La tele tiene su propia cultura de la cancelación. Sus trabajadores bien lo saben y bien la sufren. Cancelan la serie o el programa que te da de comer y pum, te quedas compuesto y sin trabajo, a la búsqueda del siguiente. Lo que en la juventud puede parecer un riesgo asumible se transforma pronto en una espada de Damocles. Ahora les toca a los currantes de Late Motiv, cuya emisión termina en diciembre.
La de la tele no funciona como la cultura de la cancelación que tanto temen, y con razón, muchos intelectuales, porque a la tele uno entra haciendo el pacto al que ahora se obliga a quienes no deberían rendirle cuentas más que a sus jefes, el de la buena imagen. Aquí se viene f… y desfogao, que diría Parada. Tampoco es nuevo que mueran chistes en las plantas nobles y que uno tenga que comerse el sapo y guardar la compostura pública para conservar el empleo. Se exige por contrato. Y los finales son poco épicos: salvo excepciones contadas, el término de una emisión se decide con datos de audiencias o balances de cuentas en la mano.
Como en todos los medios, se sirve a dos amos, el público y los jefes, que deciden en función de lo que creen que le gusta a su audiencia y conviene a sus intereses, nada nuevo bajo el sol. La gran fortuna que tienen los dueños del cotarro es que su queja no necesita ser pública para ser efectiva, más bien al contrario. Cuando arden las redes sociales, el incendio lo puede ver cualquiera desde el sofá; pero cuando arde un despacho, el fuego es invisible desde fuera, y si a uno le pilla dentro, puede parecer buena idea tirarse por la ventana.
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