El sistema económico y financiero se ha vuelto global mientras que el poder político continúa basado fundamentalmente en el Estado nación. Esta contradicción es causa fundamental de que “el orden mundial proclamado y establecido por Occidente se encuentre en un punto de inflexión”, lo que permite augurar que no será por mucho tiempo el predominante. Así lo piensa Henry Kissinger y lo ha publicitado en artículos, entrevistas y su último libro, Orden Mundial. Kissinger fue secretario de Estado y asesor de Seguridad Nacional con Nixon y Ford. Autor del establecimiento de relaciones con China y experto conocedor de la diplomacia soviética, a sus 98 años de edad mantiene posiciones mucho más lúcidas que la de la mayoría de los actuales líderes occidentales, al menos en lo que toca al posicionamiento geoestratégico de sus países. Liberado de toda sumisión al lenguaje de la corrección política, ha expresado repetidamente su convicción de que ningún gobernante ruso, cualquiera que sea su signo ideológico, permitirá que se establezca un poder militar ajeno al suyo a poco más de 500 kilómetros de Moscú. La lectura de la historia del país más extenso de la Tierra basta para comprobar lo fundado de esta afirmación.
La crisis en torno a Ucrania se enmarca en un escenario internacional condicionado por la emergencia de China como potencia mundial, el fin de la Pax americana y el deterioro del proyecto político europeo. Los pronunciamientos occidentales frente a la amenaza de una inminente invasión rusa prometen una respuesta de Estados Unidos y sus aliados de la que se derivarían “graves consecuencias”. En ningún caso se han especificado esas represalias. Se excluye que sean militares, aunque algunos países han enviado armamento a Kiev, y se amenaza con sanciones económicas. La paralización del gasoducto Nord Stream 2 o la expulsión del sistema de Rusia del sistema de pagos internacional figuran entre las más citadas. De llevarse a cabo, las consecuencias serían gravísimas desde luego, pero no solo para Rusia, sino también para los aliados europeos de Estados Unidos, dependientes del suministro de gas ruso y con relaciones financieras y comerciales de enorme calado. El Kremlin, por lo demás, en todo momento ha negado que pretenda invadir el país vecino. En realidad ya lo hizo en 2014 con la anexión de Crimea y continúa con su apoyo a los rebeldes ucranios de origen ruso que mantienen una guerra civil en el este del país. Las sanciones aplicadas por estos hechos han dañado seriamente a Moscú, aunque no tanto como para hacerle desistir de su empeño. De paso han propiciado un mayor acercamiento del Kremlin a China.
El fin de semana pasado hubo noticias esperanzadoras respecto a una solución diplomática a la crisis. Eso fue después de que las bolsas se desplomaran, creciera el énfasis verbal de las acusaciones, y comenzaran desplazamientos de tropas en el área. En opinión de muchos, coincidente con el deseo general, no es probable que la anunciada invasión se produzca. Ni siquiera una incursión de pequeñas dimensiones, como sugirió el presidente Biden para escándalo del Gobierno de Kiev. Descartada una nueva guerra en el Este europeo, cuando todavía sangran las heridas de los conflictos en los Balcanes que desmembraron la antigua Yugoslavia, permanecerá la necesidad de establecer un nuevo orden mundial que ya no puede estar basado ni en la estrategia bipolar de la Guerra Fría ni en la autoridad incuestionable de los Estados Unidos. La construcción de ese nuevo orden multilateral exigirá un gran ejercicio de pragmatismo por parte de sus dirigentes, el establecimiento de tratados y acuerdos que garanticen la aplicación del derecho internacional en la resolución de conflictos y la asunción por parte de los países democráticos de una convivencia con culturas, valores y estructuras sociales no acordes con los que ellos representan. Eso no implica abdicar de nuestros principios morales, ni del indispensable apoyo a los luchadores por la libertad que sufren represión, persecución, cárcel y exilio en tantas regiones, a comenzar por Rusia. Pero el mantenimiento de la paz mundial exige no solo la legitimidad del poder, sino también su equilibrio, tanto más necesario y urgente cuanto más prolifere la posesión del armamento nuclear.
Pese a la enfática declaración del secretario general de la OTAN en el sentido de que la Alianza no aceptará el establecimiento de zonas de influencia, el multilateralismo no funcionará sin ellas. La propia OTAN es una de ellas, y no siempre se ha comportado de un modo coherente con sus principios fundacionales en defensa de la democracia de sus integrantes. Desde el primer momento de la firma del Tratado de Washington se incorporó Portugal, entonces bajo la férrea dictadura de Salazar. La Hungría de Orbán es cuando menos considerada una democracia iliberal, hasta ahora refugiada en cierta medida en las políticas moscovitas. Y el caso más llamativo es el de Turquía, país solo marginalmente europeo cuyo autoritario presidente se esfuerza en remedar la antigua influencia del Imperio Otomano. Sus intervenciones armadas en Siria y Libia, en confrontación con las posiciones rusas, contrastan con la connivencia real que Putin y Erdogan mantienen en la Venezuela de Maduro, de la que son leales socios.
Según Kissinger, lejos de tratar de convertir Ucrania en la línea fronteriza entre Rusia y la Unión Europea, los gobiernos occidentales, las autoridades de Kiev y el propio Putin deberían esforzarse en convertirla en puente entre ambos mundos. Esa no ha sido la política de la OTAN, cuyo secretario general ha impulsado desde 2016 la concentración de fuerzas en los países cercanos a la frontera. Por eso mismo el presidente alemán, Walter Stenmeier, le acusó en su día de belicista. Quienes hayan escuchado personalmente a Stontelberg su visión de la estrategia a seguir no tendrán dificultad en admitir lo ajustado del calificativo.
En medio de tanta confusión, ya ni siquiera sorprende el mutismo del presidente español. Es inaudito que nuestro país movilice tropas a zonas de conflicto sin que el Gobierno dé explicaciones ni al Parlamento, ni a la oposición ni a sus propios socios. España albergará el próximo mes de junio la Cumbre de la OTAN que decidirá sobre la sucesión de su secretario general y ha de aprobar el documento NATO 2030: las propuestas de la Alianza para el inmediato futuro. Estaría bien conocer el pensamiento de La Moncloa al respecto.
Niall Ferguson, en su excelente biografía de Kissinger, señala que fue el primero de su especie en admitir las diferencias entre el mundo del conocimiento y el del poder. Su estudio de los clásicos pudo ayudarle a esos efectos. En su comedia La Paz, Aristófanes pone en boca de Hermes la explicación de por qué la Diosa de la Paz permaneció sepultada durante años por el Dios de la Guerra. “Me ha dicho que vino con una cesta de treguas para la ciudad y la rechazasteis tres veces, en votación a mano alzada de la Asamblea”. Hermes acusa a los políticos atenienses del fracaso y la Paz se muestra irritada porque el pueblo haya elegido tan mal a sus dirigentes. Finalmente ella es liberada de su cautiverio y se acaba la contienda del Peloponeso. Pero no es el triunfo de la paz lo que Aristófanes celebra, más bien quiere advertirnos de cuán difícil es parar la guerra una vez que empieza.
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