Seguir, seguir y después seguir; aviones, hoteles, camerinos, despachos, platós, restaurantes (posee dos locales en su ciudad, el restaurante Tercer Acto y El Pimpi, uno de los establecimientos más populares de Málaga), rodajes, festivales, estrenos, eventos, ensayos, presupuestos, entrevistas, producción, dirección, interpretación, Madrid, Málaga, Los Ángeles, Venecia, San Sebastián, Grecia…, y la única explicación de esta noria sin freno es que quienes caen en la cuenta de que Antonio Banderas tiene ya 61 años acaban concluyendo que todavía tiene 61 años.
Como a los toreros que se exceden, a Banderas la vida le dio un aviso. Fue en forma de ataque al corazón en 2017 y —superado el trance lógico de cuidados y prudencias— lo menos que puede decirse es que la cosa no ha mejorado en cuanto a ritmo. “Seguir, pero sin cortarme un pelo” es la profesión de fe que el actor, director, productor y empresario malagueño ha elegido. Así que tras presentar en septiembre en los festivales de Venecia y San Sebastián la comedia Competencia oficial (compartiendo reparto con Penélope Cruz) y con otras dos películas ya en fase de posproducción (Barracuda, una historia de gánsteres, y el thriller Banshee), acaba de meterse de lleno en Italia en la quinta entrega de Indiana Jones junto a Harrison Ford y Mads Mikkelsen.
Al término de este rodaje, Banderas podría considerar la idea de echarse a la bartola… si no fuera porque acaba de reestrenar en Madrid (Teatro Calderón) el musical A Chorus Line que ya protagonizó en el malagueño Teatro del Soho del que es propietario, esta vez con Manuel Bandera como actor. Y porque en noviembre llevará a Málaga otro musical, Company, de Stephen Sondheim, dirigido y protagonizado por él mismo.
Parece claro, pues, que al más internacional de los rostros del cine español junto a Javier Bardem y Penélope Cruz no le basta con haber trabajado con directores como Jonathan Demme, Neil Jordan, Woody Allen, Terrence Malick, Bille August, Alan Parker, Steven Soderbergh, Brian De Palma, Jean-Jacques Annaud, Robert Rodriguez, Carlos Saura, Fernando Trueba o Pedro Almodóvar. Ni con haber encandilado a medio mundo desde detrás del antifaz del Zorro. Más, más y más. Esta conversación tuvo lugar en la suite Bette Davis (“¡madre mía, mírala, qué mujer!”) del hotel María Cristina, durante el último Festival de San Sebastián. La charla la inicia él, recordando aquel lejano estreno de Laberinto de pasiones, de Almodóvar.
Pregunta. Treinta y nueve años ya de aquel estreno sonado de Laberinto de pasiones.
Repuesta. Aquella noche en San Sebastián pasaron muchas cosas, fue muy interesante ver la explosión y la división que provocó; yo entonces ya me di cuenta de que Almodóvar iba a ser algo importante… para bien o para mal…, je, je, je. Además, aquello eran los comienzos de la movida y de una forma de entender el mundo del arte completamente distinta. Vimos que había cabida para otra forma de contar cosas y con narrativas distintas a las que conocíamos.
P. Ya, pero aquello es historia. Los festivales de cine ya no son así. Ahora todo es previsible, medido y maquinal. Y a las estrellas casi ni se les ve.
R. Ya… Hace poco le comentaba a Penélope: yo recuerdo aquellos festivales de San Sebastián y las fiestas en la discoteca Bataplán, y recuerdo el Festival de Venecia y bajarnos a tomar bellinis hasta las dos de la madrugada en el bar del hotel bailando con la gente, y a Adriano Celentano tirándole un cubo de agua a un periodista; había diversión… y ahora es que yo no puedo ni salir al vestíbulo. Móviles, cazautógrafos… Los grandes festivales, como Cannes, se han convertido en una especie de feria. Los grandes festivales se han desvirtuado mucho.
P. ¿Los festivales son, en ese sentido, escaparates del enorme cambio en los usos y costumbres en gran medida por culpa de los móviles y de las redes?
