Lo primero es averiguar quién solicita nuestro perdón. Identificar quién es capaz de exigir a otras personas, colectivos, gobiernos o incluso naciones que le pidan perdón. La respuesta solo requiere una mínima observación de la realidad. Da igual si hablamos de relaciones amorosas, familias, empresas o naciones: siempre exigen perdón quienes se sienten víctimas, quienes se sienten aislados, desheredados, marginados y humillados… Quienes ostentan una situación de privilegio o abuso en cualquier relación no van por ahí reclamando el perdón de nadie.
Aclarado el quién, la siguiente pregunta es por qué. Aquí la respuesta también es sencilla a poco que uno se fije. La gente exige la petición de perdón cuando se cansa de esperarlo. Después de un daño importante, el perdón se espera en tanto es necesario para poder continuar con la propia vida. Hay quien espera meses, quien espera años y quienes llevan siglos esperando un perdón que nunca llega. Y cuyo silencio duele más cuanto más se retrasa.
Ahora que ya sabemos quién y por qué exige el perdón, solo falta averiguar para qué lo quiere. ¿Tiene alguna utilidad? Cualquiera puede responder íntimamente a esta pregunta. Pero ahora toca hacer el esfuerzo de responderla socialmente. El perdón público, el perdón civil y el político no consisten tanto en asumir una culpa como en entender que el otro lo necesita para existir. Y lo necesita para existir, porque en su relato —acertado o no— la cadena de sentido se rompió en algún momento y ahora busca restaurarla. Para vivir ahora, para existir con dignidad.
Y bien ¿por qué una petición pacífica puede llegar a provocar tanta agresividad entre tantos receptores? Sin duda se debe a que el problema, como decía el huevo sabio Humpty Dumpty en Alicia en el país de las maravillas, no está en las palabras: “El problema es quién manda aquí”. Así que algunos gritan, no te doy el perdón porque mando más que tú. Y otros lo exigen porque quieren mandar más. Me refiero a personas convencidas de que aquel que pide perdón queda siempre por debajo de otro. Personas convencidas de que pedir perdón es un síntoma de debilidad, individuos con una educación más evangélica que política. La clase de gente que solo está dispuesta a pedir perdón ante Dios y reniega del perdón civil.
Es un error: el perdón es un síntoma de fortaleza democrática en tanto la empatía, la solidaridad y el deseo de justicia social son siempre fortalezas, en los individuos y en las naciones. “Me inclino ante las víctimas. Me inclino ante los supervivientes, y ante todos aquellos que los ayudaron a sobrevivir”, dijo Angela Merkel cuando pidió perdón al pueblo de Israel en nombre de Alemania. Ninguna debilidad tenía su discurso, como ninguna debilidad ha representado nunca esta mujer. El perdón, por lo demás, no debería responder a ninguna ideología sino a una profunda necesidad de empatía. Por extraño que parezca en un país como el nuestro, debería ser compatible ser de derechas y saber pedir perdón.
Después de todo, el perdón es siempre un acto íntimo y personal, aun cuando sea público o político. Por eso el perdón nunca puede negarse en nombre de España sino como parte de ella, salvo que se tenga la legitimidad constitucional para representar al país entero. Un expresidente, por ejemplo, no tiene esta legitimidad. Una presidenta de Comunidad Autónoma, tampoco. El perdón es de cada uno y España es de todas y de todos, esto también tiene que aprenderlo la derecha de este país. Y España, la de todos, es mestiza y fuerte y empática y solidaria y está llena de disidentes de todo tipo que son bienvenidos y aceptados dentro de nuestra nación. Hablo de disidentes sexuales, ideológicos, económicos, religiosos, políticos, territoriales… Es evidente que la grandeza de cualquier nación en el siglo XXI consiste en atender a la diferencia, en tener fortaleza para nombrar las heridas (para que puedan dejar de sangrar), en reconocer a los otros desde la empatía y en reconocernos también en los otros. El perdón no es hacer justicia ni tener razón. No se gana, no se pierde. El perdón es cuidar a los que se duelen de una vida rota de la que uno participó alguna vez. Es un abrazo, no un cargo de conciencia.
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