Parece que a la hora de morir todo son ventajas. Si mueres muy joven, durante tu entierro, dirán: ha muerto como los elegidos de los dioses, ha saboreado lo mejor de la vida, no ha tenido que soportar las miserias de la vejez. Si mueres muy viejo dirán: ha gozado de buena salud, se ha ido al otro mundo lleno de experiencia, rodeado de hijos y nietos, ha vivido muchas aventuras, ¿qué más se puede pedir? Si mueres de repente, de síncope o infarto, dirán: no ha sufrido, no se ha enterado de nada, ya me gustaría a mí. Si mueres al final de una larga y cruel enfermedad, dirán: por fin ha descansado. Y encima, aunque en vida hayas sido un facineroso, un atravesado o un mediocre absoluto, la familia y los amigos, incluso el cura, que ni siquiera te conocía, en el funeral te colmarán de elogios y, sin duda, habrá alguien que diga: siempre se van los mejores y tú serás uno de ellos. No escribo esto como una invitación a abandonar cuanto antes este perro mundo. Vamos a estar tanto tiempo muertos que no hay por qué precipitarse. Pero si eres alguien que ha triunfado en la vida, poeta, escritor, pintor, cantante o artista en general y tienes algún interés en pasar a la posteridad es aconsejable que mueras el primero de tu generación, puesto que tu memoria solo perdurará mientras tus colegas cuenten anécdotas de tu vida en las sobremesas. En ese caso puede que a alguno se le ocurra proponer un homenaje en tu honor en una tasca o establecer un premio literario que lleve tu nombre. El espacio infinito del olvido empieza cuando se extingue el último de tus amigos. Si la vida fuera una inacabable sobremesa, la vejez sería el postre dulce del final, una especie de tarta con pasas, seguido de una grapa, que invita la casa. Cada edad tiene sus naipes con una baza a espadas. Lo peor es vivir y que alguien al verte en la calle diga: ¿pero ese sigue vivo todavía?
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