La ciudad está empapelada con la cara de un político chavista de mentón cuadrado y dientes relucientes que se presenta el próximo domingo a gobernador por la Guaira, un Estado vecino a Caracas con vistas al mar. Su rostro armonioso decora los bancos, las farolas, los muros y dos espectaculares gigantes de la entrada. Un verdadero hombre-anuncio de perfil griego. A golpe de vista, se diría que su triunfo está asegurado, básicamente porque da la sensación de que compite solo.
“Chamo, cada uno de esos pendones cuesta cinco dólares y han colocado 20.000. Hablamos de 100.000 dólares (88.000 euros). Y esas vallas valen 10.000 o 15.000 cada una. Eso es mucha plata. ¡Yo no la tengo!”, se lamenta José Manuel Olivares, el otro contendiente a la gobernación (porque lo hay, aunque no lo parezca), en este caso el de la oposición.
Olivares, de 36 años, hace frente a una empresa quijotesca, nada menos que querer gobernar el Estado más chavista de Venezuela. La Guaira, desde su creación como ente administrativo en los años noventa, ha sido dominada por el partido de Hugo Chávez. Aquí mandaba Jorge García Carneiro, un político dicharachero y populista, amigo íntimo de Chávez, con el que coincidió en las fuerzas armadas. Carneiro murió este año de un ataque al corazón a los 69 años, y ahora busca sucederle José Alejandro Terán, el candidato oficialista presente en cualquier esquina.
Sin embargo, cuando la oposición venezolana acordó presentarse a las regionales después de que el chavismo cediera dos de cinco lugares en el Consejo Nacional Electoral (CNE) y permitiera que una misión de la UE haga un trabajo de observación, Olivares regresó a Venezuela para impedirlo. Llevaba tres años exiliado en Bogotá, donde huyó tras la detención de su hermano. “Hay que estar muy loco para hacer política en estas condiciones”, dice Victoria Castro, una joven experta en gerencia pública, mano derecha de Olivares.
La oficina del equipo de campaña es un espacio modesto con unas cuantas sillas y mesas desvencijadas. Ellos lo llaman el Comando. No es el sitio más cómodo del mundo, por lo que suelen reunirse en una plaza, al aire libre, junto a unos edificios viejos que se construyeron en los cincuenta durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Una estatua de un cantautor de izquierdas preside la plaza. “Antes no podíamos estar aquí tranquilos, te entrompaba el chavismo. Ahora estamos más relajaos”, explica Olivares, médico de profesión. A través de una fundación atiende a enfermos sin dinero para tratamientos y medicinas.
Dice que ha descubierto muchas cosas desde su regreso. Venezuela no es el país que él veía a través de Instagram y Facebook. “Desde fuera uno piensa que este es un país de zombis. Y no. Las cosas están realmente mal, pero la gente se adapta a la crisis, le echa ganas. Si no entendemos eso, no podemos ganar”, continúa. Ha logrado, según él, construir un discurso “despolarizante”. “No voy a pasarme el día gritando que Maduro (Nicolás, el presidente) es un dictador, que esto es un narcorégimen. Eso lo sabemos, ¿pero qué hacemos? Prefiero estar aquí, hablar con la gente y entender sus problemas”.
De repente, llega un hombre a la plaza, oculto tras unas gafas de sol. Richard Romey, de 50 años, chavista hasta hace unos meses. Durante años fue la primera autoridad del lugar, una especie de alcalde. “Yo les daba candela a los opositores, no les dejaba moverse”, cuenta y la verdad es que no cuesta creerle. Recuerda que de niño vivía en un edificio que tenemos enfrente, en el que había 148 apartamentos y solo tres tenían aire acondicionado. Un lujo en un sitio como la Guaira, donde los pichones caen del cielo fulminados por el calor. “Llegó él (Chávez) y todos tuvimos un aparatico. Su idea era que todos fuéramos iguales”. Con la muerte del comandante, considera que ese norte se fue perdiendo y Romey acabó desencantado de la revolución bolivariana. Este año presentó su renuncia. El primer día que fue a ofrecerse como voluntario para la campaña de Olivares, lo recibieron con recelo. Le temían. Ahora es uno de los más entregados a la causa
Olivares, que se presenta por segunda vez tras ser derrotado en 2017, se sube en la parte de atrás de un coche pequeño. Le siguen dos escoltas en una moto. Cruza una larga avenida repleta de fotos de su oponente. Ni una suya. La belleza de su contrincante no es que sea ningún hándicap, Olivares también tiene aspecto de galán de telenovela. Y hay algo en sus movimientos y en su forma de acercarse a la gente que demuestran que es plenamente consciente de que es así. El coche sube un cerro por una callecita estrecha y las señoras que lo reconocen por la ventanilla lo jalean: “Guapo, hermoso”. Olivares les lanza besos con la mano: “Bellasssss”.