R. Es que probablemente lo que esté pasando ahora mismo es que ha crecido todo muchísimo y sigue creciendo. La tecnología está permitiendo otras formas de contar la historia, se están cambiando los formatos de las cosas y, claro, los festivales se asustan, porque de alguna manera quieren ser proteccionistas con la forma antigua de ver las películas. El cine como ritual de meterte en una sala oscura con gente que no conoces para ver una película en una pantalla gigante se acaba. Y todo esto asusta mucho.
P. ¿Qué cosa?
R. La cantidad de material que hay ahí fuera ahora mismo. Cuando yo llegué a Madrid a principios de los ochenta había dos televisiones públicas y los teatros estaban sobre todo llevados por familias, los Collado y tal… Pero hoy hay mucho miedo a no saber hacia dónde vamos. Yo, que soy un consumidor diario de películas y de series de televisión, me meto en cualquier plataforma y me digo: “¡Esto es un atraco!”. Es una barbaridad de material. Y la mayoría no tiene calidad, pero al mismo tiempo piensas en la profesión y dices: “Vale, da de comer a mucha gente”. Pero ¿y dónde queda el cine?
P. ¿Y dónde queda el cine?
R. Pues probablemente en los festivales internacionales. Ahí uno todavía tiene la esperanza de encontrar perlas. Así que creo que todavía tienen una utilidad.
P. Madrid, Málaga, San Sebastián, Venecia, Los Ángeles, Salónica… ¿Usted sabe dónde está? Hay que seguirle casi con GPS…
R. (Risas).
P. A usted le pasó una cosa y…
R. Sí, vaya, que me dio un ataque al corazón.
P. Entre parar, frenar, acelerar o estarse quieto…, ¿ya ha decidido qué elegir para su vida?
R. Seguiiiiir. Seguir, pero además sin cortarme. Cuando me pasó aquello, el miedo me retrajo, lo reconozco. Me dije: “¡Ah!, probablemente ya no puedo hacer cosas que hacía antes”. De forma natural, las cosas que no tenían importancia fueron desapareciendo. Y de repente hubo cosas como el dinero, la política…, cosas que fueron hundiéndose en mi vida. Y me fijé en las que realmente tenían valor para mí. Redescubrí, por ejemplo, el teatro, que fue mi primera gran pasión. Yo soy actor por el teatro, no por el cine. El cine vino como un accidente.
P. ¿Cómo recuerda su descubrimiento del teatro?
R. Mi padre me llevaba cuando era un niño y esa magia que allí se producía, ver a actores y a actrices que en tiempo real me estaban contando una realidad…, aquel ritual fue un amor a primera vista. Hasta empezar a no sentirme bien en el teatro, porque inconscientemente yo lo que quería era pegar un salto al otro lado del espejo. Y me sentía mal porque yo no tenía posibilidad de hacerlo, mi padre era un agente de la policía secreta y mi madre era maestra, no había ningún retazo de artistas en la familia. Y me volvía loco. Y para mis padres aquello era eso, una locura de niño que ya se le pasaría…
P. Pero no se pasó.
R. Al contrario, se acentuó. Así que el teatro fue la cuna de todo. Y cuando me dio el ataque al corazón, esa vuelta al inicio de todo fue fundamental. Cuando uno hace cosas que no le cuestan es señal de que uno está haciendo lo que tiene que hacer. Yo me levanto por las mañanas, me engancho mi mochila y me voy al teatro, y paso el día allí ensayando, o gestionando, o administrando, o programando, lo que sea, y a veces me voy de allí a las once de la noche.
P. Claro, cuando se quedó con el Soho, mucha gente dijo: “Ahora Banderas se pasa al teatro”, seguramente sin saber que…
R. ¡Ja, ja, ja, ja! Sí, así fue. Pero era un regreso.
P. Y eso que el arranque no fue precisamente tranquilo. Primero, Lluís Pasqual, su director artístico, se fue al poco tiempo. Y luego la covid. ¿Si lo sé no vengo?
R. Al contrario. Hemos seguido trabajando y abriendo el teatro y…, pero vayamos primero a Lluís Pasqual. A pesar de haber estado solo un año en el Teatro del Soho, en realidad lo que yo tengo ahora se lo debo a él, porque detrás de él dejó a personas muy importantes, concretamente Aurora Rosales, que había trabajado en el Teatre Lliure y en el Teatro Real y que estaba en el momento justo para saltar a la dirección. Ella es mi mano derecha. Y un jefe de producción como Marc Montserrat que ha sabido poner orden en todo lo que tiene que ver con las finanzas.
