El enigmático líder supremo de los talibanes que no aparece



Un miliciano talibán mira carteles de los líderes talibanes Haibatullah Akhundzada (derecha) y Abdulghani Baradar en Kabul, el 25 de agosto de 2021.AP Photo

Afganistán no está al borde del precipicio, ha empezado a despeñarse. Desde que los talibanes se hicieron con el poder el pasado agosto, el país ha perdido el acceso a sus divisas y, lo que es más grave, a numerosos profesionales de todos los ámbitos, desde la educación hasta la medicina, pasando por la gestión estatal y la empresa privada. En medio de las peticiones de los dirigentes fundamentalistas para que la ayuda internacional vaya más allá de lo humanitario y se les reconozca como legítimos representantes, llama la atención el silencio de su líder supremo, el maulana Haibatullah Akhundzada.

A diferencia de otros responsables talibanes, Akhundzada nunca ha dado entrevistas o comparecido en público. Ni siquiera se ha presentado ante los afganos después de culminar dos décadas de lucha contra el sistema democrático instalado tras la intervención de Estados Unidos que les echó del poder. Tampoco se ha dejado ver con otros dirigentes del grupo, que sólo ha difundido una fotografía suya, en 2016, a raíz de su elección para sustituir a Mohammad Mansur, asesinado por un dron estadounidense. En ella se ve a un hombre en la cincuentena, con un turbante blanco y larga barba, que mira fijamente a la cámara sin expresión. ¿Es el jeque Haibatullah?

Hay pocos datos biográficos de quien en calidad de líder supremo de los talibanes tiene la última palabra en los asuntos religiosos, políticos y militares del movimiento que controla Afganistán. Como todo dirigente guerrillero que se precie, gran parte de su vida ha transcurrido en la clandestinidad. Su extremada discreción, o prudencia, ha suscitado dudas sobre si seguía vivo. Tiempo atrás se le dio por muerto en un atentado. El año pasado se dijo que había fallecido de covid, extremo desmentido por los fundamentalistas. Pero el hecho de que el grupo tardara dos años en admitir la muerte de su fundador, Mohamed Omar, más conocido como mulá Omar, alienta las especulaciones.

Tal vez para silenciar los rumores, fuentes talibanas propagaron una inusual aparición pública del elusivo dirigente el último sábado de octubre. Según ese relato, Akhundzada, más conocido con el ambicioso título de emir ul mominin, o príncipe de los creyentes, acudió a la Jamia Darul Aloom Hakimia, una escuela religiosa en Kandahar, la ciudad del sur de Afganistán considerada el centro espiritual de los talibanes. Pero no hay imágenes de la visita.

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Su ausencia pública no significa falta de influencia, ya que todas las decisiones de calado se atribuyen a su inspiración o, como mínimo, su endoso. Los portavoces talibanes proclamaron en su nombre los primeros pasos del Emirato Islámico de Afganistán, como han bautizado el país, y dijeron que las negociaciones para formar el Gobierno de transición se realizaban bajo su supervisión. En contra de lo esperado, cuando finalmente se anunció el Ejecutivo a principios de septiembre, no se le mencionó como máxima autoridad del Estado.

Sin embargo, se difundió un mensaje con su firma que establecía los fundamentos del nuevo régimen. En él pedía a los ministros que respetaran la ley islámica (sharía). Además, aseguraba que los talibanes querían “relaciones sólidas y saludables” con sus vecinos y todos los demás países “basadas en el respeto mutuo”, algo que desde entonces se ha convertido en un mantra para todos los portavoces del grupo. La aparente moderación de esas palabras se lee de forma diferente a la luz de su trayectoria vital.

Cuando sucedió a Mansur, el servicio afgano de la BBC reveló que Akhundzada había sido jefe de los tribunales de justicia del régimen talibán (1996-2001). Bajo su mandato se institucionalizaron los castigos corporales como los latigazos o las ampu­taciones. Los talibanes remitieron a su interpretación de la ley islámica para justificar esa penas, prohibidas en la legislación internacional por su crueldad. Esa reputación explica los temores que su llegada al poder han suscitado entre los activistas de derechos humanos y en especial las mujeres.

Haibatullah, en árabe “regalo de Dios”, es hijo del director de una madrasa (eso es lo que significa Akhundza­da). Se le calculan unos 60 años y nació en la comarca de Panjwai, en la provincia de Kandahar. Su familia pertenece al clan de los Nurzai, parte de la confederación tribal Durrani, una de las más influyentes entre los pastunes y que también incluye a la antigua familia real afgana y al expresidente Hamid Karzai. Entre el 40% y el 50% de los afganos son pastunes.

Hasta que sustituyó a Mansur, se le consideraba más un líder religioso que un jefe militar, y a él se atribuyen la mayoría de las fetuas que emiten los talibanes. De ahí el honorífico maulana con el que sus seguidores se dirigen a él. Sin embargo, su militancia empezó en la lucha contra la ocupación soviética durante la década de los ochenta del siglo pasado. En 1994 se unió a la guerrilla talibana bajo la égida del mulá Omar, de quien llegó a ser un colaborador muy cercano hasta su muerte en 2013.

Gracias a sus credenciales religiosas y sus lazos con los dirigentes talibanes afincados en la ciudad paquistaní de Quetta (la llamada Shura de Quetta), Akhundzada pudo controlar pronto el grupo y cerrar las divisiones que se abrieron a la muerte de Omar. Todos los miembros de ese consejo le prometieron lealtad, incluido Mohamed Yaqoob, el hijo del mulá Omar, que había esperado sucederle y se distanció de Mansur. Akhundzada le nombró adjunto, al mismo nivel que Abdulghani Baradar (cofundador del grupo) y Sirajjudin Haqqani, líder de una facción semiautónoma dentro del movimiento. Hoy, los tres controlan los puestos clave del Gobierno provisional.

El desconocimiento del papel concreto de Akhundzada en el día a día del grupo ha producido análisis contradictorios. Desde quienes le atribuyen la línea dura que llevó a los talibanes a rechazar negociar con el anterior Gobierno afgano hasta quienes ven en él más una figura simbólica que de un líder operativo.

Akhundzada sufrió en su propia familia las consecuencias de la militancia radical a la que ha consagrado su vida. De acuerdo con la agencia Reuters, uno de sus hijos, Abdul Rahman, murió ejecutando un atentado suicida contra una base del Ejército afgano en la provincia de Helmand, en julio de 2017. Tenía 23 años. Dos años después, la cadena de televisión Al Jazeera informó de la muerte de un hermano menor del líder, Ahmadullah, en un ataque contra la mezquita en la que predicaba a las afueras de Quetta. En la explosión también resultaron heridos dos hijos de éste. Él mismo sufrió un intento de asesinato en esa misma ciudad hace algunos años, según reveló uno de sus estudiantes al diario The New York Times.

Su reclusión sigue la línea del mulá Omar, quien tampoco se dejaba ver en público y rara vez recibía a extranjeros. Sólo con motivo de algunas fiestas islámicas emite algún mensaje. Queda por ver por cuánto tiempo más va a poder mantenerse en la sombra. A su llegada al poder, los talibanes dijeron que pronto aparecería en público. El celo con que lo protegen del escrutinio puede volverse en su contra si llegara a confirmarse que ya ha dejado la escena.

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