aunque el momento álgido de los botánicos españoles fue en el siglo XVIII, entonces se enfocaron más en la flora de América”, detalla Aedo. “Luego hubo un intento de catalogar la flora ibérica de [Mariano] Lagasca a principios del XIX, pero tuvo que exiliarse a Londres por su actividad política como liberal, y tampoco cuajó otro proyecto de [Pius] Font i Quer en el siglo XX, después de la Guerra Civil”, detalla el investigador. Curiosamente, la tentativa de Castroviejo empezó de forma muy modesta, pues al principio solo aspiraba a lograr financiación para intentar sacar un primer tomo, que apareció en 1986.
Pasados 39 años, esta catalogación de la flora ibérica concluye con el registro de 6.120 especies, de las que cerca de un 22% son endémicas, es decir, no existen en ninguna otra parte del mundo salvo en la Península, Baleares y otras islas como las Columbretes o Alborán (el trabajo deja fuera Canarias y otros archipiélagos portugueses de la Macaronesia por ser su biodiversidad vegetal completamente diferente). Como recalca el coordinador del proyecto, estas especies incluyen casi la mitad de todas las plantas de Europa, lo que refleja la verdadera dimensión de la obra que acaba de terminarse, un hito que va mucho más allá de las fronteras españolas.
También destaca el alto número de especies exclusivas del territorio ibérico, pues ese 22% contrasta con las tasas muy bajas de otros países europeos. Como subraya Aedo, “en Alemania los endemismos vegetales se pueden contar con los dedos de la mano”. “La flora ibérica es muy rica, como casi toda la del Mediterráneo, en diversidad se parece a la de Grecia o Italia, y está un poco por debajo de la de Turquía”, detalla el investigador del Real Jardín Botánico-CSIC, que explica que “las antiguas glaciaciones arrasaron la vida vegetal en el norte de Europa, al cubrirlo todo de hielo”.
El registro no es definitivo, pues la flora está en constante cambio: se siguen encontrando nuevas especies y hay otras que se extinguen. A veces ha ocurrido que los botánicos recolectaban algún espécimen que no encajaba con nada conocido. Es el caso de una esparraguera de Murcia bautizada como Asparagus macrorrhizus, una curiosa planta cuya existencia en la Tierra se limita a los escasos arenales que quedan entre los edificios de La Manga y San Javier, en el mar Menor. Otras especies nuevas para la ciencia son Gadoria falukei, que solo vive en roquedos de la sierra de Gador (Almería), o Primula subpyrenaica, descubierta en Pirineos.
No se puede proteger lo que no se conoce, de ahí la importancia de este tipo de inventarios. La catalogación de la flora ibérica resulta de gran interés para la gestión del medio natural, pero también para trabajos científicos y para el ámbito académico. Paradójicamente, la envergadura del esfuerzo no se corresponde con la escasa valoración que tiene para la ciencia española del siglo XXI. “Esto no sucede en todos los países, en EE UU cuando vuelve un investigador que se ha pasado 10 años en Bolivia recogiendo plantas, allí le hacen jefe del herbario del Jardín Botánico de Misuri, pero aquí acaban de denegar la financiación para catalogar la flora de Guinea Ecuatorial cuando iban por el quinto volumen”, se lamenta Aedo. “Cualquier científico que quiera sobrevivir en España tiene que publicar obsesivamente artículos en revistas de impacto, estos otros proyectos estructurales son considerados irrelevantes”, comenta. “Es un fin de época”.
Uno de los cambios más disruptivos vividos durante las cuatro décadas de proyecto fue la irrupción de internet. Esto ha supuesto todo un desafío para una obra enciclopédica como esta, que ha tenido que adaptarse a formato electrónico y hoy puede consultarse en la biblioteca digital del Real Jardín Botánico. Sin embargo, esta digitalización también ha tenido sus ventajas, no en vano al principio los investigadores intercambiaban la información a través de fotocopias enviadas por correo postal. Un verdadero engorro para un sistema de trabajo especialmente complejo: cada género de planta se encargaba a un autor especialista, que pasaba el resultado de su inventariado a un editor científico que, a su vez, consultaba a un equipo de unos 50 asesores y todo lo terminaba de revisar la secretaría del proyecto en el Jardín Botánico de Madrid. Con el correo electrónico esta tarea se ha visto muy facilitada.
Para el inventariado de las plantas, aparte de consultar bibliografía y muestras antiguas, se ha ido directamente al campo para recolectar especímenes de primera mano. Por ello, como recalca Aedo, este proyecto ha tenido ya un impacto medible: la multiplicación de muestras en herbarios en Madrid, Valencia, Salamanca, Jaca…, que serán útiles para otros proyectos científicos. E igual que aparecían especies nuevas, también ha habido otras catalogadas en colecciones que los investigadores no han sido capaces de encontrar ya en la naturaleza, como Rostraria salzmannii, que antes crecía en la playa de Palmones, cerca de Algeciras. Tomando como referencia los herbarios antiguos, el inventariado de la flora ibérica arroja un total de 26 especies extinguidas. Pero dada la escasez de estas colecciones en España, los investigadores sospechan que son más las desaparecidas.
Otra de las grandes complicaciones del proyecto ha sido concretar el nombre correcto de cada planta. Para determinar la denominación científica de las 6.120 especies de la flora ibérica, los botánicos han detenido que desenredar una maraña de 67.000 designaciones que se utilizaban para las mismas plantas. Un proceso que han tenido que repetir con los nombres comunes en las diferentes lenguas ibéricas, donde suelen producirse muchas confusiones. De hecho, hay denominaciones que se repiten muchas veces, para nombrar plantas diferentes. Como el término aulaga, que en el proceso de inventariado se ha encontrado que se utiliza para designar 25 especies distintas.
Hasta 1997 los distintos tomos de la flora ibérica fueron saliendo en orden, pero para ganar en eficacia luego se optó por publicarlos según se iban terminando sin importar la numeración. Así hasta completar 21 volúmenes, repartidos en 25 tomos. De hecho, el último volumen en salir ha sido el 19, dedicado a las gramíneas. “Todavía no tenemos la perspectiva para valorarlo de forma adecuada, el tiempo dirá hasta qué punto esta flora mantiene su vigencia”, opina con distancia el coordinador de este proyecto descomunal. Tiene muy claro que será difícil actualizar la obra ahora rematada: “No hay investigadores para ello gracias a las decisiones del establishment científico”, sentencia.
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