No sé por qué me impresionó tanto esa historia, que en principio me tocaba más de lejos que otras que he conocido. Hace ocho años, a finales de octubre, fui testigo en Dublín de una manifestación que tenía colapsada la ciudad. La protesta había estallado tras la muerte de Savita Halappanavar, una dentista de 31 años que tenía 17 semanas de embarazo y fuertes dolores de espalda cuando fue admitida al hospital de Galway. Los médicos le hablaron de la dilatación del cuello del útero, de la pérdida de líquido amniótico y de la imposibilidad de que el feto sobreviviera, y fue entonces cuando la mujer pidió que le practicaran un aborto. Los médicos se negaron: el corazón del bebé todavía latía y, bajo la ley irlandesa, el aborto estaba prohibido. “Irlanda es un país católico”, le dijeron a la paciente. El corazón del feto dejó de latir cuatro días después. Los médicos intervinieron entonces, pero ya era demasiado tarde: Savita Halappanavar murió de septicemia, y sólo un indecente niega que esa muerte era innecesaria.
Recordé ese episodio atroz en días pasados, cuando la Corte Constitucional de Colombia se disponía a dar un fallo definitivo acerca de la despenalización del aborto. La decisión acabó postergándose por formalidades legales, pero la conversación sigue dominando el país. Yo tengo para mí que es una de las más difíciles y dolorosas a que nos enfrentamos las sociedades modernas, y hacerle el quite es un grave error, aunque uno no haya nacido con útero. Otros países latinoamericanos han pasado por el mismo debate recientemente; como en ellos, el debate colombiano ha quedado definido por la fe religiosa y el machismo estructural, lo cual entorpece todo. Los que quieren prohibir el aborto, aunque miles de mujeres mueran o sufran o queden mutiladas, se llaman a sí mismos defensores de la vida; a los que defendemos el derecho de toda mujer a disponer soberanamente de su cuerpo y, por tanto, de su vida, y sobre todo a no sacrificar innecesariamente su integridad física o mental, nos acusan de permitir y aun fomentar el asesinato de seres indefensos.
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Todas las cifras del mundo demuestran lo mismo: que la criminalización del aborto no ha traído como consecuencia la disminución de abortos practicados, sino la práctica de abortos más riesgosos. En una estadística espeluznante, la Organización Mundial de la Salud dice que casi la mitad de los abortos en el mundo se llevan a cabo en condiciones riesgosas; por la época en que murió Savita Halappanavar (la cifra se me ha quedado en la cabeza), 47.000 mujeres morían cada año por abortos hechos mal o en malas condiciones; hoy, según acabo de averiguar, la cifra ha subido a 68.000. En otras palabras: lejos de salvar vidas, la penalización del aborto las arriesga más, por no hablar de todas las otras que acaban destruidas por la condena social, el estigma y los castigos violentos. Añadirle a esto una condena de cárcel es de una crueldad que debería avergonzarnos.
Acaso el gran problema de esta conversación, tal como la han venido planteando las sociedades católicas, es que los autoproclamados defensores de la vida no se han dado cuenta (no han querido darse cuenta) de lo que para algunos de nosotros es evidente: el aborto es una tragedia porque no hay en él una vida involucrada, sino dos que están en conflicto. Pues bien, el derecho de resolver ese conflicto debería pertenecerle, sin interferencias ni persecuciones, a la mujer embarazada, y sobre todo debería resolverse desde la educación sexual, la ciencia y la reflexión ética, no desde la ley penal o la prohibición constitucional, y mucho menos desde la doctrina de una religión que, por difícil que les resulte a muchos entenderlo, no todos compartimos.
Pero a la Iglesia católica, principal opositora al derecho al aborto, nunca le ha gustado la educación sexual, y ha sido una enemiga decidida de la ciencia: tal vez recuerden ustedes a Benedicto XVI, que en un viaje por África en 2009 declaró, con total seriedad, que los condones agravan el problema del sida. En cuanto a la reflexión ética, ese difícil esfuerzo por resolver situaciones difíciles sin el paraguas de la fe, habría que partir siempre de un presupuesto: lo deseable sería que nadie tuviera que abortar, pero la terca realidad es distinta. Así tenemos, por un lado, la vida futura y potencial de un ser que no tiene autonomía ni conciencia de sí mismo; por otro, la vida presente de una persona autónoma, plenamente racional, cuyos intereses —no morir, por ejemplo, o evitar el sufrimiento físico o moral— son parte de su soberanía. Esta segunda vida, o su derecho a definirse y moldearse, debería recibir la protección incondicional de la ley. De otra manera, decir que esa persona es libre sería faltar a la verdad.
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