Las papeleras echan humo, las bicicletas y los vidrios rotos dominan el paisaje, hay restaurantes etíopes, sótanos en los que se proyecta nuevo cine esloveno, turistas japoneses y lagos en los que anticipar el verano, y la nueva novela de Alan Pauls (Buenos Aires, 1959) termina en uno de estos últimos junto con las aproximaciones a la inasible Carla que Savoy, su protagonista, ensaya durante su primera y última semana en la ciudad. El Berlín de La mitad fantasma es el de Moabit, el Sony Center y el lago Schlachtensee, pero hay muchas otras ciudades que responden a ese nombre; por ejemplo, la que cierta literatura en español lleva algún tiempo convirtiendo en superficie de proyección de fantasías y deseos de extranjería, urbanidad, confrontación con “lo europeo” y clausura de las experiencias migratorias propias y ajenas que tal vez desconcierte a sus habitantes, para los que Berlín es algunas otras cosas, no todas confesables.
La nueva novela de Pauls es producto del año de hospitalidad (y “malcrianza”, dice) que su autor pasó en la capital alemana gracias al programa de residencias artísticas del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD, por sus siglas en alemán), pero está presidida por una inadecuación que se pone de manifiesto, por ejemplo, en los zapatos para la nieve con los que su protagonista recorre un Berlín casi veraniego: están, como Savoy, fuera de lugar en “un mundo de reglas, usos y costumbres desconocidos” parecido al que el costarricense Luis Chaves (San José, 1969) narra en Vamos a tocar el agua, una crónica ligera pero no exenta de momentos significativos y poderosos del periodo que el autor y su familia pasaron allí, en 2015. “Yo me odiaba, odiaba a mi esposa porque era lo más cercano, pero odiaba también, y sobre todo, a Alemania, sus reglas y sus ciudadanos imposibilitados genéticamente de hacer excepciones, yo que vengo de la cultura de despreciar las leyes”, escribe; era la primera vez que sus hijas se subían a un avión y la primera en que la familia viajaba fuera del país en dirección a lo que para Chaves iba a ser principalmente el barrio de Friedenau, Iggy Pop y David Bowie, la Kommune 1 y Rosa Luxemburgo, una ciudad en la que el frío, el idioma y cierta rigidez alemana le recordarían que toda familia es principalmente un refugio.
Fabio Morábito muestra su perplejidad de no poder saber si la ciudad tiene río: no hay forma de orientarse
También Berlín se olvida, del mexicano Fabio Morábito (Alejandría, 1955), sigue una orientación similar y es producto de circunstancias parecidas (en 1998): comienza con la perplejidad de no poder determinar si la ciudad tiene río o no. “Un río marca una frontera natural en la conciencia de los habitantes de una ciudad y genera en ellos un sexto sentido que les permite ubicarse frente al río desde cualquier punto en que se encuentran”, escribe. No hay forma de orientarse en Berlín, las aguas del Spree no fluyen en ninguna dirección reconocible, la ciudad tiene dos centros y está plagada de huecos… Pero el metro elevado ofrece un teatro de la intimidad, los Schrebergärten o huertos urbanos son “representaciones de la Casa Soñada” y la ciudad es joven. “Al igual que los adolescentes […] Berlín transmite una sensación mezclada de desolación y de fuerza, de rudeza y de fragilidad […] da la impresión de recomenzar continuamente”.
Diario pinchado, de Mercedes Halfon (Buenos Aires, 1980), es, por el contrario, ficción. La visita de la narradora a su pareja, que reside en Berlín desde hace algunos meses gracias a una (otra) residencia artística, se convierte en una constatación de que “mucho más difícil que la distancia es la cercanía”. El Berlín de Halfon es el de Mitte, el cementerio judío de la Grosse Hamburger Strasse, el Treptower Park, la Volksbühne, el bosque de Grunewald, Walter Benjamin, la sinécdoque del “turista intenso” (“Cualquier alemán es los alemanes. Cualquier salchicha es las salchichas. Cualquier inmigrante es los inmigrantes. Cualquier esquina es Berlín”), la desorientación y el encontrar, por fin, un rumbo.
Ninguno de estoa autores hace de Berlín un sitio en el que confluyan el pasado totalitario alemán y sus imitaciones en América Latina
Ninguno de los cuatro autores se inclina por hacer de Berlín el sitio en el que confluyan el pasado totalitario alemán y sus imitaciones en América Latina; pero, como escribe Graciela Wamba, la apuesta por esa confluencia está, total o parcialmente, detrás de muchos libros, entre ellos La octava maravilla, de Vlady Kociancich (1982); Hotel Edén, de Luis Gusmán (1998); Rainer y Minou, de Osvaldo Bayer (2001); La abuela, de Ariel Magnus (2007); Änderungsschneiderei Los Milagros (Sastrería Los Milagros), de María Cecilia Barbetta (2008); Lejos de Berlín, de Juan Terranova (2009); Lejos de dónde, de Edgardo Cozarinsky (2009); Otoño alemán, de Liliana Villanueva (2019), o Decir Berlín, decir Buenos Aires, de Saúl Sosnowski (2020).
En este último, las fotografías, los espejos y los muros se alternan en la memoria de su protagonista estableciendo una identidad entre ambas ciudades, por las que, por cierto, también transitan los personajes de la segunda novela de Sosnowski (1945), El país que ahora llamaban suyo, la historia de su padre, quien emigró de Polonia a Buenos Aires; la de su hermano, que regresó a Varsovia, y la del hijo narrador, quien nació en Buenos Aires y reconstruye una historia de exilios y pérdidas, de objetos que hablan de las personas que los han utilizado y las circunstancias trágicas que debieron atravesar al tiempo que rompen la distancia entre dos lenguas, el yidis y el español, que son el único “país de para siempre” que sus personajes alcanzaron.
Al tiempo que Washington Cucurto traslada a Berlín su proyecto rabelesiano de liberación de los oprimidos en ‘El ejército neonazi del amor’ (en El curandero del amor, 2006), Ariel Magnus propone en Muñecas (2008) una historia sentimental cuya protagonista secreta es la ciudad que recorren los personajes: son las novelas más deliberadamente cómicas de la serie, pero, al igual que otras que presentan lo que Wamba llama “el alemán como el otro”, leerlas es constatar que “la linealidad del viaje de Buenos Aires a Berlín y viceversa” es sólo aparente: seguimos recorriendo la capital alemana en verano con zapatos para la nieve, y esta es una magnífica noticia para los lectores.
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