Comencé a rellenar libretas a eso de los dieciocho años. Cuadernos de todo y de nada donde, con caligrafía minuciosa y pulcra, copiaba poemas, párrafos de novelas que me habían deslumbrado y letras de canciones, pegaba recortes de periódico, hacía algún collage o dibujo espantosos y sobre todo me contaba a mí misma mis desvaríos románticos y la fiebre de una vocación atroz que me fustigaba con un látigo de siete colas: tenía terror a la escritura. En el fondo, los primeros años son el inventario de un vacío.
Siento especial querencia por las libretas rusas —siete en total—. Nunca tuve intención de publicarlas. Ni siquiera se me pasó por la cabeza que alguien pudiera fisgarlas, a no ser que ya me hubiera muerto. Las entendía como un receptáculo, un reducto de soledad, un soliloquio, escritura en presente puro, donde el azar iba trazando argumentos nuevos. Consciente de que estaba viviendo un momento excepcional, en lo personal y en lo histórico, no quería perder ni una migaja ni que el recuerdo distorsionara la experiencia de Moscú. Tenía entonces veintiocho años recién cumplidos —cuando me hicieron el ofrecimiento de desplazarme a Moscú, veintisiete—, una edad en la que, como escribió Vila-Matas, “yo estaba tan disponible ante la vida que cualquier disparate se podía infiltrar en ella y cambiármela”.
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Por la calle, a uno se le hiela la agüilla de los lagrimales, el humor acuoso que mantiene húmedos los ojos. Sientes que una inspiración profunda podría lastimarte los pulmones más que un Celtas sin filtro. O, peor aún, una papirosa, uno de esos cigarrillos soviéticos con un tubito de cartón como boquilla, lo suficientemente largo como para apurar el tabaco hasta el final sin quemarse los dedos ni los guantes. La marca más conocida se llama Belomorkanal. La introdujeron en los años treinta para celebrar la conclusión del canal que une el mar Blanco, en el Ártico, con el mar Báltico, a través de los lagos Onega y Ladoga, una obra de doscientos veinte kilómetros construida por los presos del gulag, miles de esqueletos descoyuntados por el hambre y el frío. Una calada te tumba. Trilita pura, como la que debieron de utilizar para reventar la tierra helada.
Los graznidos de los grajos. ¿O habría que decir cornejas? Aquí la gente usa el balcón como un anexo del refrigerador, pero no se pueden dejar los alimentos sin una piedra, una tapadera o algo pesado encima, puesto que se los llevan. La corneja es ladrona, como la urraca. En ruso se llama vorona. Es el pájaro de Rusia.
Antes de regresar a España, Berna me lleva al almacén estatal TsUM a comprar sábanas, toallas y demás ajuar doméstico, embutidas las dos en ropa como salchichas, pisando nieve sucia. Curiosas, las sábanas: la encimera consiste en dos pedazos de tela, cosidos por las orillas, con un agujero enorme en el centro del trozo superior, en la mitad del rectángulo, como un remiendo, para colar dentro la manta. Ya tengo profe de ruso: María. Dos horas diarias de clase, de lunes a viernes, otra “terapia de choque”, como la que está sacudiendo el país para encabalgarlo en un pispás, desde la economía planificada, hasta el capitalismo desmelenado. Berna me está ayudando con el casting de traductores, y ambas convenimos en que el mejor es Yuri Kriuchkov; es alto, muy atractivo, con unos bonitos ojos celestes y sobre todo inteligente. Si finalmente llegamos a un acuerdo, Yuri dejaría la agencia Interfax para trabajar conmigo. Las sábanas que compramos, por cierto, no pueden colgarse ahora en los alambres del balcón, sino dentro, en un tendedero plegable; de lo contrario, se congelarían.
Mala gaita y dolor de cabeza. Debe de ser el peso de la presión atmosférica baja o, peor aún, el aire que respiramos, cargado de partículas magnéticas, residuos de las fábricas o de las centrales térmicas, que escupen al cielo un humo blanco muy denso, como vaharadas de un dragón gigante. Por lo menos, nos mantienen bien calientes dentro de las casas. La suma de factores suele producir unas jaquecas graníticas, acompañadas de una modorra insoportable, sobre todo a partir de las dos de la tarde, cuando la luz comienza a esfumarse. Te quedarías dormido en la silla. Anochece temprano; las escasas farolas dan una luz muy tenue, fantasmal.
Un hombre ha instalado sobre la acera de la avenida Vernadski una mesa de camping donde ofrece muslos de pollo a los viandantes. Como las presas vienen congeladas en grandes bloques del tamaño de un almohadón, el tipo, con los brazos extendidos sobre su cabeza, arroja el mazacote de hielo contra el suelo nevado, una y otra vez, como en el Paleolítico medio, hasta que se desprenden un cuarto o dos de pollo con su rebaba de escarcha. A estos muslos los llaman las patas de Bush, porque empezaron a llegar de Estados Unidos hará cosa de un año, en el pico de las escaseces, como exportaciones de alimentos subsidiadas. Los rusos son muy buenos poniendo motes con retranca.
