Si, como en El diablo cojuelo, tuviéramos la posibilidad de mirar debajo de los tejados de los diferentes partidos políticos, el espectáculo que nos encontraríamos sería aún más animadamente conflictual del que ya de por sí nos ofrecen. Algo así como el estado de naturaleza hobbesiano, la guerra de todos contra todos, en clave de parodia. Es una pena que carezca de los medios tecnológicos y las relaciones adecuadas para hacerme con los wasaps restringidos de las diferentes facciones. Casi vendería mi alma inmortal por acceder a los móviles de Egea, Hervías, Belarra y tutti quanti. Porque, como digo, si lo que se filtra ya es tremendo, ¿cuáles no serán las muchas otras fracturas que los escinden?
En el caso del PP conocemos bien el conflicto Ayuso/Casado, agitado ahora también por Cayetana Álvarez de Toledo, pero ignoramos hasta qué punto no hay una conspiración también de otros subgrupos. O, por ejemplo, si no empieza a ponerse en el disparadero a Moreno Bonilla por sus magnánimas ofertas de pacto al Ciudadanos de Marín e incluso a su misma oposición. Ya se sabe, en este país la transversalidad es el mayor pecado de lesa política. En el propio Ciudadanos la cosa no debe de andar mucho mejor, evitando como están que los restos del partido abandonen el barco. Y en Unidas Podemos presumo que no saben bien cómo digerir el vuelo libre que ha emprendido Yolanda Díaz con sus iniciativas por crear un movimiento ajeno a cargas de partido(s). Sobre esto debe de haber también sabrosos comentarios. Vox tampoco se librará: las disputas comenzarán en cuanto les toque decidir si deben entrar o no en algún gobierno. De todas estas divisiones internas solo parece salvarse el PSOE. Pero ahí no tiene mérito, el poder es un cemento infalible para cualquier fuerza política. A cambio, externalizan el conflicto con sus compañeros de coalición, siempre atentos a ver cómo representan sus diferencias y agravios.
El independentismo catalán dividido, la coalición de Gobierno también, la oposición a la greña entre sí, por no hablar de la siempre renovada guerra abierta entre todos y cada uno de ellos, a la que ahora se han sumado las diferencias entre empresarios y sindicatos. A cada partido solo les es concedida la unión interna gracias al superior odio sentido por el adversario común, aunque aquella siempre sea puntual y momentánea. Además, sobre nuestra vida política pende siempre la amenaza de que a cada cambio de ciclo se desteje lo tan costosamente hilvanado por el gobierno de turno. Al ser imposible que nada se pacte entre bloques, cuando lleguen los otros al poder toca volver a empezar. El síndrome de Penélope aplicado a la sucesión de legislaturas de distinta mayoría.
Estábamos entonando este blues de la discordia cuando de repente tuvimos noticia de la enmienda a la Ley de la Memoria Democrática, que pone en el disparadero a la Ley de Amnistía que abrió la Transición. Obvio. ¿Qué es eso de que en este país hubiera algo que pudiera ser pactado por todas las fuerzas políticas? ¡Hasta ahí podríamos llegar! Hagamos retroactiva la polarización presente hasta anular el mismo acto fundacional de nuestra democracia. ¡Más madera! Lo cierto es que no deja de tener una fuerte carga simbólica. Ya no basta solo con discrepar en torno al futuro, ahora se trata de abrir también de nuevo las trincheras del pasado. No, como hubiera sido lo lógico, mediante una sensata discusión histórica, sino como parte del combate político cotidiano. Que no cese el encono hasta la derrota final. La de todos, claro.
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