El documento en el que Rusia exige a EE UU y la OTAN “garantías de seguridad” en su frontera occidental ha desencadenado una ofensiva diplomática que no se puede dar por concluida, por escuálidos que parezcan los resultados obtenidos hasta ahora. Moscú ha conminado a Washington y la Alianza Atlántica a situarse en mayo de 1997, cuando fue firmada el acta fundacional de las relaciones entre Rusia y la OTAN. El Kremlin sostiene que la OTAN no debe desplegar contingentes militares y armamento fuera de las fronteras que tenía en 1997, antes de que se ampliara con nuevos miembros, exaliados de la URSS en el Pacto de Varsovia y exintegrantes del Estado soviético.
Hablando metafóricamente, la postura rusa supone un rebobinado del tiempo transcurrido desde 1997 y la retirada de los efectivos y armamentos desplazados en esos países, para dejarlos, desde el punto de vista militar, tal como estaban antes de su ingreso en la Alianza. Pero, a diferencia del espacio, que se puede compartimentar una y otra vez, el tiempo es materia común para todos y no parece equilibrado que Moscú exija un rebobinado del mismo —como un operador cinematográfico que diera marcha atrás a una película— en una parte del continente europeo y no aplique ese mismo rebobinado en su propio territorio y en el espacio que controla en la actualidad. Para que la paralización del tiempo propuesta (volver a 1997) pudiera tomarse como base de negociación equitativa, debería aplicarse también al espacio ruso y bajo control ruso. En esta lógica, Rusia debería abandonar Crimea, península que se anexionó en 2014, y también dejar de prestar apoyo a los secesionistas del este de Ucrania. Esta construcción, de apariencia inverosímil, podría marcar una especie de punto cero a partir del cual revisar y reconstruir pieza a pieza el tiempo común, esa larga cadena de episodios de desconfianza y resquemores que ha llevado a Rusia y a la OTAN a callejones sin buena salida.
Conviene recordar que tanto Boris Yeltsin, el primer presidente de Rusia, como Vladímir Putin tantearon la posibilidad de que su país ingresara en la OTAN, pero la aproximación no dio resultado, por razones que no estaría mal analizar. La OTAN no se transformó en el instrumento de seguridad colectiva capaz de integrar (o transformar) las percepciones rusas de seguridad y no olvidemos que la creación de un espacio de seguridad único entre Vancouver y Vladivostok era una de las grandes metas (fallidas) del fin de la Guerra Fría. Putin no ve a Ucrania como un Estado independiente y el despliegue militar ruso es parte de su política para recuperar el espacio occidental del imperio ruso. El presidente ruso, sin duda, preferiría lograr su fin sin recurrir a la invasión, pero indica que está dispuesto a asumir la guerra si es necesario. Occidente tampoco quiere guerra, pero en Ucrania hay líneas rojas que no puede ignorar. Como si fueran los elementos de una decoración teatral, Putin coloca en escena todos los recursos disponibles, efectivos armados en la frontera y en ejercicios militares en Bielorrusia, y en la Duma Estatal (Cámara baja del Parlamento ruso) esta semana 11 diputados comunistas presentaron un llamamiento para reconocer como Estados las denominadas repúblicas populares de Lugansk y Donetsk. Este reconocimiento, tal vez, no requeriría de la entrada de nuevas tropas rusas, y podría ser presentado por Moscú como un acto humanitario hacia la población local, entre la que se han repartido centenares de miles de pasaportes rusos. Se trataría de un escenario parecido al del reconocimiento de Osetia del Sur y Abjasia en 2008. Putin puede decidir si quiere usarlo y cuándo, si ello le supone una relación de coste/beneficio favorable como reunificador de las tierras rusas.
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