Arriba, un fortín antiguo desde el que se vigila toda la costa. La Guaira era un lugar turístico que llegó a tener el metro cuadrado más caro de Venezuela. A un lado, se podían ver marinas repletas de yates, campos de golf, hoteles de lujo. Ahora todo está cerrado. Al otro, el aeropuerto internacional de Caracas, con 600 vuelos al día. Ahora opera 25. El puerto funcionaba entonces a toda máquina. En este momento, horario laboral, solo se ve atracado uno, sin nadie alrededor. Parece un sitio fantasma. Le rodean edificios viejos y abandonados que en otro tiempo fueron fábricas. “No queda nada de lo que fue”, reflexiona el candidato. Un santero con un gorro africano y una gallina a punto de degollar lo reconoce en el mirador: “Coño, Olivares”. Él no puede dejar de ser encantador y se da un buen apretón de manos con el brujo.
El gerente de campaña es también joven, cuarenta y tantos, pero al lado del resto parece el papá de todos ellos. Tiene una barba cana y un discurso fluido que le convierte en el rasputín del grupo. Alejandro Vivas, consultor político, ha asesorado a otros candidatos en Ecuador, Uruguay y Argentina. “José Manuel es disciplinado, aunque hay que convencerlo con argumentos para que haga las cosas”, revela, y no seguimos por ahí no vaya a ser que ahora nos diga que sus mayores defectos son la puntualidad y la perfección. “Este es un lugar hiperchavista y clientelar. No hemos querido polarizar en lo político, solo en lo social”, sigue el hilo. Y añade: “Nada de dictadura y narcochavismo. Servicios públicos y gestión”.
A falta de plata para empapelar la región, tira de marketing de guerrilla en Facebook, Twitter e Instagram. También en WhatsApp, donde ha abierto 338 grupos con 6.300 contactos. Ahí mandan información exclusiva de Olivares, aunque racionalizan los vídeos ante la escasez de megas. No hay muchos sitios más donde publicitarse. Apenas hay un periódico impreso y la tele es la misma que se ve en Caracas. Las estaciones de radio son demasiado locales. ¿Su mayor éxito concreto hasta ahora? Poner a debatir al candidato chavista sobre las bombonas de butano que la gente tiene que transportar hasta un centro, pagar tres dólares y esperar mes y medio hasta que se la devuelvan llena. En ese tiempo no pueden cocinar.
El evento más importante de hoy se va a celebrar en un barrio en el que hay muchos problemas de agua y luz. Se trata de un bastión histórico del chavismo, pero hay algunos que se asoman a la puerta al escuchar el follón con el que llega Olivares y su gente. Un grupo de música se sube a la parte de atrás de un camión y canta una canción pegadiza sobre su victoria que, según este cantar de gesta, está al caer. Para ganar en La Guaira hay que transmitir alegría, fiesta, salsa. El muchacho camina por el centro de la calle y va saludando a los que han perdido la timidez y salen a saludarlo. Poco a poco una nube de personas lo rodea. Le hacen llegar cartas con peticiones, una costumbre del pueblo para pedir ayuda a los políticos chavistas, y él se las guarda en un bolsillo.
—¡Por el cambio! ¡Votad!
Les pide él. Su padre va unos pasos más atrás. No hay encuestas que demuestren que tiene posibilidades reales. “Las tiene: 70 a 30. Arrasa”, zanja el padre la discusión. “Enfrentamos a la maquinaria del Estado venezolano”, dirá más tarde Olivares. “Ya empezaron a regalar lavadoras, aires acondicionados. Ahí no puedo competir”.
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