P. Hablando de finanzas, ¿gana dinero con el Teatro del Soho?
R. Aunque funcionamos de forma muy profesionalizada, trabajamos sin ánimo de lucro. Tenemos patrocinadores, pero no dinero público. Y si se producen dividendos, no se reparten. Tenemos profesionales muy buenos con sueldos generosos, pero, si hay beneficios, los volvemos a reinvertir en el teatro. Yo aquí no estoy para ganar dinero, para eso tengo las películas, Hollywood y mis negocios, pero el teatro no. Ahí no quiero meter la mano. No me da la gana. No por una cuestión de principios, sino porque me permite hacer cosas que, si yo quisiera mercantilizar el teatro, no podría. Un ejemplo: si cuando estrenamos A Chorus Line yo hubiera querido ganar mucho dinero, no habría tenido a 22 músicos en el foso, habría pregrabado y habría metido solo a 5 músicos. Pero no, aquí si suena un arpa es un arpa y si suena un xilófono es un xilófono. En Company, que estamos montando ahora, llevo 26 músicos en escena. El público sabe que ahí hay un tío tocando de verdad el instrumento.
P. ¿Eso es buscar la excelencia?
R. Desde luego, aunque, cuidado, la excelencia no garantiza el éxito. Uno puede pegarse un planchazo por mucho que vaya buscándola. No hay fórmulas para el éxito. Si las hubiera, todo el mundo fabricaría éxitos. Pues no, a veces uno la caga y se estrella.
P. La gente llena los teatros. Lo hacía antes de la pandemia y después otra vez. ¿Por qué?
R. ¡Por esto! [agarra el teléfono móvil], por esa avalancha de cosas grabadas. ¡Parece que las cosas que no están grabadas no existen! Pero el teatro tiene algo efímero que es bellísimo y que muere todas las noches y solo permanece en el recuerdo. Cada función es distinta, el teatro es como una ameba que se va moviendo y transformando. Y en tiempos de crisis la gente se va al teatro, a ver lo puro.
P. El teatro y el cine…, ¿cree que pueden ejercer de antídoto contra el aburrimiento, contra lo que a veces es la triste sucesión de los días?
R. Según. Hay musicales con muchas plumas, como dicen en Broadway los que se dedican a esto, píldoras de gran entretenimiento que te entretienen dos horas, que probablemente a los dos días se te hayan olvidado…, y hay otros que no, que tienen una profundidad y una complejidad enormes y que exploran las cosas del alma humana como lo puede hacer el teatro tradicional. Estos es más difícil que se monten en España.
P. ¿Por qué?
R. Porque a pesar de ser referencias en el mundo anglosajón no tienen a lo mejor el porte que tiene El Rey León, o Billy Elliot, o Anastasia, espectáculos familiares que arrastran gente de todas partes y de toda clase con grandes montajes y despliegues escénicos. Es que, por ejemplo, en A Chorus Line no hay nada: unos cuantos espejos en el escenario y un grupo de actores. Hay escenas con un actor sobre fondo negro hablando durante 11 minutos con el público. Y mucha gente cree que solo se cuenta la vida de unos actores y de unos coristas, pero hay mucho más: casi todos esos personajes son seres abusados: abusados sexualmente, prostituidos por sus padres, padres maltratadores que pegan a las madres, gente que vive en la calle y escapa y encuentra refugio en el escenario… Es una obra que 46 años después sigue siendo un guiño importante para reflexionar sobre todos nosotros.
P. ¿Y Company?
R. En el caso de Company es diferente, es una reflexión sobre el matrimonio y sobre la amistad; también sobre la vanidad, sobre el alcoholismo y sobre la hipocresía de la sociedad americana, y sobre temas relacionados con la represión y la homosexualidad… ¡Y todo eso en un musical! Mira, ese material yo lo pongo en manos de Lorca y es un baño de sangre, pero en el Upper West Side y en medio de la sociedad judía tiene como una pátina de amabilidad que confunde al espectador.
