Los principales negociadores de Londres y Bruselas, David Frost y Maros Sefcovic, duplicarán esta semana sus reuniones -se verán el miércoles y el viernes- para intentar desencallar la crisis en torno a Irlanda del Norte. En medio del escándalo que azota al Gobierno de Johnson, con las fiestas prohibidas de Downing Street durante el tiempo del confinamiento, el viernes pasado casi pasó inadvertido a los medios un giro importantísimo en la posición británica en su enfrentamiento con la UE. Convocados varios de los corresponsales comunitarios que trabajan en Londres, un alto cargo británico no tuvo ningún reparo en explicarles que las negociaciones, a partir de ahora, adoptarían un tono más pragmático.
La exigencia que el ministro para las Relaciones con La UE había puesto sobre la mesa, que el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) dejase de ser el principal supervisor del cumplimiento de las normas del mercado interior en territorio norirlandés, ya no corría tanta prisa. “Nadie está manifestándose por las calles de Belfast para deshacerse del TJUE”, decía el alto cargo citado. Era un modo de reconocer que los verdaderos motivos del actual malestar entre los empresarios de Irlanda del Norte y entre los partidos unionistas son más prácticos, en un caso, y políticos, en otro, que una confusa y complicada discusión jurídica sobre la integridad soberana del Reino Unido y la supuesta “injerencia de un tribunal extranjero”.
“Queremos centrarnos en los problemas surgidos en torno a los medicamentos genéricos y a los controles de aduanas, y buscamos que las negociaciones con la UE den resultado”, dice ahora el Gobierno de Johnson. Aunque, horas después, Frost matizaba ampliamente las declaraciones del alto cargo, y aseguraba que no renunciaba, por principio, a la reclamación de deshacerse del TJUE, todo sugiere que Londres busca una solución pragmática que le evite problemas añadidos a un fin de año harto complicado políticamente.
El Protocolo de Irlanda, un documento anejo al Acuerdo de Retirada de la UE firmado entre Londres y Bruselas -con la misma fuerza legal de tratado internacional- fue el obstáculo más delicado y complejo de sortear durante las largas negociaciones del Brexit. Una vez fuera del club comunitario, la única frontera terrestre del Reino Unido con la Unión Europea estaría en la isla de Irlanda, porque la República de Irlanda es socio de la UE, e Irlanda del Norte es territorio británico. Pero imponer una nueva línea de separación, aunque fuera sutil y solo a efectos aduaneros, podía poner en peligro la delicada paz alcanzada en los Acuerdos de Viernes Santo de 1998, que pusieron fin a décadas de conflicto militar en la zona.
Se acordó entonces que la frontera fuera invisible, para transmitir la afortunada sensación de que todos eran irlandeses que habitaban una sola isla, aunque a pocos metros de distancia se pagara en libras esterlinas en vez de en euros, o la carretera se midiera en kilómetros y no en millas. Para que Bruselas pudiera proteger su preciado mercado interior, la solución fue que Irlanda del Norte permaneciera dentro de él, y que los controles aduaneros se realizaran en el mar de Irlanda, el espacio de agua que separa a la isla de Irlanda de la de Gran Bretaña.
Enseguida comenzaron a surgir problemas prácticos, sobre todo en el tráfico de mercancías desde Gran Bretaña hacia Irlanda del Norte. Las grandes cadenas de supermercado británicas, por ejemplo, con establecimientos en las dos islas, se enfrentaban a costosas y complejas declaraciones aduaneras para muchos de sus materiales, o incluso a controles sanitarios para los productos cárnicos: la famosa “guerra de las salchichas”, como la bautizaron los tabloides británicos, en referencias al embutido fresco tan típico del desayuno británico.
Hasta en tres ocasiones, el Gobierno británico decidió unilateralmente retrasar la puesta en marcha de los controles que el Protocolo acordado le obligaba a realizar. Bruselas quiso adoptar una posición flexible y pragmática. No renegociaría por completo el tratado, pero estaba dispuesta a modificar aquellos aspectos que habían provocado problemas imprevistos. A mediados de octubre, el vicepresidente de la Comisión Europea y principal negociador con Londres, Maros Sefcovic, sorprendió a su contraparte, David Frost, con una generosa oferta que rebajaba hasta en un ochenta por ciento los controles aduaneros en Irlanda del Norte, y simplificaba muchos de los trámites.
Bruselas se mostraba además mucho más flexible en la solución del problema surgido en torno al envío de medicamentos genéricos del Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés) desde Gran Bretaña a Irlanda del Norte. El Gobierno de Johnson, presionado por los partidos unionistas del territorio norirlandés -que consideraron desde un principio el protocolo como una traición-, y por el ala dura euroescéptica del Partido Conservador, a la que nunca le gustó esa “cesión” a la UE para sacar adelante el Brexit, optó por encastillarse. En vez de proclamar como una victoria negociadora la oferta de Bruselas, redobló la apuesta y reclamó que el TJUE no tuviera que ver nada con el control de las reglas del mercado interior en Irlanda del Norte. La intransigencia desplegada por Londres llevó a los dos bloques al borde de una guerra comercial, que finalmente logró reconducirse.
Londres admite ahora, por boca del alto funcionario que habló el viernes con los corresponsales de la UE, que la Comisión Europea no dispone de suficiente mandato negociador por parte de los Jefes de Estado y de Gobierno de los 27 como para negociar una parte tan fundamental e intrínseca del Protocolo de Irlanda del Norte como es el papel del TJUE. Es la excusa perfecta para reconducir las negociaciones hacia un terreno más práctico, sin renunciar formalmente a la exigencia de que se arrebate al tribunal su papel supervisor. “Ha llegado el momento de acelerar las negociaciones en torno a los medicamentos, y la UE está dispuesta a enmendar su propia legislación”, aseguraba este viernes Sefcovic en Twitter. “Seguiremos trabajando en propuestas que aporten beneficios reales a todas las comunidades de Irlanda del Norte”.
Todo sugiere que Londres y Bruselas seguirán negociando más allá de Año Nuevo, pero con un tono más relajado y conciliador. Johnson se enfrenta a la amenaza de la nueva variante del virus, ómicron; a la rebelión de decenas de diputados conservadores frente a las nuevas restricciones sociales; a una crisis de Gobierno complicada, a raíz del escándalo de las fiestas prohibidas en Downing Street; y a una situación económica delicada, con la inflación desatada y graves problemas en la cadena de suministro. La batalla perpetua con Bruselas, que tantos réditos políticos le ha dado en los últimos años, se ha convertido ahora en un lastre que, de momento, conviene soltar.
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