Cada mañana atravesamos medio Moscú en el coche de Yuri desde el barrio de la Universidad hasta la oficina, en el número 15 de Petrovka, a tiro de piedra del Teatro Bolshói y de la Plaza Roja, una calle muy céntrica, con un aire señorial y tan decimonónico que parecería plausible que el fantasma de Chéjov emergiera de un portal, apresurado como el Conejo Blanco para llegar puntual a un ensayo con Stanislavski. He alquilado un cuarto —El Periódico me manda el dinero para pagar la renta—, con un gran ventanal, alfombra y un diván tapizado de verde botella, en la sede de Prensa Latina, la agencia de noticias de Cuba, agasajada, por ser el órgano de la isla mimada del régimen soviético, con un local despampanante en el cogollo de la ciudad, una vivienda magnífica, a falta de una mano de pintura, de techos altísimos con artesonados, el domicilio de algún rico mercader antes de la revolución. Pero ahora, cuando hace poco más de un año que la bandera de la URSS se arrió del Kremlin, ya no se emplea otro lenguaje aquí que el del dólar contante y sonante, nada de viejos lazos fraternales con el socialismo tropical, así que los cubanos se ven obligados a subarrendar las habitaciones a terceros para que les salgan las cuentas —lo supongo; prefiero no preguntar—. Pegada a mi estancia se encuentra la que ocupa el colombiano F., dedicado a la compraventa no sé bien de qué, y a continuación se abre el salón noble, el más espacioso, para recibir a las visitas, con sus sofás, un mapa de la URSS y dos enormes retratos en blanco y negro del Che Guevara y de Fidel Castro, con puro y muy joven, como si acabase de bajar de Sierra Maestra. Al fondo del pasillo están los cuartos que ocupa Notimex, la agencia de noticias de México, en la que también trabaja un chileno, y el que se han asignado los chicos cubanos, el más modesto, con el télex y los teletipos de TASS e Interfax, tres metralletas que no paran de escupir papel. Váter y cocina compartidos. Buen ambiente latino con la mezcla de nacionalidades. Todos los colegas se apañan con el ruso, aunque a veces recurren a Yuri. No se trata solo del endiablado idioma, sino de kremlinología, el jeroglífico cuneiforme de interpretar cada pequeño gesto, cada declaración política, cada silencio de la nomenklatura. Las formas no han cambiado.
Como hay pocos bares y restaurantes —los empiezan a abrir ahora, con precios desorbitados, muy caros para mí e inalcanzables para los rusos—, venimos bien desayunados de casa y el resto del día aguantamos tonteando con té, galletas, cacahuetes y algún buterbrod. Ayer, sin embargo, salimos con Yuri a almorzar a una stolóvaya, una cantina soviética muy asequible donde acuden funcionarios y los albañiles que andan restaurando fachadas e inmuebles. No hay asientos en el local; se come de pie, sobre una mesa más o menos a la altura del pecho. Plato único, y a correr: pelmeni, una pasta rellena de carne picada parecida a los raviolis pero sin salsa alguna.
A la salida del metro de Kitai-górod, montones de jubilados, cincuenta, setenta, tal vez más, puestos en hilera, uno al lado del otro, ofrecen a los transeúntes apresurados cualquier cosa imaginable: calcetines de lana de la que pica, botellas de vodka, latas de sardinillas en aceite, un par de bujías nuevas, bombillas, teteras, platos, toallas de lino, un anillo de oro, compota casera, una bandeja de estaño con flores pintadas a mano… Se están vendiendo el ajuar para comer.
Invito a Yuri y a un amigo suyo a cenar en el restaurante Uzbekistán. El amigo trabaja en una oficina vinculada al Gobierno que elabora informes y estadísticas económicas; va a pasarnos algunos datos para tirar del hilo y hacer un reportaje. Pedimos arroz plov y gul-kabob, unos rollos de carne de cordero muy especiada. Nos atiende un camarero completamente borracho. Sale de la cocina y trastabilla por el comedor. Vuelca dos copas sobre la mesa al servirnos.
Nosotros bebemos también y brindamos, na vashe zdorovie (¡a vuestra salud!). Me cuentan que, en las fiestas, cuando los invitados están por marcharse, se dice en el chinchín final na pasashok, literalmente “para el bastón”; o sea, un trago para el camino de regreso. Pero como siempre tarda en llegar la última copa, la última de verdad, existe una retahíla de brindis posteriores para, medio en broma, medio en serio, ir alargando el trance de la despedida alcohólica: stremenaya (por el estribo), sedélnaya (por la silla de montar), zabugórnaya (por detrás de la colina), y así hasta doce o trece.
La forma más habitual de saludarse aquí:
—Hola, ¿qué tal?, ¿cómo estás?
—Normalno (normal).
La gente responde con ese adjetivo tan útil que resume aquello que todo el mundo anhela: vivir una vida normal. No es poco.
Otro saludo del mismo jaez:
—¿Cómo va la vida?
—¡Respiramos!
El sufrimiento los ha moldeado como una raza de estoicos.
Otra palabra comodín aquí: “Nichevó” (literalmente, “nada”). Cuando pierdes el autobús lanzadera que te acerca al metro, nichevó; cuando se acaba el pan en la tienda, nichevó; cuando la vida da otra cornada, nichevó.
Jornada festiva en Rusia, el Día Internacional de la Mujer. Yuri me regala tres claveles rojos y una caja de bombones. Salimos a dar una vuelta en coche hasta las Colinas de Lenin, el punto más alto de Moscú. Magníficas vistas sobre la ciudad y el río Moscová. Llegan parejas de recién casados, todavía con los tules y velos, a hacerse fotos y beber champán.
Tres claveles. Los rusos adoran los tríos, el número tres: hay que ser tres para beber y para jugar a las cartas. Tres eran los agentes de la policía secreta que irrumpían de madrugada en los domicilios para un arresto en los años duros del estalinismo. Tres los caballos que arrastran la troika, ya sea un trineo o una calesa con ruedas; tres, el número ideal de cabalgaduras para avanzar sobre la nieve: el caballo de varas (el del centro) va al trote y los laterales, los de refuerzo, al galope, de manera que llevan al del medio; así las bestias se cansan menos y mantienen la velocidad.
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