P. ¿Cómo la adaptó?
R. Cometí un error. Agarré la obra y le cambié la estructura. Y llegó a oídos de Stephen Sondheim y me dijo: “Te permito algunas de las licencias que me pides, pero no que me cambies la estructura”. Fue cuando empecé a ver el juego de espejos que se inventó este hombre. Sondheim es un amante de los misterios, está todo el día resolviendo crucigramas y le encantan las muñecas esas que van dentro de otras muñecas.
P. Todo eso no quita para que sea absolutamente lícita —y necesaria— la vocación de evasión y de diversión pura y dura de ciertos autores…
R. ¡Totalmente lícita! Si se hace con honestidad. Lo malo es cuando tratas de colar cosas y engañar al espectador…, o sea, si yo le hubiera contado a la gente que El Zorro era una película de Bergman, estaría metiéndole una bola. Pero si lo que ofreces es “vamos a divertirnos un rato y ya está”, adelante. Porque hay mucha gente que necesita eso. A un tío que se ha tirado 12 horas con un martillo en una carretera lo que le apetece es agarrarse a su novia con un buen cubo de palomitas y divertirse. Para él resulta que ver carreras de caballos y peleas de espadas y besos preciosos puede ser más profundo que nada.
P. Sea sincero: ¿hasta qué punto le ha servido a usted ser tan enrollao, montárselo tan bien con la prensa y tener esa cara de yerno perfecto, más allá de sus calidades como actor, para ser la estrella que es? La verdad es que genera como un consenso casi asfixiante.
R. Sí, todo eso me ha ayudado a ser quien soy. Pero mira, yo también me he dado cuenta a veces de que a la gente le gusta que le den caña. En mi profesión, a menudo a la gente que da patadas se la suele querer más y se la suele respetar más.
P. ¿Qué quiere decir?
R. Bueno, es lo que pasa a veces con esos actores que no hacen nada.
P. ¿Que no hacen nada?
R. Sí…, en el estilo de Gary Cooper, ¿no?, cuando se dice eso de “menos es más”. Y entonces hay actores que no hacen nada, na-da. Se les muere el perro y no pasa nada, les pegan un tiro en el hombro y no pasa nada. Una noche estaba en una fiesta en Los Ángeles con la actriz Sally Field y le dije eso: “Oye, Sally, ¿no crees que menos es más?”. Y ella me contestó: “Mira, Antonio, sí, menos es más, y todavía menos es nada”. ¡Y es verdad!
P. O sea, del minimalismo a la nada.
R. Eso, del minimalismo a la nada. Y luego también he comprobado que determinados comportamientos son premiados, incluso por la prensa, ¡incluso determinados comportamientos agresivos! Porque producen noticia, producen misterio, producen enigma, y entonces a veces determinados personajes atormentados tienen un recorrido más largo que alguien así, como simpático y normal. Hubo un momento en el que sí, lo reconozco, sentí el impacto ese de ser reconocido en todos lados, ir a Japón y liarla en el aeropuerto, sentirte realmente especial…, pero cuando te das cuenta de la gran mentira que eso es y que todo lo demás es una enorme carcasa que te confunde, vuelves a la realidad. Y está bien. Y luego está lo de los premios…
P. ¿Qué pasa con ellos?
R. No, que te gustan, todos tenemos nuestra vanidad, y qué bonito que te nominen a un Oscar y todo eso…, pero en el fondo no creo en ello. Si yo me pongo a pensar seriamente en la cantidad de factores que hay detrás de los premios…, los que votan, los amigos, que si vives aquí o no vives aquí, que si por qué coño le vamos a dar un premio si ya tiene una mujer rubia espléndida y una casa enorme, que si encima no se toma los cubatas con nosotros, todas esas cosas que hay alrededor de los premios son muy jodidas. En cambio, sí valoré mucho el Goya que me dieron [por Dolor y gloria en 2020] porque tenía una terna de rivales muy jodida —Antonio de la Torre, Luis Tosar y Karra Elejalde— y porque realmente no había hecho campaña para que me lo dieran, había hecho campaña por el Oscar y el Globo de Oro, pero no por el Goya. Fue muy bonito. Pero en general no, no me gustan los premios.
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